El humor como descarga y contraseña entre los personajes, la minuciosa lectura del lenguaje oral y la crónica basada en hechos reales pero finalmente abducida por la ficción son marcas distinguibles en la obra de Eduardo Belgrano Rawson. Y no podían estar ausentes en los cuentos de Vamos fusilando mientras llega la orden. Así, este último libro se convierte en una suerte de antología personal abierta y heterogénea de un autor que supo darle un nuevo cauce a la relación esencial entre la literatura y la historia.
› Por Damián Huergo
“A nadie le gusta morir inédito. Ellos se harán cargo de tus relatos”, dice el narrador de uno de los cuentos de Vamos fusilando mientras llega la orden, en referencia a que todos, por más inhóspito que sea el pueblo que habiten, tienen algo para contar. Lo desliza sin tapujos, como si fuese una verdad popular o uno de esos dardos semánticos que atraviesan generaciones, aguijoneando y haciendo explotar lo que tocan a su paso. A la vez, esa especie de aforismo o de mantra literario también funciona como una confesión de parte, camuflada, del autor del libro. Desde No se turbe vuestro corazón (1975) hasta el bello y visceral El sermón de La Victoria (2012), Eduardo Belgrano Rawson fue construyendo una obra lúcida, tempestuosa, extrañamente imaginativa, entretejida con los hechos de la historia y que se levanta sobre el hueso primitivo y comunal de la literatura; es decir, contando (recolectando) historias.
Sus historias se ocupan tanto de fueguinos a principios del siglo XX como de un lector contemporáneo que intenta domar un e-book. Pueden ser íntimas o públicas, de la historia mayúscula o la cotidiana. Sin embargo, siempre están escritas con un pulso sincero. Su método es conocido: revuelve archivos, para la oreja en un bar puntano o en una vereda porteña, rasca discursos establecidos. A esa materia viva, confusamente real, logra darle una vuelta de tuerca para alcanzar nitidez y una naturalidad extraña.
En su monumental novela Noticias secretas de América, las historias se acumulan una detrás de otra. Se expanden, alternan, quiebran, para luego recuperar un hilo narrativo que las diferentes digresiones habían dejado atrás. En los doce cuentos de Vamos fusilando mientras llega la orden, sorprende la eficacia del mismo recurso aun en estructuras acotadas. A diferencia de la famosa tesis de Ricardo Piglia sobre el cuento, sus narraciones breves no cuentan dos historias, sino tres, cuatro, cinco, que se abren sin necesidad de concluir a la par, como auguran los decálogos clásicos del género. Aparecen en forma de ocurrencia, recuerdos o fusilazos chistosos, manteniendo el ritmo y la oralidad de una conversación grupal. Por ejemplo en “Bruno Labruna”, mientras una madre –en la sala de terapia intensiva– le habla a su hijo boxeador a pesar de su sordera, crecen en simultáneo historias de la familia o de boxeadores tomadas de una revista de boxeo. El resultado es un cuadro grotesco, triste, hilarante, ajeno al dramatismo propio de la narrativa pugilística.
Parafraseando la frase del film Casablanca, que Belgrano Rawson eligió para su anterior libro de cuentos, el lema del primer conjunto de relatos de Vamos fusilando... podría ser “el mundo se derrumba y nosotros paveamos”. Utiliza el humor como si fuese una etapa superior de la neurosis de cada personaje: un modo de entenderse, de lograr disociarse y reírse de uno mismo. Sucede en “Alborada”, donde comer frituras se vuelve la última aventura de un hombre que ronda los sesenta. O en “Vení llorado”, cuando una tía acostumbrada a oír el quejido de la clase media indignada, cambia el juego catártico de la conversación para no amargar las empanadas. A la vez, el tono humorístico desborda lo individual y se ocupa con desfachatez de las injusticias propias del capitalismo. En “Mandela”, un indigente vive en la vereda de un oculista haciendo valer su derecho a una vivienda digna. Como tal, recibe visitas, protagoniza un corto “en su casa” y concurre a clases de Pilates como cualquier ciudadano que prioriza la elasticidad y la salud.
Dashiell Hammett, en un ensayo que escribió para el Western Advertising, decía que el lenguaje del hombre de la calle no es claro ni sencillo, que no basta con transcribir al pie de la letra una grabación, que hay que darle más peso al lenguaje para alcanzar sus modos de representación. Belgrano Rawson se tomó tal trabajo en El sermón de La Victoria, el de entrevistar y contar la historia de Nelson Madaf, un pibe acusado de un crimen que no cometió, confinado a comerse la podredumbre kafkiana del poder policial y judicial de nuestro país. En los cuentos “El secuestro de Matilda” y “San Luis-Arizona”, el autor puntano retorna a la paz asfixiante del pueblo chico y, sobre todo, al tándem ternura-violencia que manejó como un equilibrista para poder digerir “la novela de la vida real”. La diferencia es que estos relatos –que conservan autonomía– circulan como rumores, como murmullos aún no comprobados. Sin embargo, ayudan a completar la idea de ese pueblo falsamente apacible, donde actúa la misma justicia, la misma policía que invita a los sospechosos “a subir al patrullero, donde se confiesa mejor”.
Un trabajo similar a El sermón de La Victoria realizó en la segunda parte del libro, “Tres disparos”, donde incluye tres crónicas sobre la guerra de Malvinas publicadas por primera vez en el diario Clarín. Como en Noticias secretas de América y Rosa de Miami, Belgrano Rawson lleva al plano literario una investigación periodística sobre un hecho histórico. Durante días recorrió las islas del lado de la posesión argentina, observando los restos de la guerra: borceguíes, cacharros, cartuchos, etc. Los tres disparos hacen referencia a diversos ataques: un misil argentino a una fragata inglesa, un morterazo inglés que da muerte a tres soldados argentinos y, en el maravilloso “La casa de John” (una de las mejores historias que se escribieron sobre la guerra, por el fraseo, el punto de vista, la solidez de los personajes), cuenta el estampido de un cañonazo inglés dentro de la casa del maestro de la isla, dando muerte a tres mujeres cercanas.
Vamos fusilando mientras llega la orden no es un libro más en la obra de Belgrano Rawson. Es un libro síntesis, una muestra centrífuga, una pastilla concentrada que contiene todas las propiedades de su universo: narración excepcional, imaginario cinematográfico, diversidad de territorios, anclaje histórico-real; relevancia de la verdad ficcional sobre la verdad documentada. Tanto los cuentos como las crónicas que incluye podrían ser parte de una antología personal; una de esas recopilaciones que arman autores y editores para introducir a nuevos lectores. Vamos fusilando... tiene el plus de la novedad, dejando potencialmente satisfechos a los neófitos y a sus lectores habituales, que –según advirtió el escritor en varias entrevistas– de ahora en más deberemos conformarnos con las relecturas.
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