“A cierta hora aparece un ciervo que se me queda mirando de una manera brutal como no me miró nadie nunca.” Esta escena vectora en la primera novela de Ariana Harwicz, Matate, amor , podría resumir los mundos que se contradicen en el interior de la protagonista: lo animal y lo humano. Así como en la escena de la película The Queen la mirada del ciervo devuelve la humanidad a la protagonista (o al menos lo intenta), en la novela de Harwicz se invierte la mirada y pone en contradicción su humanidad, que lucha por sostenerse en el imperio de las razones, el imperio de los normales. ¿Qué siente esa mujer que vive una vida normal con su marido y su hijo? Desesperación. Como si la desesperación y la mirada del ciervo repararan el castigo mitológico de Artemisa cuando convierte a Acteón en ciervo.

Para la protagonista lo “normal”, como amenaza constante, socava sus días. Las acciones impulsivas que se apoderan de ella. Sólo se calman cuando sale al bosque que está junto a su casa. Y entonces es una con el cuerpo desnudo en la tierra y los pastizales.

Su maternidad, esa instancia en la que la mujer se transforma en mamífero, se vuelve pura animalidad, extrañeza de sí misma, pero a la vez la devuelve al mundo que la convoca ¿la locura? “No tengo el perfil ni me da la historia trágica para zafar con eso de ‘actuó bajo emoción violenta’. No me violó mi abuelo ni mi tío, yo infancia tuve, pero la olvidé. No recuerdo nada anterior a ayer cuando me tomé el buque. Los expertos van a tener que trabajar conmigo. Soy fruto de una familia normal. Demasiado normal. El abogado de la competencia se refriega las manos. Una familia normal es lo más siniestro. Mentira. O no hay nada más siniestro que ser el fruto de una familia normal. Los demonios son de mamita, yo los crié, los alimenté, los engordé.”

Como Sylvia Plath, de quien esta novela se hace eco, así narra esta nueva autora, sorprendiéndonos con una respiración vertiginosa hasta el final.