Domingo, 1 de julio de 2012 | Hoy
Después del rescate de La huella del crimen, es el momento de Clemencia, la continuación del folletín policial, desbordado y al mismo tiempo de avanzada en el tratamiento de ciertos temas sociales, que el jurista Luis Varela escribió hacia 1870 bajo el seudónimo de Raúl Waleis.
Por Hugo Salas
Repasada una y otra vez hasta el hartazgo, no habrá lector escolarizado que desconozca las férreas relaciones entre la literatura argentina decimonónica y el romanticismo francés. Otro tanto puede decirse de las narraciones de los viajeros, en particular ingleses, que habrían dado forma a cierta manera de contar la pampa. Oculta, sin embargo, tras el enceguecedor fulgor de la gauchesca, pasó inadvertida –o demorada, se la hacía esperar hasta el siglo XX– una conexión diferente, plebeya, que en los últimos tiempos convoca la afición de buena parte de los investigadores: la “contaminación” con los archivos policiales, por un lado, y la novela popular, doble influencia notoria en Raúl Waleis.
Responsable de un cuerpo de obra donde conviven el teatro, la lírica y obras narrativas del estilo de Shakespeare: una noche de su vida, Luis V. Varela publicó en 1877, bajo este seudónimo, las novelas La huella del crimen (publicada por Adriana Hidalgo en 2009) y Clemencia, consideradas las iniciadoras del género policial no sólo en Argentina sino en lengua castellana. Desde luego, tanto que hayan sido las primeras como el valor último de haberlo sido son materia discutible (siempre podrá aparecer alguien que descubra un inédito anterior); lo que costaría discutir es el deleite que al día de hoy provoca su lectura.
Impetuosa, llena de brío, Clemencia se inicia por una aventura sentimental entre un joven argentino en París y una misteriosa cocotte, la mentada Clemencia, cuya conversación sirve de marco a un breve relato pasional de las pampas, para finalmente dar paso a la investigación detectivesca parisina que sirve de centro a esta “novela jurídica original”, al decir de su autor, y aclara cuestiones “fundamentales” para la comprensión de las vicisitudes de la pobre protagonista. Entre tanto, Varela/ Waleis permite a un personaje introducir una singular idea sobre el placer en el sufrimiento y a lo largo de las tres historias teje un análisis –polémico para la época, sin duda– acerca de la relación entre amor y deber en el matrimonio, que liga a su vez la cuestión jurídica del divorcio y el crimen; todo ello, cabe decir, con una singularidad y una sencillez de medios que incluso hoy resulta notoria.
Se advierte aquí el legado de la roman populaire. Con sus giros truculentos, su gusto por lo inusual y lo estridente, su apelación a las pasiones desbordadas, al sentimentalismo incluso, y su invocación escatológica del mal, no sería rocambolesco considerar esta especie cultivada, entre otros, por Dumas, Simenon, Féval, Gaboriau, Leroux y Le Rouge, una descendiente nada lejana del Romanticismo “serio”. Toman distancia, sin embargo, en un punto decisivo: su política lingüística. Allí donde los románticos privilegiaban la expresión, pudiendo llegar a las más oscuras torsiones del lenguaje, esta pariente pobre, protoindustrial, pre
bestseller, cultivó un lenguaje directo, inmediato y reconocible, la lengua de “lo común”, por la que más de una vez ha sido fustigada. Se desconoce así, no obstante, el ámbito en el que verdaderamente despliega su genio: la trama. Que se le pasara por alto a la crítica decimonónica, imbuida en la estilística, es comprensible; que aquel juicio sumario e indiferenciado sobreviva delata hasta qué punto la crítica posterior continuó siendo veladamente estilística.
De hecho, esa lengua vulgar, transida y transitada, pero al mismo tiempo coloquial y maleable, constituye uno de los placeres nada menores que procura Clemencia a sus lectores actuales, como bien advierte en su nota preliminar Román Setton, responsable de la edición, notas y posfacio. Aquí y allá hacen su aparición construcciones raras, inusuales, que se saborean con la misma nostalgia que esas escenas folletinescas donde las señoritas se desmayan llevándose una mano a la frente o los caballeros protestan porque se ha ofendido su honor.
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