Domingo, 10 de febrero de 2013 | Hoy
Fue ganadora del Booker Prize en 1972. El tiempo la volvería mítica y ejemplo de tensión máxima entre experimentalismo y politización de la novela, tensión que llegaría a su punto explosivo en el momento de la entrega del premio. G, de John Berger, marcó un hito en su tiempo, pero hoy su lectura puede llegar a mostrarla bajo una luz bastante diferente, ya que faltaba casi la mitad de la vida y la obra de este escritor, pintor y activista que no dejaría de sorprender con una austeridad y una precisión ejemplares a la hora de hacer y escribir sobre arte, literatura y lenguaje.
Por Ana Fornaro
“Tranquilo, tranquilo”, le susurró un integrante de los Panteras Negras en 1972 a John Berger mientras el escritor se enardecía. Estaba recibiendo el Booker Prize por su novela G, y con su cabeza enorme, rasgos toscos y mirada azul despotricaba contra el conglomerado de agronegocios Booker McConnell, el que le daba 5 mil libras de recompensa. Además –anunció–, la mitad de ese dinero lo destinaría a un libro sobre las personas explotadas por empresas como ésa, y la otra mitad iría para los Panteras Negras. Para demostrarlo subió al podio con uno de ellos. La empresa, el jurado y la prensa local quedaron ofendidísimos. No se esperaba que el autor de esa novela antinovelesca, donde resignifica a Don Juan en clave feminista y marxista, fuera coherente. Cuarenta años después, Berger no es más el “crítico radical” de entonces y esta obra no impacta –ni por su temática, ni por su estructura– como lo hizo en su momento. No obstante, su lectura sirve para entender las preocupaciones formales y filosóficas que han acompañado al escritor a lo largo de toda su vida.
La novela nace y muere a la par de su personaje sin nombre que ha generado interpretaciones variopintas: G por Giovanni, por Garibaldi, por punto G, y hay más. Hijo ilegítimo de un italiano rico y una aristócrata inglesa, G es fruto de la decadencia e hipocresía del Estado burgués en tiempos donde se respiraba revolución proletaria y expansión imperialista. A su vez, en esos años surgían los primeros movimientos nacionalistas que desembocaron en la Primera Guerra Mundial junto con el fin del socialismo utópico. El personaje es una suerte de Don Juan desencantado y desclasado. Su crianza y doble nacionalidad parece alejarlo de todos. El no es nadie, o es Europa entera. G no hace avanzar la historia, sino que es atravesado por la Historia. No le interesa estar del lado de los explotadores, ni de los explotados. No sabemos a qué se dedica –además de sus conquistas amorosas–, ni qué lo motiva. G, además de no tener nombre, pareciera no tener cabeza, es un perso-naje sin psicología. Es una idea. La idea que eligió Berger para retratar los “vicios y costumbres” de la sociedad europea de preguerra a través de un erotismo que pone al descubierto, entre otras cosas, la dominación del hombre sobre la mujer. No en vano le dedica la novela a su esposa de entonces y demás integrantes del movimiento de libe-ración femenina inglesa.
“Nacer mujer significaba nacer en un espacio asignado y limitado, que controlaba el hombre. La presencia de la mujer era la destilación de su ingenio para vivir bajo ese control en una constreñida celda. Amueblaba la celda, como si dijéramos, con su presencia, no para hacérsela más agradable, sino con la esperanza de convencer a otros de que entraran”, reflexiona el narrador de esta mezcla de novela y ensayo.
Los personajes femeninos se van transformando en iconos. Son importantes por lo que representan: el proletariado, la moral burguesa, el imperialismo y finalmente la lucha nacionalista. Cada amante de G es seducida y, al ser puesta en evidencia, es liberada. En ese sentido, el Don Juan de Berger no es el histérico Tenorio sino una especie de redentor. Sin embargo está más cerca de un personaje de la picaresca que de un héroe romántico. Su vida no avanza hacia un destino, sino que se va encadenando de acuerdo con las mujeres con las que se cruza. A su vez, las innumerables digresiones narrativas hacen que la idea de progreso –tan representativa de ese momento histórico y del género novelesco– sea dinamitada.
“No puedo continuar el relato de la experiencia que vivió el muchacho a los once años en Milán aquel 6 de mayo de 1898. Todo lo que escriba a partir de aquí o bien convergerá en un punto final o bien se dispersará de tal forma que se volverá incoherente. Detenerse en este punto, pese a todo lo que queda por decir, es admitir más verdad de la que sería posible si me empeñara en concluir el relato”, sentencia el narrador, a veces testigo, a veces especulador.
Si G sigue siendo considerada como LA novela de Berger –lo que es bastante discutible– es porque fue una novela de su tiempo situada en otro tiempo. Y eso la volvió atemporal. G es una muestra extremada de la preocupación del escritor por la relación entre arte, vida y política. Pero este triple juego es en realidad él mismo. O al menos así lo fue en pleno auge de las neovanguardias, donde las discusiones formalistas acerca de la prevalencia de la novela –género burgués– estaban a la orden del día. Si a esto se le suma la preocupación de Berger por el determinismo histórico, el feminismo y la liberación sexual de los ’70, el combo resulta explosivo. Y lo fue en su momento.
Cuando Berger recibió el premio tenía cuarenta y cuatro años, había dejado definitivamente Inglaterra hacía una década y estaba en el apogeo de su militancia política y visibilidad mediática. Ese mismo año había escrito y protagonizado Modos de ver, un programa muy benjaminiano (a Benjamin volverá una y otra vez) sobre arte que emitió la BBC, acompañado de un libro con el mismo nombre que se convirtió en best-seller y referencia obligada de los estudios estéticos.
Este pintor reconvertido en crítico y escritor había estado en el ejército británico durante la guerra, compartido lugar de trabajo con Henry Moore, escrito en prensa bajo la supervisión de George Orwell y padecido la censura anticomunista. De alguna forma, Berger estaba de vuelta. Pero todavía le quedaba media vida más de novelas, poemas, guiones y escritos inclasificables. Le quedaba, por ejemplo, De sus fatigas, la excepcional trilogía sobre la vida campesina europea. Le quedaba escribir sobre Picasso, cartearse con el subcomandante Marcos. No sabía que iba a instalarse hasta hoy en un pueblito olvidado de los Alpes franceses, escribiendo cuatro horas por día, trabajando la tierra y moviéndose en una moto. Ignoraba que todos esos pasos le darían aún más espesor a su literatura, simplificándola.
G, cuarenta años después de su primera publicación, es una mezcla de pólvora mojada y diamante en bruto; las metáforas son desbordadas; los recursos meta-literarios, excesivos. Pero es un libro importante y que vale la pena leer. Y no porque sea de John Berger –tautología con la que se lo vende en la actualidad– sino porque es donde aparecen visibles todas las costuras de una de las mejores escrituras de los últimas décadas.
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