Domingo, 21 de octubre de 2012 | Hoy
Cuando la Presidenta lo nombró por cadena nacional, el libro de Diego Valenzuela y Mercedes Sanguineti ya había llamado la atención, pero la mención hizo que de inmediato le agregaran una faja de candente actualidad y que las ventas lo empujaran a las listas de best sellers. No es para menos: Sarmiento periodista toca un nervio del presente a pesar de transcurrir en el siglo XIX, cuando los presidentes fundaban diarios y Sarmiento mismo no esquivaba la veta militante de la prensa. Riguroso y ameno, este libro recupera una faceta del prócer que no es de las más recordadas, pero sí de las más sensibles.
Por Natali Schejtman
Un nuevo libro describe otro aspecto de una figura todavía compleja, interesante y productiva: Domingo Faustino Sarmiento, el alumno ejemplar sin título oficial, el estadista brillante con tendencia al melodrama, el civilizado progresista con planteos sanguinarios. Ahora es el turno del periodismo, un terreno donde plasmó su ímpetu vanguardista y también conservador, siempre atravesado por el viento de un hombre fuera de serie. A ese aspecto se dedican con precisión y poder de síntesis Diego Valenzuela y Mercedes Sanguineti en Sarmiento periodista, si bien, como suele suceder, hablar de una faceta de Sarmiento (y de otros escritores de esa época) es hablar de todas.
Trazando ese hilo pueden dibujar un personaje que consideró a la prensa como el vehículo natural de las ideas más acaloradas y menos “objetivas”. Sarmiento se movió con una concepción facciosa de la prensa y vertió sus artículos en los diarios siendo opositor y presidente, con todo lo que eso suscitaba en sus enemigos. Es más, Alberdi, algo así como su antagonista interno, lo hacía beber de su propia medicina cuando lo llamaba “Facundo de la prensa”, mostrando el uso que hacía de la escritura periodística. La pluma “urgente” –que contaba también con ser leída en el momento– homologaba muchos de sus textos más literarios (híbridos, desde ya) con los más eminentemente periodísticos. Esa escritura convergente –pedagógica, violenta, política, comunicadora– fue su principal fortaleza. Cuando su amigo Alsina le mandó correcciones para su Facundo, que tenía unas cuantas imprecisiones y exageraciones, Sarmiento decidió no incluirlas porque el libro era una inspiración del momento “con propósitos de acción inmediata y militante”, y evidentemente quiso que fuera leído así, con esa vehemencia inexacta, por los siglos de los siglos.
Como no podía ser de otro modo, Sarmiento se dedicó, a su vez, a pensar algo tan actual como “los medios”, además de utilizarlos. En 1841, antes de ocupar la presidencia, bregaba por la libertad de imprenta y la necesidad de hacer circular ideas: “Por el diarismo –asegura Sarmiento– los pueblos mandan, la opinión se forma y los gobiernos la siguen, mal de su agrado”, citan los autores. Diez años más tarde, también en tren de una defensa aunque más ambivalente, dice: “Haya libertad para todos y déjese a la prensa, esa reina o ramera, según quién le inspira, entregarse a sus propios instintos”. Con menos de 30 años, había fundado en San Juan su primer diario, El Zonda, y muy pronto padeció la incomodidad que despertaba en el gobernador, que para hundir a estos jóvenes inquietos les multiplicó el precio de la impresión.
Sarmiento periodista, además de un intenso trabajo bibliográfico sobre su protagonista, reconstruye aspectos definitorios de la excepcional prensa del siglo XIX. El Zonda, por ejemplo, informaba con obsesión a sus lectores de sus finanzas agonizantes, acaso en una especie de transferencia del sentido público que la comunicación sarmientina perseguía.
Cuando asumió como presidente, se vinculó con la prensa de una manera tirante, funcional y algo nostálgica. Así como trataba de prensa criminal a los diarios de Mitre (devenido enemigo), se “desesperaba” por “no tener quién se encargue aquí de la prensa. Hay quienes razonan y defienden, falta quien escriba y domine”, decía. Además, él solía escribir con seudónimo desde sus diarios afines, cosa que era sumamente criticada por La Nación.
Valenzuela y Sanguineti logran plasmar en su investigación la cualidad polemista del Sarmiento periodista. Eso no tenía que ver solamente con sus ataques a Rosas, sino que también podían deambular por la sección colorida de usos y costumbres y la experimentación con las formas periodísticas (de la que, como demuestra de alguna manera el Facundo, fue un innovador). Como hombre de un tiempo de gestaciones, se peleó en las páginas chilenas con Andrés Bello, que desaprobaba el uso y la aceptación de palabras populares que había publicado El Mercurio. Sarmiento apoyaba el pragmatismo de usar este tipo de vocablos (“la soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma”) y remató la diatriba con un texto remixado con frases de Mariano José de Larra, escritor admirado tanto por él como por sus detractores, para mostrar las coincidencias que los unían respecto de este tema.
Todas estas caras están abordadas en un trabajo riguroso, ágil y carente de lugares comunes frente a una figura de la que todavía hoy se puede seguir escribiendo. Además, sorprenden con verdaderos hallazgos. Por ejemplo, la ilustración satírica que la publicación El Mosquito sacó sobre uno de sus blancos favoritos, también llamado “Don yo”. En ella, Sarmiento aparece con una cartera que lleva el título de “sueldos”, unas charreteras caídas y dos paraguas para protegerse del agua: uno se llama El Nacional y el otro Tribuna, sus diarios simpatizantes. Los chorros de agua caen desde unas gárgolas que llevan el nombre y las caras de El Mosquito y El Pueblo Argentino, dos publicaciones contrarias. Sarmiento, como demuestra este libro, supo estar de los dos lados de la tormenta.
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