Domingo, 14 de octubre de 2012 | Hoy
Por Diego Fischerman
Sólo hay algo peor que una pesadilla. Que no lo sea. Que al despertar, el monstruo siga estando allí. Y, lejos del último lugar en importancia, que haya una escritora inglesa –es decir alguien para quien la contención emocional resulte una cuestión de estilo– para contarlo. Las primeras treinta páginas –en rigor, la tercera parte de un relato tan breve como exacto– de El diván victoriano cuentan una cierta clase de drama: costumbrista, opresivo, terrorífico en su pormenorizada repetición. Melanie Langdon, madre reciente, confinada en su dormitorio y rodeada de cuidados, se repone de una tuberculosis. Es la década de 1950 en Londres. Y ella, prisionera de su enfermedad, sueña con el momento de volver a tener junto a su cuerpo a su esposo y de poder abrazar a su pequeño hijo. El momento llega. El médico decide trasladarla a otro lugar de la casa, donde ella podrá tener más contacto con los demás, e incluso, si todo va bien, tener al bebé consigo. El lugar en el que ella descansará será el diván victoriano que compró en una casa de antigüedades el día en que, más tarde, se enteraría de su enfermedad. Y allí comienza la segunda tragedia. Ella despierta. Algunas cosas siguen siendo las mismas. Y otras no.
Laski –su nombre real era Esther Pearl–, sobrina del célebre historiador Harold Laski y miembro del mundillo intelectual de la izquierda inglesa de posguerra, escribió sobre moda y costumbres, además de editar cinco novelas, una obra de teatro, varios ensayos y diversas recopilaciones. En esta cuarta novela, publicada originalmente en 1953 e inédita en castellano hasta su reciente exhumación, gracias a la nueva editorial Fiordo y a la cuidadosa traducción de Martín Schifino, construye una trama cerrada, sin escapatoria. Su personaje reflexiona, se hace las mismas preguntas que podría hacerse el lector. Pero, además, a partir de ese principio constructivo similar al del cuento “La noche boca arriba”, de Julio Cortázar, el preciso retrato de tipos sociales, formas del habla y vestimentas, le permiten ir más allá. Un eterno diván victoriano es, en su relato, ni más ni menos que la prisión a la que la sociedad inglesa destina una mujer.
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