› Por Gustavo Santiago
Escribir una vida. Invertir el gesto divino: pasar de la carne al verbo. Con tamaño desafío se enfrenta todo biógrafo. Si la vida en cuestión es la de un filósofo, los problemas se tiñen de matices particulares. La vida de alguien que se ha dedicado fundamentalmente a escribir, a pensar, ¿puede tener algo suficientemente atractivo como para ser contado? ¿No alcanza con lo dicho y escrito por él? Si estuviéramos pensando en una figura de la Antigüedad, un Sócrates, un Diógenes, esta última pregunta podría carecer de sentido. La vida de un filósofo y su palabra constituían inseparablemente su filosofía. Desde la modernidad, la pregunta por la vida de un filósofo es muy lateral. Casi un pecado de curiosidad. Lo que interesa es qué dijo, qué escribió el filósofo, no cómo vivió. Quizás haya una excepción en aquello que concierne a cuestiones políticas. En ese terreno sí puede pedírsele a alguien que exhiba una cierta coherencia entre lo que sostiene en los textos y su modo de vida. Pero a nadie se le pregunta en un examen de la facultad por qué Rousseau, autor de un texto pedagógico de la altura de Emilio, depositó en el hospicio público a sus cinco hijos recién nacidos.
Benoît Peeters (París, 1956) es un escritor que más allá de haber incursionado en la novela, el comic y la ensayística, tiene especial predilección por la escritura biográfica. Su último trabajo, dentro del género, está dedicado a Jacques Derrida. Peeters estudió filosofía en La Sorbona, y fue dirigido por Roland Barthes en una maestría en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales. Conoce la tradición filosófica, maneja los recursos típicos del género. ¿Es suficiente para afrontar exitosamente la escritura de la vida de Derrida?
Anticipándose a algunos cuestionamientos de capilla, el autor se apura a confesar: “Mi intención no fue proponer una biografía derridiana, sino una biografía de Derrida. El mimetismo, tanto en esta materia como en muchas otras, no me parece el mejor favor que podamos hacerle hoy”. El texto de Peeters estará escrito, entonces, siguiendo las más habituales reglas del género: organización cronológica (con la correspondiente división: infancia y juventud, madurez, vejez), consulta de fuentes, entrevistas a testigos –en este caso, cerca de cien–.
Con esto le basta al autor para componer un libro ágil, por momentos atrapante, que lleva al lector a recorrer un camino que parte de la situación marginal del niño argelino, atraviesa el esplendor de La Sorbona y de las principales universidades norteamericanas y finaliza en el cementerio de Ris-Orangis. No sería de extrañar que, al llegar a este punto, al lector se le escaparan algunas lágrimas, como si perdiera al personaje de una película hollywoodense, de las que apasionaban a Derrida.
Para dar cuenta de la corporeidad del personaje compuesto por Peeters nos detendremos aquí no en la trayectoria intelectual –de la que también se ocupa el texto–, sino en algunos aspectos “marginales” de su vida.
EL NIÑO JUDÍO-ARGELINO-FRANCÉS
En los años de la infancia, su condición de judío-argelino-francés lo llevó a experimentar la marginación y el hostigamiento. Derrida nace en El Biar, un suburbio de Argel, el 15 de julio de 1930. Se trata de una sociedad atravesada por conflictos raciales y religiosos. En 1940, en una escalada de antisemitismo, se deroga el Decreto Crémieux, que concedía la nacionalidad francesa a los judíos de Argelia. A partir de dicha derogación, comienzan a establecerse cupos para los alumnos judíos en las escuelas primarias y secundarias. En 1942, el pequeño Jackie es expulsado de la escuela por su condición de judío (el año anterior ya lo habían sido su hermano mayor, René, y su hermana Janine). Como consecuencia de esto, es inscripto en el liceo Maimónides, que congrega a los chicos judíos. Peeters cita a Derrida: “Creo que fue entonces cuando comencé a reconocer, si no a contraer, ese mal, ese malestar, ese mal-estar que, para el resto de mi vida, me volvió inepto para la experiencia ‘comunitaria’, incapaz de disfrutar de cualquier forma de pertenencia”. El pequeño Derrida afirma haber sufrido casi del mismo modo la segregación antisemita como la “integración” homogeneizadora. Cuando dos años más tarde sean abolidas las medidas antisemitas y pueda reintegrarse al liceo, habrá dejado de mostrar interés por los contenidos escolares.
AMORES
El gran amor de su vida fue Marguerite Aucouturier, hermana de un compañero de la Ecole Normale Supérieure. Marguerite estaba comprometida con “un muchacho serio que caía muy bien a sus padres”. Derrida se convierte en amigo íntimo de la pareja y rápidamente desplaza al (ex) prometido. El noviazgo de Jackie y Marguerite provoca un escándalo en las familias de ambos. Los Derrida no aceptan que ingrese a la familia alguien que no pertenezca a la comunidad judía; los Aucouturier, no se resignan al desventajoso cambio de candidato. Un gesto de Derrida agrava la situación. El hermano de Marguerite cuenta que Derrida envía una carta a sus padres en la cual “en lugar de pedir la mano de Marguerite de modo clásico, exponía en detalle su concepción muy libre de las relaciones de pareja”. Finalmente, se casan, en 1957, lejos de ambas familias, en Estados Unidos.
Más allá de esta relación estable que dio lugar a una familia “tradicional” ampliada algunos años más tarde por la llegada de Pierre y Jean, a Derrida se le sospechan numerosos amoríos. Esto no significa, según Peeters, que haya sido infiel: “Para Derrida, seducir es una necesidad irresistible (...) en él, lo femenino siempre se conjuga en plural. Si Derrida halaga la fidelidad (...) es porque para él cada relación es un acontecimiento único, irreemplazable, por lo tanto piensa que es capaz de numerosas fidelidades”.
Entre esas fidelidades “paralelas” hubo una que le trajo serios dolores de cabeza: la vivida con Sylviane Agacinski, a quien conoció en 1972. Derrida era ya una celebridad en el mundo intelectual francés y Sylviane, una joven estudiante quince años menor que él, “de una belleza que cortaba la respiración”. En 1984, ella le comunica que está embarazada y que en esta ocasión –a diferencia de lo hecho algunos años atrás– piensa tener el hijo. Derrida se aterroriza por la posibilidad de que su familia se entere de la situación (aunque aparentemente todos lo sabían) y decide tomar distancia. Todo estallará algunos años más tarde, cuando Sylviane se case con Lionel Jospin. Durante la campaña electoral de 2002 se publican dos biografías del candidato, en las que queda expuesto que el hijo que Jospin “crió como suyo” es del –por entonces, ya célebre– filósofo Derrida. En toda su vida Derrida sólo vio una vez –por una circunstancia azarosa– a su hijo Daniel.
PLACERES
Además del placer de las fidelidades múltiples, Derrida disfruta de cosas simples como manejar un auto a gran velocidad, nadar, jugar al fútbol y al poker, ver cine y televisión. No disfruta tanto como uno podría esperar de la lectura. Cuando lee, no puede dejar de pensar que está trabajando. Lee para escribir. Y la escritura –o la exposición en conferencias o clases de lo escrito– no siempre le deparó satisfacciones.
PADECIMIENTOS
Por una cuestión de oficio, podría decirse que lo que más atormentó a Derrida a lo largo de su vida fue tener que someterse a tribunales académicos. Padeció los exámenes para ingresar en la Ecole Normale Supérieure (particularmente, claro está, en las dos ocasiones en las que fracasó); sufrió “hasta estar al borde del desmoronamiento psíquico” en sus dos presentaciones en el concurso de agrégation (en la primera ocasión reprobó y en la segunda obtuvo una nota mediocre). Y no se trata de un malestar de juventud. Cuando, en 1981, concursa por un cargo en la universidad de Nanterre, debe atravesar un nuevo calvario. Dominique Lecourt, que lo ve salir de la entrevista “blanco como un papel”, relata que el propio Derrida “más tarde me contó que algunos miembros del jurado se habían divertido leyendo fragmentos de sus libros en voz alta, de la manera más sarcástica posible”.
También se atormenta ponderando el reconocimiento (o la falta de él) por parte de sus pares. Enumerar a aquellos de quienes se distanció por cuestiones de ese estilo daría lugar a una lista casi de la misma extensión que la de quienes fueron sus amigos. Entre las batallas más célebres podrían citarse las que libró con Foucault, Lacan y Bourdieu.
LA VIDA Y EL INTELECTUAL
Sería exagerado afirmar que con este libro Peeters logra esclarecer el pensamiento del filósofo –no hay texto que pueda hacerlo–, pero no sería desacertado sostener que proporciona una buena introducción a él. Tanto por las correctas, aunque inevitablemente apretadas, síntesis de cada uno de los textos más importantes de Derrida que ofrece cuando el hilo cronológico lo permite, como por su atractiva composición de clima de época que permite entrever el marco en que esos textos fueron gestados. Insistimos: no se trata de una “biografía intelectual”. Es, en todo caso, la biografía de un intelectual, de un hombre: Ecce Homo.
Derrida
Benoît Peeters
Fondo de Cultura Económica
682 páginas
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