Domingo, 10 de febrero de 2013 | Hoy
Aniversarios > Cuando mañana, 11 de febrero, se cumplan cincuenta años exactos del suicidio de Sylvia Plath, se podrá tomar real dimensión de una desproporción, ya que se estarán cumpliendo cincuenta años de la muerte de una persona que sólo vivió treinta. Pero también hay que decir que Plath, poeta confesional de enorme sensibilidad e inteligencia, trascendió la leyenda y el desgarramiento de ese final, con una obra sólida que además de su poesía incluyó la novela semiautobiográfica La campana de cristal, verdadero testimonio acerca de las contradicciones del mundo de los años cincuenta, signados por la Guerra Fría y el sueño americano, que le tocó habitar.
Por Mariana Dimopulos
Era el 11 de febrero, en un invierno especialmente crudo de Londres. Sylvia Plath dejó comida y agua en el cuarto de sus hijos, se tomó unas pastillas para dormir, encendió el gas del horno y metió la cabeza adentro. Había pasado algún tiempo de su vida imaginando muertes, y había dedicado una buena parte de su única novela, que acababa de publicar, a lo mismo. Pero en La campana de cristal, junto a la opción de ahogarse en el mar, de cortarse las venas y de colgarse del techo, no aparece la opción del gas del horno, como si secretamente se la hubiera reservado.
Hace ahora cincuenta años de esa muerte, la de una de las más famosas escritoras norteamericanas. Desde un principio, pero especialmente desde los años setenta, ese final desató las interpretaciones y las condenas más apasionadas de los críticos. El feminismo concentró gran parte de su artillería en la figura del poeta británico Ted Hughes, esposo de Plath desde 1956 y separado de ella por aquel entonces, desde hacía sólo unos meses. Había entrado en un affaire con una mujer conocida de ambos, que años después siguió el mismo camino de su predecesora, y se mató de la misma manera.
Una vez separados, Plath se mudó sola a un departamento en Londres y pasó sus últimos meses escribiendo su mejor libro de poemas: Ariel. Tenía sinusitis crónica, dos hijos muy chicos a su cargo, problemas financieros, y la vieja amenaza de la locura, que había denominado casi científicamente La campana de cristal. En inglés, bell jar es también un elemento transparente que aísla y en los laboratorios sirve para generar vacío.
Desde entonces, esa única novela de Plath, donde se describe la vida de una joven de diecinueve años en la sociedad del esplendor norteamericano de los ’50, ha sido causa de admiración de muchos lectores, sobre todo mujeres. Es una suerte de novela de aprendizaje invertida, como se escribieron durante todo el siglo diecinueve para los jóvenes emprendedores, románticos y victorianos de Europa, pero fallida y amarga como ninguna. Todo lo trágico del relato de una primera persona que va entrando en la locura, es atendida por médicos inútiles, es internada y sometida a los temidos electroshocks después de intentar suicidarse, viene teñido de un sarcasmo y una notable crítica social. Ahora, cincuenta años después de su publicación, esto se hace tan visible como la detallada construcción del sufrimiento mental de la protagonista.
Es el auge de la Guerra Fría, la caza de brujas de comunistas durante el macarthismo está en plena vigencia. La referencia aparece en la primera línea del libro, aunque después tendamos a olvidarla: “Fue el verano en que electrocutaron a los Rosenberg”. Ante esa indicación lo primero que se piensa es en los electroshocks a los que será sometida ella doscientas páginas después. Pero hay más señales: en la sala de espera de un médico, el presidente Eisenhower la mirará desde la tapa de una revista, “calvo y vacante como la cara de un feto en una botella”. Con ese fondo por detrás, y Nueva York como primer escenario, las mujeres jóvenes de La campana de cristal deben ser educadas, deben ir a la universidad, tener perfectos vestidos y peinados y conseguir un marido para dedicarse más tarde a los hijos y la casa. Todo debe hacerse con gran abnegación. El sexo flota por encima de sus cabezas como una amenaza y una promesa. Hay que deshacerse de alguna forma de la virginidad.
A todas estas labores se enfrenta la protagonista, Esther Greenwood. En este caso, que estén narradas en primera persona no es una mera técnica de acercamiento. La campana de cristal es un libro confesional, y muchas cosas coinciden puntualmente con la vida de la autora: la invitación a Nueva York por una beca en una revista de moda, el regreso al pueblo, la depresión profunda, el intento de suicidio tan meditado, el avance de la locura, las curas temidas y luego superadas en el hospital. Se trata de una novela en clave, la mayor parte de los personajes son retratos de gente que Plath conocía muy bien. Es por eso que aquella primera edición, salida un mes antes de su muerte, había aparecido en Inglaterra con el seudónimo de Victoria Lucas.
Hasta hoy, en el mundo de la crítica anglosajona y de sus allegados se sigue discutiendo sobre el complejo legado de Plath. Hughes fue acusado de editar demasiado severamente sus poemas póstumos, y mucho más sus diarios personales. Todavía se cree que publicar esa única novela, tan autobiográfica, con el nombre verdadero de la autora, fue un simple cálculo económico, porque La campana de cristal se había vendido muy bien desde 1963, y con los años cada vez se vendía más. Al enterarse, en 1970, de que finalmente saldría en Estados Unidos, su madre escribió una carta a la editorial tachándolo como un libro de “la más vil ingratitud”.
Todo parece quedar irremediablemente intrincado: la novela, la vida de Plath y la muerte por suicidio, una especie de tarea pendiente que tenía desde los diecinueve y que a los treinta finalmente cumplió. En esto tuvo algunas antecesoras y varias sucesoras, como si el siglo veinte, para las escritoras mujeres, hubiera sido un desafío especial que no hubiesen conocido ni Charlotte Brontë, ni George Sand, ni George Elliot. “Hoy –dice la autora austríaca Ingeborg Bachmann– es una palabra que sólo pueden usar los suicidas, para todos los demás no tiene ningún sentido, es el nombre de un día cualquiera.”
La hermana de Ted Hughes, heredera literaria de ambos, retrataba hace muy poco a Plath como una mujer sufriente, pero “despiadada y un poco loca”. Del lado norteamericano, desde un primer momento fue tenida por mártir, y se convirtió en un icono. Acaba de salir una última de las tantas biografías, con nuevas entrevistas entre sus conocidos, nuevas cartas desenterradas, llena de interpretaciones sobre quién fue ella, cómo fueron sus últimos días, si la nota que dejó indica o no indica que esperaba que la salvasen.
Entre todos esos retratos queda a veces olvidada la absoluta irreverencia de Sylvia Plath, de su prosa y su poesía. En una de las últimas cartas a su madre dice estar escribiendo los mejores poemas de su vida. No se equivocaba. En “Años” define las estrellas como un “confeti estúpido y radiante”. En “Lady Lazarus” la piel de ese yo que tiene tantas vidas como los gatos es “luminosa como la pantalla de una lámpara nazi”. Bajo el auspicio de esta irreverencia, y con la certeza de esos poemas, el final del gas y del horno se vuelve menos trágico, una especie de acto de insolencia.
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