En Piedra en Flor, Fernando Noy logró plasmar de forma más directa una visión poética del mundo. Aquí explica cómo llega a escribir un libro y considera que quiere avanzar hacia la luminosidad, para que, en el camino de Marosa Di Giorgio, la palabra sea un arma milagrosa.
› Por Mercedes Halfon
Más que un artista inclasificable, Fernando Noy es un poeta. Y lo es en un sentido tan real como atávico: no sólo atravesó los últimos treinta años del campo cultural latinoamericano –de las tertulias de Alejandra Pizarnik y Olga Orozco, al Brasil de Gal Costa y Caetano Veloso, para aterrizar en el under de los ochenta en Buenos Aires– sino que lo hizo con el traje de una estética propia y a la vez maleable, que en ese trajinar absorbió influencias que dieron por resultado ese sincretismo tan extraño que se percibe en sus poemas. Noy publicó recientemente Piedra en Flor, libro que permite acercarse a su forma de ver y escribir quizá de un modo más directo que en libros anteriores.
¿De dónde vienen estos poemas, son todos escritos en el mismo tiempo?
–En realidad, los poemas se fueron reuniendo a sí mismos. Tengo una inmensidad de poemas inéditos, éstas fueron tres etapas que después conformaron las tres partes del libro. El poeta no escribe para un libro, escribe y después ve si editar coincide con el peso de esa voz. Cuando íntimamente los poemas lo logran convencer de ser otorgados, se hace la ofrenda. Casi todos mis poemas nacen sin título, como embalados del silencio que es su sangre. Después, durante el transitar secreto bajan sus nombres. Piedra en Flor es una piedra que florece, el cogollo, no el faso contaminado. También la piedra que fue tirada y floreció.
¿Cuál es el territorio de tu poesía hoy?
–Mi poesía es pura perdición, pero una perdición que canta, que expresa. Jamás me siento a escribir un poema, es el poema el que me detiene, escribo caminando, sin darme cuenta. Hay un tono cotidiano y anormal y ahí me doy cuenta de que lo que me pasa es que estoy celebrando el nacimiento de algo.
¿Seguís creyendo en la inspiración?
–No soy un inspirado, soy un poseído, no me puedo escapar si no lo imprimo, si no lo escribo en el cuadernito Gloria que me lleva y no yo a él. Es como azote sagrado, como un golpe y en la emoción hay una luz que es diferente. Yo siempre hablo de lo luminoso, porque ya está todo ganado por lo trágico. Intento ir hacia lo más difícil, al éxtasis de la alegría y la simple felicidad.
La poesía volvió a recitarse. ¿Qué pensás? El poema “Pánico escénico” habla de un temor a leer en público que resulta inesperado viniendo de vos.
–La fobia que tengo es de leer mis propios poemas. Mi certeza es leer los poemas que me han poseído. Mi poesía no busca poseer por lo oral, sino lo escrito. Es como si yo fuera una geisha de Mishima, pero a la vez me hago mi harakiri aparte. Esto es mi lucha personal, cómo expresar emociones. Cuando leo a las poetas, generalmente mujeres, por ejemplo en los espectáculos musicales que hacemos con mi querida amiga Rita Cortese, siempre pido que no aplaudan, para no cortar ese ceremonial. Quiero iluminar un poco más la realidad y no contribuir con ese blues tan oscuro, quisiera que mi poesía fuera un arma milagrosa, si lograra eso, si lograra lo que sentía Marosa Di Giorgio, con esa seguridad, sería feliz. Quizá por eso no leo mis poemas, quizá no me considero tan genial poeta sino un payador.
A la vez, tu decir, tu oralidad siempre fue bastante poética.
–A veces trato de parecer humano y adhiero a un lenguaje que incluye el “che”, “boludo”, “loco”, aunque lo que se dice dentro de mí es de otro modo. El fabuloso Juan Villoro una vez asistió a un reportaje que daba junto a la bailarina Cristina Prates, de Rosario, durante un homenaje a Fontanarrosa y después se asombraba de esa manera mía de urdir, cambiar de tema, conjurar, volver al principio. Es asombroso, me decía. En mi vida jamás dije que soy poeta, pero mucha gente se ha dado cuenta. Pedro Lemebel me retó: “No hables más, escribe todo eso”.
¿Leés poesía contemporánea de nuestro país? ¿Cómo ves el panorama?
–Veo mucha poesía transgénica. La poesía transgénica es ese lugar de entomólogo, como si fueran doctores de luminosidad. Usar yeites, cosas fáciles, montajes, canturreos sin sentido que delatan una impostura. Escribí un poema, “Ultimátum”, en contra de los poetas que no son tales. La poesía está siendo usada como la palabra glamour. Hay mucha producción en vano, mucho árbol talado sin ganar algo nuevo. Nada me parece más doloroso que eso, porque así se detiene la poesía. Lo que no sirve no queda, pero entorpece. Está pasando mucho, más que nada. No es que quiera delatarlos, pero que no se me acerquen.
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