Dom 31.03.2013
libros

Plata manchada

Tras la repercusión que tuvo El pasado (Premio Herralde 2003 y después adaptada al cine por Héctor Babenco), Alan Pauls se propuso un proyecto que pudiera abordar la década del ’70 desde una perspectiva íntima, en el que la Historia entrara de golpe por los intersticios más inesperados. Ahora, tras Historia del llanto e Historia del pelo, publica Historia del dinero, una novela construida alrededor de la misteriosa muerte de un industrial y la desaparición de una valija llena de dólares, con la que cierra la trilogía sobre esa década discutida, contada, testimoniada, y que sin embargo encuentra en sus detalles, obsesiones y vicisitudes cotidianas una poderosa caja de resonancia que la hace reverberar en el presente.

› Por Fernando Bogado

Convengamos en que la plata es algo sucio. No por nada se hacen intercambios secretos en los callejones, se cierran transacciones luego de bajar escaleras que llevan directo a antros sin aire o, frente a cada acto delictivo mencionado en televisión o radio, se insiste en la cantidad de dinero manejada por tal o cual delincuente, sea un profesional o apenas un amateur tentado por la posibilidad de “ensuciarse” un poco, sólo con el objetivo de que podamos medir de alguna manera la moral del responsable (siempre inversamente proporcional a ese número, claro). Se mata por plata, se trafica, se lastima: la plata muy bien podría ser nuestra representación más genuina del mal. Pero claro, no toda suciedad es siempre tan metafórica: en la última novela de Alan Pauls, Historia del dinero, obra que cierra una trilogía acerca de la década del setenta iniciada con Historia del llanto y continuada en Historia del pelo, se insiste en que el billete, el papelito en sí, es terriblemente sucio, físicamente acumula tanta mugre como su lógico, siniestro hermano: el libro.

¿Plata sucia, entonces? En las páginas de Historia del dinero seguimos los derroteros de un personaje innominado, obsesionado por la guita: la que no está, la que se tiene y se exhibe, la que se esconde, de la que se desconoce el cuánto. Tal como en las otras novelas del ciclo, Pauls construye una prosa distante, quirúrgica, que desarma una de las décadas más públicas, más “sociales” de nuestra historia para convertirla en una entrada personal.

¿Una vez terminada la trilogía, cómo ves esa intención de abordar los setenta desde los detalles de la subjetividad? En un momento hablaste de entrar en la historia por la puerta de servicio.

–Bueno, sirvió para llevar a buen puerto el proyecto, quiero decir, hacerlo. No es fácil, no es obvio que uno se plantee escribir tres novelas sobre algo y finalmente haga lo que se propone. De hecho, las pocas veces que yo había tenido un proyecto de esa naturaleza, escribir un libro que se tratara sobre tal cosa, siempre al segundo o tercer texto ya medio que me cansaba. Es muy difícil mantener vivas esas ideas originales. En mi caso, me parece que funcionaron bien en el sentido de que sostuvieron el deseo de escribirlas. Las novelas se escribieron de una manera muy improvisada: más allá de ese pequeño conjunto de reglas iniciales que me fijé, no había nada más programático. Las novelas fueron muy libres dentro de ese marco de reglas, nunca hubo historia, argumento, nada. Creo que esa idea inicial de literatura y política, de accesos laterales varios, me parece que se mantiene y sostiene las tres novelas. Estoy contento con eso, con el modo en que esos tres núcleos literarios –llanto, pelo y dinero– sostuvieron la narración y le dieron a la novela un carácter bastante extraño. Son novelas que despliegan fantasmas y obsesiones antes que contar historias. Esos tres núcleos funcionaron como máquinas de producir obsesiones. No me interesaba hacer un fresco ni dar un panorama ni recorrer la época, no me interesaban ninguna de las operaciones equilibradas y justas de la memoria. Me interesaba más bien trabajar con una memoria que entraba en la época medio a lo bestia, empujada por pasiones, rencores, lo contrario de la literatura de vocación que pone las cosas en su lugar.

¿Cuál es el nexo que encontraste como para armar desde allí la trilogía en base al llanto, el pelo y el dinero?

–Me pareció de entrada que lo que tenían en común era que las tres son cosas que se pierden y, en tanto que se pierden, son cosas muy valiosas. Y, por lo tanto, al ser cosas que se pierden y son cosas muy valiosas, son cosas que se pueden falsificar. Esa era un poco la idea, no que tenía al principio sino que fui teniendo a medida que iba haciendo los libros. Algo que les daba una especie de aire de familia. Creo que lo que hacen esos elementos es primero funcionar como prisma, como una especie de ángulo de visión, en el sentido en que alguien puede concentrarse en el mundo, leerlo a través del llanto, a través del pelo, a través del dinero y efectivamente llegar a una especie de retrato del mundo y, a su vez, funcionan como cosas alrededor de las cuales se despliega una serie de escenas, situaciones, peripecias que tienen que ver con un funcionamiento más bien psicótico-delirante. Mi idea fue siempre llenar de llanto el primer libro, de pelo el segundo y de dinero el tercero.

¿Qué características del dinero te interesaba abordar en esta última novela?

–El dinero es menos fetiche y, a la vez, es el colmo de los fetiches. Es más social, es más un problema, es más verosímil concebir la historia del dinero que la del llanto o el pelo. Pero, al mismo tiempo, yo creo que está puesto en el mismo plano que estos dos, el dinero está pensado como una especie de excrecencia corporal. Digamos, está pensado de muchas maneras en la novela: desde la perspectiva de la economía de un país, de una sociedad, pero también en términos de la materialidad del dinero, lo que tienen de corporal los billetes. Para mí, Historia del dinero es una novela muy porno en ese sentido: se habla solamente de cash, de efectivo, que me interesa porque es la dimensión obscena del dinero y, a la vez, me parece que eso, que plantea relaciones muy específicas entre los personajes y el dinero, plantea también una cuestión más general o, si querés, más de cultura o de imaginario económico nacional, que es la idea de la plata ya. El ser de la plata es muy espeso, todo lo demás es mentira, todo lo demás es ficción, todo lo demás es engaño. De modo que el dinero me parece que encarna mucho esos dos planos que hay en todas las novelas: un plano muy íntimo, casi orgánico, y a la vez un plano completamente abierto, social (eso que siempre aparece cuando se habla de inflación, dólar paralelo, nuevas medidas económicas), algo que tiene que ver con el funcionamiento del dinero como sociedad. El personaje niño de Historia del dinero, cuando ve a su padre sacar del bolsillo el toco de guita para pagar el taxi de Mar del Plata a Gesell, bueno, eso es una escena casi sexual, y todas las referencias que hay en la novela al efectivo, al billete, al toco de dinero, el culto del dinero, son referencias muy porno para mí. Pesa mucho la dimensión que tiene el dinero: todavía hoy, pese a que el dinero se desmaterializa todo el tiempo, me gusta mucho esa especie de resistencia arcaica del billete, digo, de lo material. A la vez, creo que plantea una serie de cuestiones más locales, argentinas, como la capacidad de pensar la economía en términos temporales: confianza, crédito, esperar contra la urgencia.

LOS SETENTA A FULL

Hay una fuerte impronta de la mirada infantil en las novelas.

–El personaje de las tres novelas tiene muchas edades a lo largo del libro. No está fijado en ninguna edad, ninguna de las tres novelas está anclada en la infancia. La infancia es uno más de los estados por los que atraviesa el personaje y, de hecho, ésa era una de las reglas formales que yo me había propuesto desde el principio: las novelas no iban a ir al pasado para instalarse en él, sino más bien que el tiempo iba a tener una lógica de rebote, que incluso en una misma frase el personaje podía tener al principio cuatro años, a la mitad treinta y al final quince. No hay ningún momento del pasado que las novelas fetichicen, que digan, bueno, aquí está la verdad, aquí es cuando sucedieron los hechos, aquí es cuando el personaje se constituyó. De modo que el personaje es niño, pero también adolescente y adulto. Lo que sí me parece es que, cuando escribía los libros, había una novela familiar rondándome siempre, pero que esa novela familiar no necesariamente habla sobre la infancia. Historia del dinero es más bien una historia familiar en la que el personaje va creciendo, yendo y viniendo de la edad adulta periódicamente a lo largo del libro. De hecho, más bien es como si se barriera la vida de un sujeto a partir de su relación con el dinero. Además, el dinero es como una máquina de fabulación. Por eso invita a conjeturar todo el tiempo: cómo se hace, cómo circula, quién le da valor a ese pedazo de papel, qué hace que ese papel tenga el poder de ser canjeado por un triciclo, un televisor, un viaje. O bien, los otros tarifarios de la novela: ¿cuánto se pide por un secuestrado? ¿Por qué cuarenta millones por los Born y no diez o doscientos? ¿Tenían los Born cuarenta y no tenían doscientos? Ahí hay algo que para mí es muy interrogable, esa especie de correspondencia de cuadros y precios, de vidas y valores.

Si bien no hay ninguna afirmación en torno de si el personaje protagonista en las tres novelas es el mismo, sí hay una sensación de que hay detalles que se repiten. ¿Qué buscabas con esa repetición?

–Mi idea era que hubiera un aire de familia entre las tres novelas, pero que no tuvieran una relación de orden o continuidad. Me interesa que las novelas puedan ser leídas en cualquier orden. Pero me interesa también que se sepa que las tres novelas estaban en el mismo mundo, que las tres novelas comparten ciertas coordenadas, ciertos marcos. Me importa que se piense rápidamente que el personaje es el mismo, no me importa que no tenga nombre ni que los padres estén nombrados, pero sí me importa que se esté en el mismo espacio, un espacio familiar y de ficción que es el mismo, por eso repetía o trabajaba con ciertas resonancias. Buscaba que fueran tres elaboraciones diferentes de la misma escena, de un mismo escenario.

¿Y esa estrategia de tus novelas no es una forma de plantear la relación de nuestro presente con los setenta, digamos, como déjà vu?

–Sí, de hecho yo empecé a escribir esta serie de novelas cuando me di cuenta de que los setenta no eran el pasado, de que los setenta estaban presentes hoy y acá, de modo más fantasmal o menos, pero que era un error hablar de los años setenta como si fueran el pasado reciente. Había un retorno. Eso parecía ser simple, pese a que el modo de los tiempos históricos es de una complejidad total: todo vuelve pero de un modo diferente, todo cae pero en otra posición. Para mí estas novelas son lo contrario de revisiones del pasado, son más bien novelas escritas en tiempo presente.

SINFONIA DE UN SENTIMIENTO

Afirmaste que los tres núcleos te eran útiles para ver desde allí los setenta: ¿cuál es esa visión personal de la época?

–Para mí los setenta son años totalmente decisivos en términos de formación: yo tengo once años en los setenta y veintiuno al momento en que comienzan los ochenta, es decir, para mí los setenta son todo. Es una década en donde se supone que pasé de ser un sujeto absolutamente poroso y vulnerable, alguien que absorbía cualquier cosa, las cosas que me hacían bien y las cosas que me hacían mal, las cosas que me daban potencia y las cosas que me debilitaban y de ahí pasé a un momento en donde yo empecé a elegir, es decir, empecé a autoesculpirme intelectualmente, eróticamente, afectivamente. Yo quería que eso estuviera en la novela: no es exactamente la historia de un sujeto, no, lo biográfico es lo más convencional, pero sí hay algo de cómo se formó mi sensibilidad en esa época. Después, está el dato más absolutamente biográfico: yo tuve una relación muy fuerte con la época y a la vez una relación de mucha distancia. No participé activamente del proceso en el cual todos los jóvenes tenían que participar, la militancia, ser revolucionario, etc. No participé en parte por edad y en parte por temperamento, aunque hay gente de mi misma edad que ya militaba. Sin embargo, tuve una experiencia de la época en términos de lector, leía todo lo que se escribía acerca de lo que sucedía, leía toda la prensa guerrillera sobre la época, todo sobre los órganos de los partidos políticos de izquierda, era una especie de groupie de la época. A la vez, tenía una relación de distancia: no participaba, no actuaba. Las tres novelas reflexionan sobre eso, digamos, qué clase de participación en una época es esa participación.

La política siempre aparece de golpe, por ejemplo, en una escena captada por las cámaras de televisión, como en Historia del llanto.

–Sí, ése es el modo en que yo puedo lidiar con lo político, ahí me interesa la relación con lo político, en la inmediatez, en la referencialidad, en la ilustración, en la bajada de línea, todos los comportamientos que la ficción puede tener respecto de lo real político. Me parece que el único comportamiento que me interesa es ese comportamiento mediado, oblicuo, discontinuo, disruptivo, me parece que ahí puede pasar algo en la relación entre literatura y política. Por eso no privilegio particularmente el pasado, no son novelas de vocación, esa forma de “tenía ocho años cuando...”. No hay ninguna verdad que intente construir, lo que quería hacer era desplegar las reglas de formación de una cierta sensibilidad, algo muy confuso y a la vez muy complejo. Me parece que el registro de la sensibilidad está totalmente entrelazado con la experiencia: el amor, la política, las ideas.

¿Notás que hay una relación entre tus novelas anteriores, en especial El pasado, y esta trilogía?

–Recuerdo mucho haber sentido después de El pasado, que es una novela que tuvo cierta repercusión, que lo primero que se borraba era que era una novela con cierto espesor literario, que era un artefacto, algo construido, que tenía capas. Era como si la novela hubiera abierto una especie de ventana a algún tipo de experiencia. Yo tenía la sensación de que había escrito una novela muy literaria, me impresionó la manera en cómo se borraba eso, cómo desaparecía. Con estas tres novelas quise volver a la literatura, hacer visible eso que, con El pasado, se había usurpado y a mí me incomodaba. Me parece que eso pasa con cualquier libro que tiene una mínima repercusión: lo primero que desaparece es la literatura. Para mí El pasado sigue siendo una novela literaria, no se presenta diciendo “esto es el amor”: cuando la literatura funciona mínimamente ya no es literatura, es cultura, es opinión.

¿Pasaste, entonces, de hacer una novela sensible a escribir tres novelas en donde reflexionás casi ensayísticamente acerca de la sensibilidad?

–No, no es así. En El pasado hay un nivel de ensayismo que es casi insoportable. Es una novela muy escrita, no es una historia de amor, la historia de amor es una huevada. Por eso la película no funciona, porque Babenco se interesó en la historia cuando la historia es el aspecto más banal. Ese equívoco es el secreto de la repercusión de ciertos libros que no están llamados a funcionar así necesariamente. Yo no estaba llamado a escribir ese libro, un libro que funcionara. Pero al mismo tiempo esas cosas que me parecían aburridas y tediosas eran las mismas que hacían que el libro funcionara. ¿500 páginas? Sí, 500 páginas, la gente quiere leer novelas que duren 500 páginas. La literatura es eso para las personas para las cuales la literatura no es nada, quiero decir, que no es una materia de dedicación, quiere leer novelas de 500 páginas.

¿Y sentías que estabas discutiendo con vos mismo en esta y en las otras dos novelas?

–No, tenía la impresión de estar escribiendo sobre algo que era para mí a la vez muy abyecto y muy sublime y, en ese sentido, había como un cierto malestar en el proceso de escribir esas novelas. Para mí el ejemplo de eso es la escena del cantautor de protesta en Historia del llanto, que no es una escena en la que la novela se burla porque es superior a aquello que evoca, digamos, esa necesidad de expresar. Esa figura abyecta es constitutiva de la figura que está describiéndola: hasta qué punto una persona que está describiendo la abyección está formada por esa misma abyección, ésa es la pregunta que me interesaba. Ahí yo creo que había en las tres novelas una suerte de conflicto, de tensión total. No me parece que esté discutiendo conmigo en el sentido de mi propia carrera, de mi propio trabajo. No tengo problemas en ese sentido: me parece que hago lo que quiero y estoy contento en el modo en que voy siendo un escritor. No me arrepiento de nada, no haría de otra manera nada. El pasado funcionó bien en un momento en que hacía mucho tiempo que escribía: siempre pensé que las cosas funcionaban con un buen ritmo para mí, que esa novela haya funcionado y que fuese tan grande, y que después me haya puesto a escribir otras cosas, y que esas cosas funcionaran de otra manera, menos, pero restableciendo ciertos problemas que me interesaban en sentido literario. En definitiva, me parece que está bien lo que pasa.

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