Domingo, 3 de marzo de 2013 | Hoy
Con dos estilos diferentes, pero con un mismo afán de recorrer la historia reciente de la Argentina con las herramientas de toda una vida, José Pablo Feinmann y Horacio González –los dos intelectuales de la revista Envido, que transitaron en paralelo el alejamiento del marxismo, el acercamiento al tercer peronismo de la JP y el largo desencanto democrático hasta la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia– se sentaron durante largas charlas moderadas por el periodista Héctor Pavón a mirar atrás con “la voluntad de pensarlo todo”. Historia y pasión reúnen esas conversaciones en las que atraviesan –con ideas, recuerdos, experiencias– el último medio siglo argentino para terminar convergiendo en una moderación trágica, melancólica y activa a la vez.
Por Gabriel D. Lerman
Si se buscaran dos figuras literarias con las cuales pensar sus estilos, sus inflexiones, a uno le tocaría Kafka y al otro Macedonio. Pero no sólo por el aparente dramatismo personal de uno y la capacidad de juego en el lenguaje del otro, sino por una cadena de sentido versátil, heterodoxa, que esas figuras permiten desplegar. Feinmann sería El Proceso de Kafka llevada al cine por Orson Welles. Sería, Feinmann, Anthony Perkins, ante el mecanismo irremediable del sistema. González, por el contrario, es el parroquiano de la mesa de bar que une la tertulia literaria martinfierrista con el existencialismo sartreano de Contorno y luego, de inmediato, el peronismo de principios los setenta. En esto último se tocan, se parecen. Es, quizás, el único acontecimiento que atornilla sus vidas sin complacencias. De hecho, el peronismo de González y Feinmann es un acontecimiento primero vital y luego cultural, en el sentido de convertirse ellos, para nosotros, los que tenemos algunos años menos, en intérpretes de aquel tercer peronismo, el peronismo de la victoria, el peronismo de la JP. Son albañiles de un legado frágil, perdido en la memoria.
La Facultad de Filosofía y Letras de Viamonte 430 en los sesenta, las cátedras nacionales durante Onganía, la revista Envido, la irrupción de Montoneros, el crecimiento exponencial de la Juventud Peronista, la campaña del Luche y Vuelve en 1973, Cámpora, la vuelta de Perón y la separación de Montoneros, los abismos de la política y la lucha armada, el golpe, la represión, la ignominia. Y desde allí al kirchnerismo. Todos son jalones, estaciones de tránsito y demora, ritos de pasaje, subidas y bajadas que los encuentran en la ruta, pero que instauran y moldean dos cosmovisiones, parecidas y diferentes, de pensar la política, de meterse, de escribirla, de ser protagonista.
Horacio González y José Pablo Feinmann se conocieron en un bar de la calle Independencia o en la casa de Abrales, amigo de Arturo Armada, quien los había convocado a ambos por separado, a propósito de las reuniones del comité de redacción de la revista Envido. Eran los jóvenes intelectuales de la corriente nacional. Marxistas en ruptura hacia el peronismo, pensando lo nacional y lo latinoamericano. Querían una filosofía del Tercer Mundo, creían en un acercamiento con los curas obreros, con los sindicatos peronistas. Tiempos del Cordobazo, de unidades básicas rejuvenecidas, de Perón que ahonda su distancia con los esquemas de poder existentes desde su derrocamiento y da señales de agitación, de regreso combativo y referencias al socialismo nacional y las luchas de liberación. No es menor el impacto de la guerrilla cubana y sus influjos continentales, así como el florecimiento de posiciones latinoamericanas diversas que combinan nacionalismos populares, insurgencias revolucionarias, militares antiimperialistas, sindicatos clasistas y movimientistas que desafían el orden social.
El diálogo de Feinmann y González, de-sarrollado a fin del año pasado en casa del primero en su mayor parte y luego en la Biblioteca Nacional, que dirige el segundo, aparece acompasado, propuesto, atendido, por el periodista Héctor Pavón. Discreto, a veces ofreciendo diques o aperturas que impidan la deriva errática del intercambio, Pavón permite orientar temas y subtemas, clasificar conjuntos e intersecciones.
En esta conversación que se presenta con “la voluntad de pensarlo todo”, Feinmann y González, González y Feinmann, recuperan entrañablemente la figura de David Viñas, elogian y desmitifican a Jorge Abelardo Ramos, hablan todo el tiempo de Perón –de su libro Conducción política, de sus logros y sus derrapes–, de Hernández Arregui y la formación de la conciencia nacional, de El Eternauta y Oesterheld, de Néstor y Cristina. Del miedo durante la dictadura, de las diferencias con Montoneros, de su relación con los curas obreros, de López Rega.
Una primera lectura, y sobre todo la calidez y la empatía que se profesan, parecieran advertir que es el encuentro de dos viejos amigos donde se destacan los acuerdos, la confirmación, la celebración mutua. Sin embargo, a poco de andar, cada uno por su lado hilvana y fija preocupaciones, tonos, inflexiones que los caracterizan por cuenta propia. Mientras que Feinmann ejerce una tonalidad dramática en su discurso y, quizás, expone una voluntad comunicativa más explícita en relación con un conjunto de lectores amplios, no necesariamente comprometido con los temas y los supuestos que maneja, González, en cambio, intenta hablar de otro modo, como provocando en Feinmann una interpelación diferente. Inflexión sutil, González prefiere llevarlo a una relativización del tiempo y del espacio transcurridos, de escenas y textos vividos y leídos, de manera quizá de producir un rescate diferente de aquellos pasados caídos entre bambalinas, epifánicos, originarios, fundacionales.
Feinmann se abraza al pasado como afirmando una conciencia de constatación, como buscando las pruebas concretas del esto fue así y asá. Se juramenta una veracidad obsesiva y da como garantías de fidelidad a cada etapa su propio padecer, sus inclemencias, su memoria acaudalada. En este sentido, el efecto es doble y paradójico. Por un lado, González resulta iluminador para pensar desde la distancia, desde un rememorar menos literal y más versátil, más culturalmente mediado por la conciencia del tiempo transcurrido. Por otro, Feinmann, al construirse como testimoniante, aporta información de una precisión pasmosa, insistente, que abona su habilidad narrativa y recrea, en sí mismo, una avidez por el relato novelesco. Y ahí es donde los dos discursos se vuelven brumosos entre sí. Uno, porque que reitera su mirada sociológica crítica, desde un bosque de lecturas y pasadizos apabullante, donde casi con oído musical oye sonar una cuerda allí donde explota el barullo. El otro, porque ha adquirido una capacidad narrativa endemoniada, que transita de la primera persona ficcional al yo personal, de la glosa intelectual a la confesión sin escalas. Y entonces construyen interpelaciones diferentes, que agigantan las distancias. Mientras que González mudó de Envido al exilio en San Pablo, de la revista Unidos a la universidad y a El ojo mocho, y de la Biblioteca a Carta Abierta, Feinmann, en cambio, pasó de Envido a Ni el tiro del final, de la novela Ultimas imágenes del naufragio a la película del mismo título, de la revista Humor a Página/12, de una novela a otra novela, de los cursos en el Centro Psicoanalítico Argentino a los fascículos sobre filosofía y peronismo, y de allí a Canal Encuentro.
En tanto González generó un tránsito intelectual cada vez más apegado a expresiones que vinculan el debate teórico con el cotidiano y cierto afán de traducción cultural, de intermediación, Feinmann adoptó una versión rioplatense del giro autobiográfico, tan de la cultura contemporánea, donde una posmodernidad crítica le permite el abordaje y la confección de temas y estilos graves, desde los soportes más encumbrados de la industria cultural: cine, prensa, radio, TV. Dos modos distintos, que convocan incluso lectores diversos y hasta antagónicos. Feinmann narra y piensa la crisis del sujeto contemporáneo en primera persona, ficción o no ficción, como una nueva tragedia que lo golpea una y otra vez en el nuevo siglo, y González piensa y reanima la crítica, intelectual, desde soportes clásicos de la universidad y el mundo intelectual, asumiendo como dados los supuestos de esa declinación.
Ahora bien, paradójicamente, ambos llegan a puertos vecinos. Y sólo la puja coyuntural en la que vivimos acaso impida reconocer que en el largo plazo los dos se acercan a un paradigma de la moderación política. Una moderación trágica, melancólica, pero también activa, que comienza con sus posiciones políticas en los setenta y continúa hoy, cuando surgen en el Parnaso como dos de los intelectuales más connotados de lo que podría pensarse como el campo kirchnerista. Moderados porque recorren las laderas poceadas de la historia argentina con nobleza integradora, pero trágicos porque no vacilan en afincar sus hilvanados en la conciencia de que existen espacios muy estrechos de intervención política y el cambio social. Y eso no los desmerece: deambulan por una veta frágil y lateral a riesgo de desdibujarse y hacer evidentes las contradicciones inherentes a todo proceso. Quizás el malentendido sobre la moderación tenga que ver con el piso desde el cual se articulan sus posicionamientos en la política argentina. Es decir, resulta legítimo hablar de moderación en tanto y en cuanto una base de problemas cruciales aparecen sobre la mesa y no al revés: derechos humanos, Asignación Universal por Hijo, paritarias, heterodoxia económica, alianza estratégica con América latina, poder político anticorporativo, entre otros. De base, como piso, porque todo da entender que la pérdida o el desafío político de esos principios retrotraen lo conseguido y sofocan la moderación.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.