Domingo, 1 de julio de 2012 | Hoy
Mito, alcohol y sexo. Un beatnik sin bohemia, un punk demasiado viejo para morir. Así fue Bukowski y así se iría convirtiendo en uno de los héroes malditos de las últimas décadas del siglo XX. Ausencia del héroe no agregará nada nuevo a lo que ya se sabe, y tal vez por eso resulta indispensable. Para ejercer el rito y para releer a Bukowski. Pero no como si fuera la primera o la segunda vez: en este caso la tercera es la vencida. O la mejor.
Por Fernando Krapp
La mejor manera de leer Ausencia del héroe es mientras se mira de reojo el documental que John Dullughan filmó en el 2003 (Born into This, algo así como Nacer para esto). El documental en sí, cinematográficamente hablando, no tiene mucho. Lo bueno es verlo a él, a Hank, al mito Bukowski, haciendo declaraciones como: “Cuando escribo, yo soy el héroe de mi propia mierda”. En su calidad de mito suburbano, el viejo Hank, falso héroe de sus cuentos y novelas, maldito indiscutido –al menos para la cultura norteamericana–, no está exento de este doble mecanismo. Porque es justamente ahí donde Hank decidió buscar no sólo los temas de los que quería hablar, sino moldear la forma de su escritura. Lo mejor es leer a Bukowski por tercera vez. Después de la primera vez. Y de la segunda.
Ausencia del héroe viene a complementar la entrega anterior de ensayos y relatos inéditos que Anagrama tradujo como Fragmentos de un cuaderno manchado de vino. En ambos casos se cubre un mismo espectro temporal, desde la década del cuarenta hasta los ’90 previamente a su muerte, cuando ya John Martin lo había “descubierto” y le había rentado el trabajo como escritor hasta publicarle su primera novela, Cartero, que lo catapultaría a la fama mundial y salvaría financieramente la editorial Black Sparrow Press.
En sí mismo, no revela nada nuevo sobre el escritor nacido en la localidad alemana de Andernach, sino que estira un poco más esa cuerda que tensiona la vida y obra por la que Bukowski se dejó seducir. En Ausencia del héroe está todo lo que conocemos de Hank. Los textos que abundan tanto en este volumen como en el anterior pertenecen, en su mayoría, a la columna que Hank tenía en el diario Los Angeles Free Press, medio por el cual obtuvo cierta notoriedad. En aquella columna, hoy ya mítica y clásica, que ostentaba el título de “Escritos de un viejo indecente”, Hank hablaba de lo que se le cantaba. Y lo hacía lisa y llanamente, con un estilo depurado de metáforas, directo, simple, heredero de Hemingway. Bukowski podía escribir sobre un poeta que había leído con un amigo, sobre un vendedor que lo miró cruzado, o hasta sobre la publicación de su propio libro. Incluso hay un Bukowski moralmente aceptable donde se queja de los modos de manejar que adoptan los californianos. En parte, esa columna –hoy podemos saberlo– fue el laboratorio de escritura donde Hank testeó las obsesiones que trataría en sus próximas novelas, bueno, mejor dicho, la Obsesión, su obsesión: el sexo. Esos escritos fueron agrupados en el libro que lleva el título de la columna, pero muchos otros, por alguna razón formal o estética, o quizá porque no sabía dónde los había dejado, recién hoy ven la luz.
Bukowski habla de literatura a los codazos, para hacerse un lugar, siempre desde abajo, en el difícil panteón de las letras norteamericanas, más que nada para un escritor de origen alemán, cuya forma de hablar el inglés le permitió depurar la aspereza de su lenguaje literario. Hay, claro está, nombres que circulan por el libro: Kerouac, Ginsberg, Ferlinghetti, los beats en general, pero también hay un supuesto texto crítico titulado “Henry Miller vive en Pacific Palisade, y yo vivo en un barrio de mala muerte, todavía escribiendo sobre sexo”. Su jugada consiste en diferenciarse como un escritor que sigue tan fiel a su lugar y a sus temas como a su historia, su gente y a sus manías.
Una autobiografía es también un modo de registrar, de soslayo, la memoria individual de la Historia con mayúsculas. A medida que avanzamos en los textos, cambian las fechas de publicación y las décadas. Las modas cambian. Varios textos de la década del sesenta y setenta revelan el costado mediático que recibió después de la publicación de Cartero. Hasta ese momento, Hank vivía de sus colaboraciones, de alguna plata que le llegaba por sus cuentos, pero sobre todo por sus lecturas en universidades y bares de Los Angeles, muchas de ellas financiadas por sus lectores. En el documental se lo puede ver en plena acción: su voz pausada, de acero, esa voz lenta que siempre da lugar a una bocanada de cigarrillo estirando las vocales, y diciendo las mismas frases de sus personajes. Los últimos textos de Ausencia del héroe (“Sólo escribo poesía para acostarme con chicas”, “El recital del gran ciego”, “La mujer de Vern”) relatan en su mayoría ese papel; el de Hank como animador cultural, quien asiste borracho a las lecturas y termina encamado con la mayoría de sus lectoras en exageradas fiestas dionisíacas. Es en el público que asiste donde se perciben los cambios culturales que operan sobre la sociedad norteamericana: las peleas literarias de los ’50, el destape de los ’60, el narcisismo de los ’70 y la pérdida del futuro en los ’80; las décadas cambian, pero el único que sigue igual es Hank.
Bukowski no era muy amigo de los beatniks, se sabe. Y para afianzar esta sentencia, el relato “Cristo con salsa barbacoa” es un duro ejemplo de lo que pensaba sobre los inminentes hipsters: dos chicos y una chica levantan a un mochilero en la ruta, a quien primero le dan la chica para que se divierta un rato y después se lo comen al grito de “Qué atracón. No quiero ver a otro hippie en mi vida”. Algo que seguramente pensaba Hank de la generación beat: a estos pibes me los como crudos. Sin embargo, el libro tiene una reseña (si la podemos calificar de esa manera) sobre el poema de juventud de Allen Ginsberg, Aullido, a quien si bien le golpea duro con su habitual artillería, más para separarse y no ser tomado como una suerte de padre literario, le reconoce algunos poemas escritos con fuerza y desde el corazón. A pesar de su cinismo hacia las nuevas corrientes estéticas norteamericanas que buscaban recuperar la confianza en la experiencia, Bukowski no estaba alejado de esta estética al narrar prácticamente todo lo que le pasaba día a día a menos de un metro de distancia.
Con Bukowski pasa algo raro. No sólo en su legado, que parece realmente ausente. En Argentina, incluso, no hay casos rastreables, donde Carver sí parece haber pegado más fuerte; salvo algunos ejemplos aislados en la llamada “poesía de los noventa”, que sublimó el pathos de la vida cotidiana llorándole a una heladera, en la novela perdida de Carlos Busqued o en los cuentos desolados de Guido Natale. El legado de Hank es el de un maldito; no se puede repetir la misma vida. Y sucede que aquel lector que no es fanático acérrimo tiene una sensación extraña al releerlo. Bukowski no resiste una segunda lectura; se resignifica en la tercera, como muchos escritores que se imprimen fuerte en la conciencia adolescente. Primero lo leés a tus quince años por recomendación de un primo o un amigo más grande; es como descubrir el sexo. Algo nuevo que estaba ahí pero que no te animabas a probar o no se daba la oportunidad. Después, cuando se lo relee, parece obsoleto, pasado de moda, superficial; algo que ya probaste varias veces y que te desencanta bastante. En la tercera lectura, si se quiere, en la lectura madura se descubre otro Bukowski: el tipo que realmente sufría por su escritura, y que se entregó a su oficio con lo poco que tenía, que ya era suficiente. Alguien que tomó la decisión de vivenciar el submundo para encontrar la esencia de su propia escritura. Alguien que nunca dudó de haber nacido para esto, y se dejó arrastrar como si se tratara de un vicio enigmático, doloroso y bello.
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