Domingo, 9 de marzo de 2003 | Hoy
La eterna juventud
Por Luis Chitarroni
La brevedad de El frasquito,
su fragilidad y su condición de noticia esporádica parecen exigir
prólogos y otras garantías cada vez que se reedita. Cuando lo
leí por primera vez, treinta años más jóvenes ambos,
fue su juventud la que me asombró. La juventud del libro, su candor e
irreverencia inimitables que nada tienen que ver con la precocidad.
Treinta años después, después de releerlo, el efecto es
el mismo. El frasquito parece el libro central de una estética gombrociana
para la cual la inmadurez lo es todo.
Cualquier libro resulta más literario y elaborado que El frasquito, cualquier
escritura resulta más avezada.
Hay en El frasquito, tanto en la historia que se cuenta como en el contenido
al que se refiere donde se cifra la literalidad generacional de una vanguardia
una peripecia de omisión. Para no exagerar, para no hablar de técnica,
vamos a considerarlo un solecismo más. Lo atribuiremos a las exigencias
de la época: una avidez o una codicia que no disimula su insaciabilidad
y que anuncia ya su insatisfacción. Por lo demás, las insignias
puestas a valer en el texto son también insaciables e insatisfactorias.
Anticuadas, anacrónicas. Estamos hablando de una época que había
exaltado hasta la crispación el valor de la juventud. Y que había
hecho caso omiso a que la estética de esos años y la mística
inherente pudieran ser afectadas por el menos justiciero de los efectos: el
fracaso. Pero tardaríamos una década en explicar esto a los narradores
jóvenes, que tienen la edad del libro y de mi nostalgia. Qué digo,
mucho menos. No vale la pena el suspiro en la página: la economía
apremia, la erudición engaña, y es sordo el mar.
Pero para quienes quieran prestar atención a los ruidos que oír
se dejan en El frasquito, baste redundar que se trata del vocabulario sentimental
y canalla del tango reducido por una audición restrictiva y ensordecedora
de la clase media. El oído educado lo oye mal; el estilo no es ensordecedor.
Porque El frasquito tampoco es sólo el libro del hijo: es la versión
eterna del hijo. Y esa moral escarnecida y escarnecedora no se mece en un tranquilo
tribunal de sabiduría. No, no es el hijo un padre para el hombre. La
calma aparente del aserto a la solicitud puede sustentarse en el salvajismo
o la locura de las palabras, como detecta Gerard Manley Hopkins en su triolet
burlón dedicado al verso de Wordsworth. La versión del hijo fue
convocada por la violencia del lenguaje contra las violencias impuestas por
los tres tiempos verbales de la pasión en la Tierra: la precedencia,
la comparecencia y la procesión.
Por eso este libro mínimo conserva intacto su furor antirreligioso sin
ceder un ápice al racionalismo ni a la sensatez. Su revuelta tiene el
sabor arcaico de una efusión pero no el justificativo de la espontaneidad.
Es en esa espiral donde el elenco casi exclusivo de palabras el pequeño
idioma encuentra el ámbito perfecto de expansión, donde
el léxico avaro de los dolores y las humillaciones prestados encuentra
su exclusiva falta de referencia.
Cierto, sí, la época lo proporcionaba también, sabemos
que sabemos: el eco de falta de reconocimiento de esas voces empobrecidas, huérfanas
de la suficiencia homogeneizada de los discursos militantes. La época
en lo que tiene de contorno empobrecedor y elíptico la época
para nosotros, que asistíamos a esa escuela, la época en
la medida en que El frasquito establece en ella también su contrapartida
épica: su incomprensión de la complicidad, su fervor indiviso
de causa constante. Admitida la ficción legal del padre, no cambia la
condición de hijo, y ésta se representa ante la ausencia emisora
de tanta traición. Cambian los escondites que propician su denigración
o exaltación convencional.
Hoy, cuando la época es apenas lo que la imagen y el diseño suponen,
El frasquito nos transporta a su emergencia recóndita, desordenada, puramente
verbal. La década del setenta no pareció la más adecuada
ni la más hospitalaria de las que el siglo pasado inauguró ante
nosotros. Pero, como siempre, esas cosas dependen de la edad. Quienes habían
nacido con el siglo alcanzaban su declinación. Comenzaba el lento derrumbe,
la senectud. A los sesenta y cuatro años, W. H. Auden escribió
que 1969 no era el planeta que él llamaría de su propiedad. En
Auden se trataba casi de una despedida, pero podía restarle a la depreciación
el sesgo prematuro con la honradez afianzada de su sabiduría y su cinismo.
La década del setenta precipitó muchos acontecimientos que El
frasquito, en su condición de testigo, no prefigura ni promete, hecho
que tampoco lo convierte en un souvenir más de la época. Por suerte
no es el carácter profético ni enfático de las historias
del siglo XX el que nos permite releerlas; la tranquilidad de la resurrección
reside en esta lenta o lerda manifestación de singularidad que El frasquito
conserva sin mácula.
Márgenes
Por Claudio Zeiger
En el primer prólogo
de la era democrática (1984) a El frasquito, Luis Gusmán contó
cómo fue prohibido mediante un decreto municipal de 1977 por inmoral.
La prohibición había comenzado a gestarse unos días antes
en la librería que él mismo atendía en la calle Corrientes.
Allí, una tarde, había entrado Cecilia Absatz para obsequiarle
un ejemplar de su libro Feiguele. Caballeresco, Gusmán le retribuyó
con un ejemplar de Brillos, que acababa de salir, y ella, tras agradecerle,
le dijo que estaba muy interesada en El frasquito, libro aún no prohibido
pero que usando términos de la época ya había
pasado a la clandestinidad. Cuando Gusmán estaba por darle un ejemplar
que desde luego no tenía a la vista, apareció súbitamente
una mujer que, mezclada entre los clientes y carnet en mano, dijo ser miembro
del comité de moralidad de la Municipalidad, y esgrimiendo esa autoridad,
exigió que le fuera entregado el ejemplar. De todos los avatares desopilantes
que cuenta Gusmán, a mí el que más gracia me causa es que
frente a cualquier pregunta que le hacía a la señora de moralidad,
ella respondía: Pregúntele a Medina. Enrique Medina,
por entonces, era algo así como un sinónimo de prohibido.
Hay que hacer una aclaración. Tanto para la moral media de la época
como para la moralina del Proceso, El frasquito efectivamente era un libro inmoral;
para ellos era inmoral lo que el propio autor visualizaba como su estilo de
entonces: una puntuación jadeante, una sintaxis violentada, un
peso exacto de las palabras. O, para decirlo con el peso exacto de sus
palabras, en El frasquito se pueden leer párrafos como éste: Se
desprende del correaje, saca la cuarenta y cinco y la coloca sobre la oveja
que tiene cerca, no se saca los pantalones sino que solamente abre la bragueta
y la saca para violar, ella baja el cierre de los pantalones blancos y se tira
en el pasto esperando ser violada por la mala leche policial.
A decir verdad, las aventuras de El frasquito con la censura moralmunicipal
de la dictadura es un capítulo de la historia de la literatura argentina
de la que participaron muchos otros libros y autores, y no es
probable que en eso se sostenga la persistencia de este texto, más allá
de que, por supuesto, le echa combustible al mito, algo que no tiene nada de
malo y que en todo caso confirma que los textos no son entes cerrados y autónomos,
y que los contextos modifican las lecturas.
La aventura de El frasquito había empezado antes, en el año clave
de 1973. Probablemente (aunque eso nadie podía saberlo entonces), cualquier
acontecimiento que haya tenido lugar en ese año estaría destinado
a perdurar, dejar marcas, producir efectos múltiples. El frasquito es
texto de la tensa primavera que más que en verano iba a pegar la vuelta
y convertirse en invierno. Texto de una vanguardia que en todo caso debía
pensarse más en relación con la política que con la estética
y que, por eso, cuenta Gusmán, a Oscar Masotta le había llamado
poderosamente la atención no encontrar en el libro nada reivindicatorio.
¿Qué reivindica El frasquito, si es que reivindica algo, treinta
años después? Unas cuantas respuestas son posibles.
Se puede pensar que, como queda dicho, el propio Gusmán reivindica en
él un estilo, una manera de jadear, una manera de instalarse en el mundo.
O como caracteriza Luis Chitarroni, se reivindica un universo al que llama un
pequeño idioma, el modo como esos personajes menores, populares
y sórdidos, habitan un mundo aparte, afuera del mundo que hoy llamamos
global. Y también, algo que empezó a volverse más claro
en los últimos años, cómo El frasquito empieza a ser contraseña
de una literatura que, aunque un poco marginal y descentrada, termina siendo
parte de un centro alternativo, como un canon que no es el gran Canon pero tampoco
deja de ser un canon, con sus prestigios y laureles y batallas aparte. Lo de
un poco marginal y descentrada son palabras que Héctor Libertella
le aplica a Borges para explicar por qué esa marginalidad, ese vivir
en la periferia, termina indefectiblemente siendo centralmente argentino.
Lo cierto es que Libertella dice lo que dice en el prólogo de 11 relatos
argentinos del siglo XX (una antología alternativa) donde El frasquito
aparece (ahora convertido en relato o cuento largo,
lo que lleva a la pregunta: ¿qué era antes?) junto a textos de
Copi, Aira, María Moreno, Lamborghini, Pizarnik, entre otros (una gran
familia alternativa). Y en ese prólogo de 1997 Libertella también
se preguntaba si ese frasquito, en centímetros cúbicos, no será
la medida para el relato argentino que vendrá.
Pasaron unos años más y la cifra redonda habilita estas nuevas
reflexiones sobre los libros y sus contextos, y lo que el tiempo hace con los
libros que fueron marginales y hasta prohibidos y ahora, como se suele decir
del rock o el look, son alternativos. Tiene razón Gusmán
si sigue creyendo que su libro-fetiche sigue intacto en su estilo (precisamente,
en un autor que tanto ha cambiado su estilo en los últimos libros o,
mejor dicho, que ha pegado más de un giro literario), y sigue teniendo
razón en su moral empecinada la censora que le gritó a la cara
a Gusmán (cuando finalmente se enteró de que, además de
librero, era el autor de la porquería): Usted es un degenerado.
Sí, El frasquito es un libro des-generado, descentrado, un marginal,
un secreto a voces, un alternativo y un poco parte del canon, centralmente argentino.
Y para colmo todavía no se sabe si es una novela corta, un relato o un
cuento largo. Como sea, lo que sea, ese frasquito sigue aquí.
Cuero
caliente por Luis Gusman La policía
me pega por haber matado al mellizo, me pega con cinturones negros de
hebillas anchas y plateadas. Quieren que les cuente la historia del mellizo
muerto. Policías violadores con todo ese correaje sagrado, con
ese olor a cuero, quieren que cante, que declare cómo maté
al mellizo. Ahí está la madrecita mirandomé, mi padre,
el paraguayo, todos rodeandomé, me torturan y me gritan asesino.
Le sonrío al policía y le señalo al paraguayo con
el dedo y le digo él es el culpable por glotón. Pero me
ponen la luz en los ojos y me preguntan dónde escondí el
cuerpo del mellizo muerto, entonces les cuento lo que me contó
la abuela, de que está en la Chacarita, el último nicho
empezando a contar de la derecha, cerca de la tumba de Gardel, tan alto
que nunca alcancé a ponerle flores. |
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