De la escasa literatura que proviene de lo que fue la República Democrática Alemana hasta la caída del Muro de Berlín, llega Algún día nos lo contaremos todo, una novela que reconstruye lo político a partir de una serie de acontecimientos cotidianos pero relevantes en la pequeña aldea que recrea en sus páginas. Daniela Krien tomó inspiración en Dostoievski para una historia de penurias y bastante voltaje erótico.
› Por Juan Pablo Bertazza
O desde adelante o desde atrás. Sólo hay dos modalidades con las que los integrantes de una comunidad pueden ir acompañando y recibiendo los cambios de su entorno. Son honrosas las excepciones conformadas por aquellos que acompañan esas modificaciones desde una posición de vanguardia, y muy frecuentes los ejemplos en que se los recibe desde la retaguardia. Pero hay atrasos de un notable extremismo. Como el que sufrieron algunos de los pueblos que constituían la República Democrática Alemana durante el abismo que desembocaría en su extinción luego de la caída del Muro de Berlín –“el muro de protección antifascista” o “el muro de la vergüenza”, dependiendo de qué lado se lo viera– el 9 de noviembre de 1989. Tal vez no se haya remarcado con la suficiente claridad, pero este hecho histórico fue uno de los primeros en presenciar el protagonismo descollante de los medios masivos de comunicación. Y refunda, por eso mismo, la importancia de la transmisión de los hechos, casi tanto como los hechos mismos. Fue gracias a los anuncios de las radios y canales de la RFA (“¡El Muro está abierto!”, repetían), que muchos miles de berlineses del este se presentaron en los puestos de control exigiendo pasar al otro lado, y generando un gran tapón humano, ante la brutal desinformación de los encargados del control de fronteras.
Más allá de que, se sabe, toda buena historia es una historia de amor, Algún día nos lo contaremos todo es bastante más que eso. Es una novela acerca de ese punto álgido de contacto –y de contraste– entre las grandes decisiones políticas y las pequeñas decisiones de la vida privada, una novela acerca de las reacciones que tienen las personas al enterarse de que ya no pueden alcanzar un tren que pasa por única vez.
María, una joven de dieciséis años con ciertos aires de Madame Bovary, llega con su madre a una granja apartada de la RDA y a salvo de cualquier convulsión política y social. Trata de ganarse un lugar en la familia de su novio Johannes, percibiendo las virtudes, defectos y taras de cada uno de los integrantes de esa familia: papá, mamá, abuela, hermano, el hijo de un viejo criado y un tío que logró traspasar el infranqueable muro. Una típica familia de alemanes que no están ni a gusto ni a disgusto con las políticas socialistas que encarnan. María denuncia no poder identificarse con ese modelo soviético que les sirve de ejemplo, dado que su padre las dejó a ella y a su madre para irse a vivir muy lejos con una joven rusa.
En coincidencia con los rumores de reunificación, María conoce a Henner, un campesino huraño y alcohólico que la dobla en edad, pero que con su rudeza involuntaria le enseña lo que ella considera que es ser mujer. Empieza siendo una aventura, luego se transforma en una costumbre obligada que huele a adicción. Toda la novela parece estar marcada por la adicción, es decir, por la falta de palabras de María para poder contar, relatar, informar su relación clandestina con el objetivo de blanquear su situación mientras, de fondo, otra vez, crecen los rumores de la reunificación. Aunque no haya demasiadas pruebas al respecto, es muy posible que esta ópera prima –ganadora del prestigioso Junger Literaturpreis, y traducida ya a quince idiomas– tenga muchos componentes autobiográficos de su autora. Daniela Krein es una cineasta y escritora nacida en 1975 en Neukaliss, pequeño pueblo al norte de la RDA que, luego de la extinción de su país, se fue a vivir a Leipzig.
Uno de los elementos más interesantes de la novela –que determina tanto su título como también su principal propuesta acerca de lo que significa el relato de los acontecimientos– es la lectura de Los hermanos Karamazov que encara María a lo largo de toda la novela y que, justamente como Bovary, va acompañando y propiciando todos sus devaneos mentales y decisiones. Es interesante la función que adquiere esta obra en el libro si tenemos en cuenta, sobre todo, que se trata de la última novela de Dostoievski, una de las obras más importantes de la literatura universal pero, más relevante aún, un libro casi, casi póstumo, ya que el escritor ruso murió pocos meses después de su publicación, abortando la posibilidad de terminar una segunda parte que había planeado desde el principio. Además, esta novela decimonónica que adelanta con su modernidad algunos rasgos técnicos de la literatura del siglo XX, vio de frente el horror, tras la muerte por epilepsia de Aliosha, el hijo de tres años de Dostoievski; una muerte que, en cierta forma, fue parte de la herencia de su padre, ya que el escritor también sufría de ese mal. En ese sentido, Los hermanos Karamazov es también una novela maratonista, una novela enloquecida por correr hacia un futuro que más que futuro es un umbral repleto de incertidumbre. A María la marca, a manera de un señalador vital, el final de la novela, cuando Alexéi, el menor de los Karamazov dice: “Resucitaremos sin falta, nos veremos sin falta y con gozo y alegría nos contaremos unos a otros todo lo que nos haya sucedido”.
Mientras algunos integrantes de la familia alucinan nuevos métodos de cultivo, y Johannes, el cornudo novio de María, se mete de lleno en el mundo de la fotografía para escaparle a su destino, María da rienda suelta a sus caprichos amorosos que ponen en riesgo todo lo poco que tiene. Un conjunto de relatos silenciosos, individualistas y perfectamente segmentados acerca de esas búsquedas desesperadas por alcanzarle el pulso a un presente con gusto a futuro. Esa es la razón por la que Algún día nos lo contaremos todo es mucho más que una tórrida historia de amor. La historia de personas que, con un manotazo de ahogado, intentan hacer pie cuando los tiempos están cambiando.
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