Dom 10.03.2013
libros

Un héroe mitad ángel y mitad monstruo

Después de un viaje a Salta a fines de los años ’60 y a instancias de su marido H. A. Murena –quien le había sugerido que escribiera “fuera de su clase”–, Sara Gallardo concibió su particularísima novela Eisejuaz, que le valió comparaciones con Di Benedetto, Rulfo, Guimaraes Rosa y Mario de Andrade. Eisejuaz es el monólogo místico de un indio mataco que, cree, está recibiendo señales de Dios. Pero además, es la invención de una lengua que nada tiene que ver con el mimetismo propuesto por los indigenistas. Extraña y única en la literatura argentina, Eisejuaz acaba de ser reeditada por El cuenco de plata, con la inclusión de una carta de Manuel Mujica Lainez a la autora –eran muy amigos– y un prólogo de Martín Kohan, que reproducimos.

› Por Martin Kohan

Toda ficción nos convoca a suspender nuestras creencias para poner, en su lugar, un sistema de creencias diferente. El pacto de lectura de Eisejuaz parece en principio proceder del mismo modo. Sin embargo, no tardamos en advertir que estamos ante un caso muy distinto, que estamos ante un libro excepcional. Porque una vez que, como lectores, dispusimos esa habitual suspensión de certezas previas, una vez que aceptamos descreer de lo sabido para poder creer de otro modo, en ese espacio así despejado Eisejuaz prefiere no poner nada. Las creencias desplazadas no encontrarán su reemplazo desde el mundo de la ficción. Lo que en cambio proporciona Eisejuaz es un estado de vacilación perdurable, que no podrá –ni querrá– resolverse. No se trata, por supuesto, de esa clase de vacilación propia del género fantástico o de lo maravilloso, que cuando se publicó por primera vez este libro, en 1971, está ya tan fuertemente codificada en la literatura argentina que hasta puede equivaler a una certeza.

El estado de vacilación en que Eisejuaz nos coloca y nos mantiene es sin dudas de otra especie. Porque su materia, justamente, está hecha de creencias, y su dilema, en gran medida, es discernir en qué se puede creer y en qué no. Sara Gallardo concibió esta novela a partir de algunos viajes que hizo a Salta a fines de los años ’60. Si esa experiencia tuvo el poder de suscitar la escritura de este libro es ante todo porque, en ella, se encontró con una nueva posibilidad para la lengua. Se trata de ese “idioma medio inventado” que tan genialmente se nutre de la despojada parquedad del habla indígena y que tan genialmente Sara Gallardo convierte en otra cosa; esa lengua que “en principio parece difícil de entender” aunque “enseguida se aprende”; ese insistente subrayamiento de la negación (“Nada no había”, “nada no pasó”, “nada no hablé”, “él tampoco no la tuvo”, “nadie no habló”, “nadie no contestó”) y esa forma inusual de lo impersonal (“se cumplimos años”, “se enfermamos”, “se vamos a morir”) que son tan profundamente existenciales y tan prodigiosamente literarios. La afinidad que la crítica literaria ha señalado entre Eisejuaz y la literatura de Juan Rulfo o de Joao Guimaraes Rosa encuentra allí su fundamento: lo estimulantes que pueden ser las hablas regionales para la exploración de nuevas formas literarias, siempre y cuando se las libere de la chatura mimética del regionalismo costumbrista. No obstante, hay en Sara Gallardo una originalidad tan radical, que lo más justo es inscribirla en esa zona de la literatura latinoamericana de los libros que no se parecen a nada, y que no encajan ni aun en el canon de la heterodoxia finalmente establecida, y que no van a aparecer o a recordarse sin dejar de ser un descubrimiento.

Aquel viaje a Salta que hizo Sara Gallardo la puso además en contacto con un ámbito en el que líneas sociales muy diversas se intersectan, se interfieren, confluyen, se refractan o se hostigan de manera por demás particular. Y Eisejuaz parece responder en gran medida a esa captación: está el universo aborigen, la presencia de la Iglesia Católica, los gringos que explotan y se aprovechan... ¿Desde qué perspectiva corresponde abordar el caso de las creencias de Eisejuaz? La pregunta es válida tanto para los personajes de la novela como para sus potenciales lectores. ¿Es posible creer en eso que habla Eisejuaz? ¿Y es posible creer en Eisejuaz mismo, cuando dice que cree en eso? Es cierto que lo más atinado es ver en su postura tan sólo un delirio o una farsa, el extravío personal de un pobre alucinado. Pero no es menos cierto que esos otros regímenes de creencias que aparecen en la novela, más asentados y establecidos, más severos e institucionales (el de la misión de San Francisco, el de la iglesia noruega, el de la fe cristiana) no resultan de por sí menos inverosímiles ni menos fabulosos.

Lo que cree o dice creer Eisejuaz es que Dios le ha enviado señales. Y él procede, siguiendo su figuración de otro mundo, cada vez más desencajado de las cosas de este mundo. Elena Vinelli habla de la “conciencia mística (o psicótica) de un indio mataco”, y cita una carta de Manuel Mujica Lainez a Sara Gallardo en la que habla de “un héroe mitad ángel y mitad monstruo”. Así queda escindido Eisejuaz, según se lo considere desde su propia perspectiva o desde una perspectiva exterior, según se decida admitir sus creencias o tomar distancia de ellas: será un salvador o un torturador, un santo o un traidor, un místico o un psicótico, un ángel o un monstruo, según se piense o no que es verdad eso que él cree, según se piense o no que lo cree de verdad.

Eisejuaz dice de sí: “No tengo dos palabras”. Y es verdad. Pero en cambio tiene dos nombres: es “Eisejuaz, Éste También” desde que lo ha elegido Dios; y es también Lisandro Vega, antes de que eso pasara. Dos nombres tiene, tiene dos vidas: la que llevaba antes, trabajando en una caldera, capataz de un campamento, y la que Dios al parecer un día le encomendó: Salvar a un hombre, esperar nuevas señales que pueda llegar a enviarle.

Sara Gallardo había indagado en cuestiones similares en los libros que preceden a Eisejuaz. En Enero, su primera novela, de 1958, aparecía un pecado indecible, el miedo a la confesión ante un cura, el amparo en el silencio, la tragedia de una chica de campo rodeada por ricos de estancia. En Pantalones azules, de 1963, es un militante católico el que peca y el que no encuentra, frente a un cura, ocasión de confesar, hasta verse forzado al silencio. En Eisejuaz esos mismos elementos (la falta, la culpa, la posible redención, la presión de la Iglesia, el silencio inexorable) reaparecen pero dispuestos bajo un cambio visceral. Porque el que guarda silencio es Dios. Y el que espera su mensaje es Eisejuaz, que ha dado por seguras señales inciertas y ahora se deja abrumar por la presencia de lo callado. La mitad monstruosa de ese ángel, la parte psicótica de ese místico que es Eisejuaz, tal vez esté cometiendo un pecado contra el hombre al que ha tomado para obrar su salvación. Pero cuando grita al Señor: “Si levanté un pecado contra vos hacémelo saber”, Dios permanece terriblemente en silencio: “No hubo contestación”.

Callar, no hablar, nada decir, es la cosa que más hace Eisejuaz. A imagen y semejanza de Dios. Los libros de Sara Gallardo transcurren siempre sobre esa franja, la que prefiere el no decir al decir. En Enero ese silencio es opresivo, tan opresivo como lo es el campo mismo; en Pantalones azules da cuenta de una imposible comunicación, la que brota de la confusión urbana; en Los galgos, se juega en el ida y vuelta entre dos tópicos del mundo de clase alta: la estancia y el viaje a París, hábilmente alterados, desviados, deslucidos.

En Eisejuaz el espacio es otro: un pueblo de provincia al que la lluvia ha dejado aislado. Y el recorte social también es otro (Leopoldo Brizuela sostiene que fue a instancias de Héctor Morena, su marido por entonces, que Sara Gallardo decidió salir de los límites de la clase que prevalecía en su literatura). El mundo de los indígenas es un mundo de trabajo y explotación, donde “el río tiene dueños”, donde es necesario enfrentar el avance de un nuevo orden económico: “Nos echan de aquí. Necesitan la tierra para plantar caña”. Pero precisamente de esa situación desertará Eisejuaz, atraído por otra clase de salvación, por otra redención posible. Un intento solitario, casi secreto, abstracto, acallado, en fuga, un intento que es apenas pura creencia y a la vez completamente increíble.

Sellado entonces por un doble silencio, el suyo y el de Dios, Eisejuaz admitirá: “Se me pegó la lengua”. Y de esa forma estará hablando de sí mismo no menos que de esta novela. Surgida de una lengua que se pega, brilla en el extremo insondable de una lengua pegada: va de esa lengua inusitada que se adquiere en la extrañeza, al límite de lo que se calla porque no hay más verdad que el silencio.

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