Domingo, 21 de octubre de 2012 | Hoy
Después de indagar en la izquierda revolucionaria y sus avatares en el siglo XX en La fe de los traidores, el periodista y escritor Gabriel Pasquini afronta el universo de los vencedores: aquellos hombres que durante la más feroz dictadura tiraban puertas abajo en mitad de la noche, allanaban, secuestraban y torturaban. Desde la voz lacónica de un oficial de la Marina, Padres de la Patria reconstruye una versión de la historia donde la Guerra Fría es un comienzo y la corporación militar, un enigma que todavía hay que descifrar.
Por Claudio Zeiger
No es menor el esfuerzo de Gabriel Pasquini como autor de Padres de la Patria por ponerse en el lugar del otro. Particularmente porque a contrapelo de la tradición cultural en la que estamos inmersos hace varias décadas, aquí el Otro no es el marginal ni el periférico. En esta novela, la otredad supo del sabor de la victoria. Aquí, el otro fue el vencedor. El vencedor, después –vueltas de la vida y de la historia– vencido. Y desde esa perspectiva que enfrenta en sucesivos espejos victorias y derrotas, el capitán de la Armada que narra su versión de la historia, que ya no detenta galones ni oropeles, ni armas ni instrumentos de tortura, arde en el infierno, según nos informa lacónicamente hacia el final de su periplo.
¿Fin de la historia? Quizá no tanto, pero si hay algo que distingue a Padres de la Patria, y que se transmite de forma precisa en la lectura, de otros abordajes de la dictadura en la narrativa argentina, es la perspectiva histórica. La dictadura, el Proceso de Reorganización Nacional, tiene aquí una representación signada por la distancia, sabor a cosa juzgada y terminada, introducción, nudo y desenlace. Es tan inmodificable como intactas y congeladas son las pasiones que la inflamaron. Pasquini, después de indagar en los orígenes y el devenir de la izquierda revolucionaria del siglo XX en La fe de los traidores, pasa a explorar la tradición de una derecha envarada e idéntica a sí misma, pero que indefectiblemente subirá la apuesta de la destrucción y la autodestrucción, convirtiéndose en la avanzada de la reacción.
Alfredo Astiz no es nombrado con nombre y apellido, pero de él, de alguien como él, de esa clase de monstruo, se trata. Alguien preparado para la tarea, la acción, la inteligencia, la infiltración. Alguien que quiere llegar al hueso del enemigo para desde ese lugar recóndito llevar adelante su tarea de topo asesino. Alguien que reflexiona, a la vista de los hechos, que “quizás ésa fue mi culpa: no haber sido realmente excepcional”. Hijo de varias generaciones de marinos y sobre todo descendiente de una especie que parece llevar el gen de la catástrofe, porque todo el tiempo está esperando la fisura para entrar a sangre y fuego, el llamado para largar la cruzada. Pero, según cree este oficial de la Marina, algo falló en la sucesión de la historia. Llegaron tarde a librar una batalla heroica en plena Guerra Fría. “Había una saña que, pienso ahora, tal vez nacía de la humillación, la humillación de ese destino pequeño que nos cupo –fingir que librábamos la última batalla de la guerra mundial que no habíamos peleado en Europa.”
No carecen de originalidad, ni de poder de provocación, las tesis de la historia y la “filosofía política” del marino. Como cuando señala que en el enfrentamiento entre “azules” y “colorados”, los hombres de mar “habíamos aceptado que nos llamaran colorados, como al bando enemigo en los juegos de guerra. Ese era el fondo del asunto, lo sé ahora: ya nos considerábamos enemigos del país real”.
Hay una impotencia de base en la sucesión de asonadas y golpes militares que drenan toda su furia y antipatía en el Proceso, y de esa impotencia de base, de esa imposibilidad de lograr una dictadura popular o al menos con consenso, trata también Padres de la Patria. Es quizá, su tema más acuciante al momento de darle voz al vencedor: explicar los hechos desde adentro, desde la lógica de la corporación militar, desde su núcleo de poder más profundo y kafkiano, desde sus intentos torpes y ciclópeos por hacer política para finalmente llegar a la conclusión lógica de que sólo la represión más feroz podía sellar el pacto de sangre y silencio entre tantos intereses diferentes y contrapuestos de las fuerzas, los generales y los subordinados.
Padres de la Patria, queda dicho, no es el relato de un marginal o un periférico de la historia, ni de un sector social o minoría postergada, no es esa clase de Otro, pero sí es el relato de un “menor”: porque es hijo, porque finalmente es secundario, hasta colateral. Porque llegó tarde y (confesión de partes) no fue lo suficientemente excepcional. Porque cumplió órdenes aberrantes, convencido pero subalterno al fin. Pero puede arriesgarse la hipótesis de que éste es también el relato de un menor porque la dictadura del Proceso no puede plasmarse en una “novela de dictadores”, porque a esta modalidad de la literatura latinoamericana le fue y es esquiva la literatura argentina. Quizá porque no hay dictador, ni tirano ni caudillo, ni carisma, ni color local que sobresalga en una estructura de poder hermética y oscura, asfixiante y cerrada sobre sí misma, porque no hay más que la historia de una planicie sin grandes salientes autonominada El Proceso; una dictadura blindada y ciega. La novela de la dictadura argentina es siempre el relato de una Máquina que se come a sus personajes, la historia de un campo de concentración infinito y abismal, pura borradura. Probablemente el Padre, el monstruo excepcional digno de la teratología haya sido el Almirante de esa armada, el que aspiró a dirigir las masas que tanto tiempo habían combatido.
El relato de Padres de la Patria es un desvío de esa novela del monstruo mayor que aparece merodeado en una novela de Marta Lynch (Informe bajo llave) o asediado en Almirante Cero, la biografía de Claudio Uriarte. Padres de la Patria, por lo demás, establece un diálogo oblicuo y novedoso con la literatura argentina que trató tópicamente la “historia argentina”; desde Rodrigo Fresán (recordar que en Esperanto, Astiz era asesinado en una discoteca) a Andrés Rivera, al fijar una voz que parece hablarse a sí misma, pero que también narra hechos concretos, desplegando la entrada en acción que los comandos esperan para demostrar, en definitiva, que son superiores al enemigo. La novela de Pasquini abreva en la historia y no esquiva el núcleo más rancio de lo militar: el roce entre aristocracia, superioridad de clase y refinamiento tortuoso que caracterizó a la Marina en la política del siglo XX.
Sin remilgos ni apelaciones sobrecargadas a la memoria, conocer parece ser en verdad el objetivo de esta novela más perturbadora en su brevedad que en el ambicioso, hipotético fresco de un caudaloso monólogo lleno de intenciones totalizantes. Indaga en el narcisismo del monstruo, y si bien no faltará quien considere que así se lo “humaniza” como se decía de La caída respecto de Adolf Hitler, el ejercicio indagatorio bien vale la pena, y la lectura es absorbente. Y a no engañarse: el oficial de la Marina quiso ser un monstruo deshumanizado, un hijo que vendría a enderezar la patria torcida para convertirse en el mejor de sus hombres, el vencedor, sólo que por distintos motivos –alucinados y realistas que se entremezclan en la novela– no lo logró.
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