Domingo, 11 de noviembre de 2012 | Hoy
El mundo de la vejez y la enfermedad entendidas como formas de la incomunicación, ocupa gran parte de la nueva novela de Federico Jeanmaire, aunque no se trate de algo que no haya transitado en libros anteriores. De hecho, Las madres no les decimos esas cosas a las hijas cierra una trilogía junto a Más liviano que el aire y Fernández mata a Fernández. En esta entrevista, Jeanmaire explica cómo transitar los dos o tres temas que, según cree, le interesan en definitiva a un escritor.
Por Juan Pablo Bertazza
Un joven va a comprar un atado de cigarrillos. El quiosquero se lo da pero el joven duda y, enseguida, se lo devuelve. ¿No tiene otro? Me da impresión la fotito del bebé destrozado. El quiosquero saca cuatro o cinco motivos llenos de cáncer, enfisemas, impotencia sexual, amputación y asfixia, y le pregunta: ¿cuál te gusta? Basada en hechos reales, la anécdota podría figurar en Las madres no les decimos esas cosas a las hijas, la última novela de Federico Jeanmaire, quien, luego de prender su cigarrillo, asevera: “A mí también me parecen invasivas y horribles esas imágenes, pero mirá lo que es la sabiduría del cuerpo: como casi no veo nada y necesito anteojos, de alguna forma se me pasan desapercibidas”. Aunque ya había explorado el mundo de la vejez, sin ir más lejos en su exitosa Más liviano que el aire, nunca antes Jeanmaire se había interesado tanto en la enfermedad.
Hay algo muy teatral en la ausencia de narrador de esta novela, tal como sucedía también en Más liviano que el aire que tuvo una adaptación teatral.
–Sí, de hecho, tiene que ver con Más liviano que el aire y Fernández mata a Fernández. Escribo en trilogías, no lo hago adrede, se va dando así, como si el entusiasmo sólo llegara a tres. Me pareció que la ausencia de narrador decía algo sobre la cultura argentina, sobre cómo estamos viviendo después del 2001. La existencia de un narrador implica algún tipo de jerarquía y poder. Me encanta la anarquía y creo que es sustancial de nuestra cultura hacer lo que uno quiere en cualquier momento, y eso está en todos lados: en el gaucho, en Martín Fierro, en Juan Moreira. Además está la cuestión literaria de que, a mi modo de entender, la novela nace a partir del teatro. No sólo por La Celestina como protonovela sino también por el Quijote, el teatro es el saber que está detrás del nacimiento de la novela.
Es una trilogía a nivel formal, aunque no tanto en lo que respecta al contenido.
–Es cierto, igual los temas son siempre los mismos. De joven, cuando uno empieza a escribir, supone que le interesan muchos temas pero, al pasar los años, te das cuenta de que los temas son dos o tres. La vejez es una de las cosas que me interesan, la vejez en tanto una de las formas que toma la incomunicación, la soledad y lo absurdo de la vida. No sabemos nada de la muerte, es el gran misterio, pero tampoco sabemos nada de la vida.
A su vez, esa idea de la vejez parece dar cuenta de un mundo obsoleto, como si la misma noción de vejez fuera envejeciendo.
–Tratar con personajes de esa edad implica ingresar a otro mundo, es la última gente que articuló su vida alrededor de una mujer que manejaba la casa, y una familia que ya no existe más. Hubo un quiebre tan grande en los últimos cuarenta años que no nos damos cuenta de que ese mundo tiene muy poco que ver con el nuestro. Cuando se muere una persona de una pareja de esa edad, al otro se le quiebra la vida, y yo pienso que lo único similar que podría pasarme a mí es la pérdida de mi hijo, nunca de mi pareja. Eso es un cambio increíble en el ser humano.
¿Tuviste alguna experiencia cercana o parecida a lo que contás en la novela?
–No, soy un tipo común y vital. Mi novela Papá es autobiográfica, es sobre la muerte de mi viejo. Todavía me acuerdo del día que le tuve que decir que tenía cáncer, porque fui a buscar los análisis, y también que le tenían que hacer un ano contra-natura. Se puso como loco porque pensaba que con eso no iba a poder coger más, tenía 68 años. Los médicos le dijeron que no tenía nada que ver, lo convencí y se operó. Bueno, lo único que me pasó en lo personal fue cuando después muere mi viejo, hace once años, y mi vieja se puso muy mal. Recuerdo una charla en la que me dijo para qué vivir, y yo sentí la típica posición de quien tiene que convencer al otro de que sí vale la pena: estoy yo, está mi hijo, hay un montón de gente.
¿Cómo imaginás tu vejez?
–Tengo 55 años y tuve una vida a nivel salud muy buena. Jamás iba al médico ni me hacía análisis. Pero, a fines del año pasado, empecé a tener problemas para dormir. Me descubrieron un cálculo que ocupaba toda la vesícula. Hace unos meses me operaron y, al mes, tuve fiebre durante diez días sin ningún otro síntoma. Me hicieron más análisis y descubrieron un virus pero no sabían cuál, me dijeron que podía ser desde una caries hasta un cáncer. Entonces me tuve que hacer de todo. La posibilidad de un cáncer cambia algunas cuestiones y mi próxima novela, Decepciones, va a ser sobre eso. Yo nunca pensé en la muerte como un problema, pero sí me impresiona la diferente calidad de vida que podés tener. Una vez mi hijo me preguntó ¿por qué quieren que nos muramos sanos? Uno es el que decide los límites del disfrute y la ayuda o no del avance tecnológico en medicina. Está muy bueno que hayan votado la ley de muerte digna. Quiero decir, ahora comprendo mucho más a mi viejo.
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