Domingo, 14 de octubre de 2012 | Hoy
Por Mariana Enriquez
Era tarde en la noche de Trujillo y sobre la peatonal apenas quedaban algunos noctámbulos paseantes que caminaban entre la Plaza y la Feria del Libro de la ciudad de la eterna primavera. En el único bar abierto, Antonio Cisneros bebía y hablaba y desde la calle lo saludaban, vaya a saber por qué y de dónde lo conocían: si habían estado en su recital de poesía, o compartido un vino con él, o charlado y reído y posiblemente peleado más temprano. Cisneros los saludaba también y decía, vaso en mano: “¡El pueblo me aclama!”. Cisneros hablaba de una adorada y secreta playa del norte del Perú. De su madre de ochenta y pico que iba a morirse después que él. De Niza y los aburridos cócteles diplomáticos. De José María Eguren, su poeta admirado, el que –decía– había quedado injustamente a la sombra de César Vallejo, ahogado por la dicotomía de Vallejo doloroso y Eguren juguetón: “Yo creo que ha sido tan desgarrado como Vallejo, pero de otra manera”. Pero sobre todo hablaba de una cantina que había encontrado por la mañana, cerca del centro de Trujillo, un antro donde bebe el pueblo, decía, un tugurio magnífico lleno de humo y hospitalidad.
Antonio Cisneros era altísimo y tenía toda la elegancia y el desparpajo de un hombre que había sido hermoso (que seguía siendo hermoso). Hacía reír hasta el dolor de estómago, provocaba hasta hacer arder las orejas, hasta el borde mismo de la ofensa, y luego retrocedía con un sablazo de ternura, la misma que está en poemas como “El viaje de Alejandra”: “Sólo sé que mi hija menor partió en la madrugada. Iba serena, con su mochila al hombro, y aunque acaba de cumplir los 23, parece un coatí adolescente. Cúbrela con tu manto, Madre mía”.
Podía ser escéptico hasta la corrosión y enseguida desactivar la ironía con el relato de alguna pena íntima –cuando su mujer cubana lo abandonó enfermo en un hospital de Cannes, por ejemplo–, y después deslumbrar con el recuerdo del swinging London que vivió, y todo lo hacía sin solemnidad ni reclamo de respeto ni nada. Asistía a mesas de ignotos escritores latinoamericanos con conducta militante y escuchaba como si tuvieran algo interesante para decirle a él, que era un gigante. Se despertaba antes que todos y se acostaba el último. Parecía el más joven y el más vivido. Era un gusto Antonio, un gusto intenso como el alcohol fuerte en la garganta, como el golpe frío de una ola de mar.
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