Domingo, 14 de octubre de 2012 | Hoy
Antes de convertirse en novelista, antes de consagrarse con títulos como El palacio de la luna, La ciudad de cristal, Leviatán o Invisible, Paul Auster fue un joven poeta obsesionado por Celan, Kafka y Jabés, por unas cuantas palabras esenciales y unas frases muy trabajadas. En tanto poeta, Auster se formó como narrador, encontrando así una salida a la angustia inicial. Su Poesía completa es imprescindible para sus seguidores, pero no se agota en el gesto genealógico: ofrece algunas austerianas epifanías muy cerca del silencio.
Por Guillermo Saccomanno
“¿Escribir será, en el libro, volverse legible para todos y, para sí mismo, indescifrable?”, se preguntaba Maurice Blanchot en La escritura del desastre. “¿No lo dijo ya Jabés?”, anotaba. El desastre no es el pasado sino su inminencia. Lo que se pregunta Blanchot ¿no tiene que ver con el “yo es otro”? Las palabras siempre son equívocas. Escribir dolor no es el dolor. Sin embargo, la palabra poética puede, para algunos elegidos, tener el don de operar como insight y trascender la retórica. Estas ideas no le pasan inadvertidas al joven Paul Auster que, deslumbrado por la cultura europea, busca elaborar su propia tradición poética no en lo que va de Walt Whitman hasta Wallace Stevens. Antes de ser el narrador renombrado de varias ficciones excepcionales, multipremiado y también –por qué no admitirlo– devenido en los últimos tiempos en un imitador de sí mismo que lustra una y otra vez sus hallazgos, ese joven Auster tuvo su iniciación en el París de los ’70 signado por Foucault, Lacan, Derrida, Deleuze & Co. De esa época son sus inteligentes ensayos El arte del hambre, donde se ocupa de nombres que, de modo subterráneo, formarán el sustrato y más tarde las constantes del narrador: la relación entre el yo y el vacío, la incidencia del azar y la construcción de un destino, la búsqueda de una identidad, el lenguaje como problema para expresar la conciencia del desastre que mencionaba antes Blanchot. Sus fetiches, entre otros, son Hamsum, Kafka, Wolfson, Ungaretti, Mallarmé, Celan y Perec, además del ya citado Jabés, a quien traducirá con esmero. Toda su producción poética, con una inclinación significativa hacia el hermetismo que suele culminar sus versos en un proverbio sentencioso, tiene un aire de encierro, un sin salida del angst, el ensimismamiento constante. Es decir, la imposibilidad del decir, trascender la realidad a través de la palabra. Y no obstante, es notable su persistencia en querer derribar ese muro que aísla el yo del exterior mediante una poesía que se propone, en su conciencia de sí, como subjetividad extrema. Si para Jabés todo escritor es un judío en la medida en que su tierra es el libro, Auster retoma la idea pero desde el desencanto de la inexistencia de una tierra prometida. Sin duda, al igual que Jabés, no se refiere a Israel sino a una tierra interior: la escritura. En todo caso, esa tierra es inalcanzable a través del desierto y la nada, queda en el infinito: se escribe como se camina sabiendo que no se llegará si no a ninguna parte, ese vacío que es el yo y que se escurre como incertidumbre apenas se procura nombrarlo.
Siguiendo a Celan, el joven Auster enfrenta la barrera del lenguaje y se le revela que las palabras son una trampa y quien cae atrapado en su telaraña todo lo que podrá nombrar, como su maestro Jabés, es la herida. En este tránsito, Auster recupera su origen judío y, en un doble movimiento, desde Kafka salta a Jabés pasando por Celan y, desde esta tríada, (se) escribe. En sus diarios Kafka anotaba que debía aferrarse a cada una de sus páginas como antídoto del dolor existencial. En el registro de esa imposibilidad de escribir, Kafka dejó en sus diarios un testamento literario tan desesperado como pedagógico: los problemas de la escritura se solucionan en la escritura... pero ¿y la vida?
El joven Auster, traductor de Jabés, se enfrenta con la dificultad, obsesión y estímulo a la vez. “Cuando estudiaba me di cuenta de que si me concentraba en formas breves podría desenvolverme mejor. Pasaron los años y me obsesioné tanto con la poesía que dejé de pensar en cualquier otra cosa. Escribía poemas muy cortos y concisos que solían llevarme meses. Eran muy densos, sobre todo al principio, replegados sobre sí mismos como puños, pero a lo largo de los años comenzaron a abrirse de forma gradual hasta que sentí que me dirigía a la prosa.” Pero no nos adelantemos a ese pasaje. El joven Auster escribe “puños cerrados”, como escribe también “piedras”, significantes netamente kafkianos. Aparecen y reaparecen. La dificultad es encierro, un girar maníaco sobre sí mismo. “No es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor si no lo hago”, supo declarar por entonces. Y es acá justamente donde sobreviene la fatalidad, la inminencia del desastre al que aludía Blanchot. Se trata, una y otra vez, como si fuera posible, de dar un paso hacia la realidad, pero al joven Auster no se le escapa lo que Celan sostuvo en el discurso de Bremen: “La realidad no existe. Debe ser buscada y ganada. Los poemas están navegando hacia un lugar que puede ser habitado, hacia un sujeto a quien es posible referirse, y tal vez hacia una realidad a la que es posible referirse”. Pero la realidad, lo otro, se vuelve para el joven Auster una labor ardua con las palabras. Por momentos transmite la impresión de estar ante un discípulo aventajado de Jabés que, en sus últimos libros de poesía, arribará finalmente a la prosa, y es aquí donde cabe preguntarse si, desde ese itinerario que va de la poesía a la prosa, no se produce el descubrimiento de lo narrativo. Sin ironía: de la poesía propiamente dicha hacia lo prosaico, la prosa. “Por poco que sea, la vida nos ha enseñado al menos una cosa: quienquiera que esté aquí ahora no estará luego”, reflexiona.
No es casual que sus poemas completos se cierren con una conclusión vocativa, en segunda persona: “Sentirte separado del lenguaje es perder tu propio cuerpo. Cuando las palabras te fallan, te disuelves en una imagen de la nada. Desapareces”. Dicho esto, se explica el pasaje a la prosa que, en su caso, será la narrativa. Faulkner supo plantear una especie de Ley de Murphy literaria al afirmar taxativo que cuando alguien tienta la poesía y acepta su reto, al fracasar, pasa al cuento. Si fracasa en el cuento, entonces le queda, como último recurso, la narrativa. Esta ley puede aplicársele al joven Auster. Si bien sus poemas se presentan tal vez como imprescindibles para los lectores interesados en su genética textual, no son del todo un fracaso y cada tanto, en su compulsión a la repetición, dejan entrever algún destello, ese asombro que se espera de la palabra. Más tarde, años más tarde, como dándole la razón a Faulkner, Auster escribiría una gran novela americana como El Palacio de la Luna, la prueba de que hay un mundo más allá de la palabra poética.
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