Domingo, 8 de septiembre de 2013 | Hoy
Aniversarios > El 5 de septiembre de cien años atrás moría Eduardo Wilde, uno de los escritores más destacados de la coalición liberal de su tiempo. Médico higienista que combatió la fiebre amarilla poniendo en riesgo su vida, fue ministro de Roca y Juárez Celman y autor de piezas inolvidables donde la lluvia, los chicos moribundos y el alma atribulada y callejera fueron protagonistas de una miscelánea obra sentimental.
Por Claudio Zeiger
Cuando se graduó en medicina con una tesis sobre “El hipo”, algunos de su entorno habrán sospechado que ese joven y flamante médico higienista se las iba a traer, y cómo. Que iba a ser un chistoso, un despreocupado, un charlista, un dandy, un héroe o un político de su tiempo. Y algo de todo eso fue Eduardo Wilde. El hipo, tema controvertido y hasta menor para tesis, es al fin y al cabo algo molesto. Como un insecto zumbón. Sin ser grave, puede llevar al desquicio. Y si bien se lo puede combatir, curarse de un susto, por ejemplo, el hipo se va a ir como vino: cuando quiera. Se va a retirar. Solo. Sin que lo echen. Wilde reunió varios de los ingredientes del hipo. Fue molesto, un tanto oblicuo, periférico de esa coalición liberal que tomó el poder en 1880; atacó por sorpresa y se retiró al exilio de la diplomacia, lo que le confirió cierta dignidad, una pátina sepia y un legado de soledad y melancolía, que terminó por convertir a un hombre del riñón de su tiempo en un gentleman sentimental.
Bien mirado, a la distancia de los considerables cien años de su muerte (acaecida el 5 de septiembre de 1913, en el exterior, como corresponde a cierta rancia tradición argentina, en Bruselas), fue la izquierda del roquismo, si es que puede hablarse en términos tan escandalosos. Se peleó con los curas (¿qué habría opinado Wilde de un Papa argentino?), fue ministro de Roca y Juárez Celman y puso en riesgo su vida durante la epidemia de fiebre amarilla.
Quizá Wilde inauguró –o por lo menos fue una de sus figuras más salientes– la módica tradición de los médicos-escritores, de la que dejaría un testimonio más que elocuente en “Tini”, su más popular creación, linaje que se fue ramificando en los escritores-psiquiatras (el olvidadísimo Marcos Victoria, por ejemplo) hasta los escritores-psicoanalistas que tuvieron su pico de euforia en los ’60/’70, con órganos literarios propios. Como sea, todos ellos inocularon el antídoto contra cierta tendencia al escritor-doctor (doctor en el otro sentido, el de abogado), la lengua de “dotores” leguleyos del siglo XIX que nos convenció de que la literatura argentina era cosa jurídica, gramática y hasta filológica de unos hombres de ley que operaban en la esfera pública.
Las evoluciones del dandy-metido-a-político y con destinos ambiguos entre la cultura y el espionaje de alta escuela es cosa de tesis (dominios académicos que habrían asombrado por igual a dandies y bohemios), pero si hay que imaginar una deriva posible, Wilde podría terminar más cerca de Carlos Escudé que de Jorge Asís, con preocupaciones globales y estratégicas acerca del rumbo de la Modernidad, visceral, histriónico y exacerbado, más que esa suerte de desdeñoso cotilleo sobre los vertederos de la política nacional. ¿Algo de Wilde en Fogwill? Puede ser. Y algo de él en Viñas, por supuesto, aunque se suela asociar a David mucho más con el gesto mansillesco; y si hubiera que fijarle un heredero literario más “puro” en cierta visión miscelánea de la cultura y la literatura, en esa mirada de viajero crítico que se pasea por las ruinas de la cultura de masas, pensemos en Edgardo Cozarinsky. (Esa melancolía, imposible de ser erradicada, de Vudú urbano).
“¿Te acuerdas, Manucho?”, diría Borges: “Tú y yo escribimos sobre Wilde”. Borges le dedicó una bonita página (en El idioma de los argentinos) y Manuel Mujica Lainez un excelente cuento en Misteriosa Buenos Aires: en “El hombrecito del azulejo”, unos jóvenes doctores llamados Ignacio Pirovano y Eduardo Wilde salvan a un chico de la muerte, aunque no saben que el verdadero hacedor del milagro es el hombrecito que vive en un azulejo y distrajo a la muerte a la hora señalada; así Manucho hizo una versión con final feliz de “Tini”.
A su turno, el doctor Florencio Escardó escribió una curiosa biografía de Wilde con un fuerte acento en el aspecto médico del biografiado, y la recientemente fallecida Susana Zanetti le dedicó varios estudios destacables.
Wilde siguió el itinerario casi paradigmático de la generación que protagonizó la belle époque argentina, que empezaría a entrar en su ocaso de forma inmediata a su cenit, el Centenario. Dos años después se sancionaba la ley Sáenz Peña, que llevaría al fin del “régimen” que los había entronizado y tenido en los más altos palcos del gran teatro de la elite, y dos años después, con Wilde y Mansilla ya muertos y el general Roca a punto de morir, empezaba la Primera Guerra Mundial y entonces, sí, se sellaba definitivamente el fin de ciclo. Lo que no se puede negar en Wilde es la permanente tensión con la esencia de la élite (lo que hoy se suele denominar “los poderes fácticos”); esa tensión que Mansilla, en gran medida, solía sobreactuar, Wilde la llevaba adentro de verdad, como una incomodidad en el cuerpo y el alma. Acosado por la prensa de su tiempo (era acusado todo el tiempo de corrupción en los cargos públicos), jamás se le perdonó su anticlericalismo ni su liberalismo mucho más avanzado que la media, que llegaba inclusive a la intimidad de su vida privada. En gran medida, el viaje de Wilde a través de su época y desde su muerte, hacia nosotros, es el viaje melancólico del que se ve envuelto en una soledad presentida, temida, deseada. Si Una excursión a los indios ranqueles es un libro lleno de colores y ruidos, de gente amontonada y sonora, los textos de Wilde se van despoblando paulatinamente de personas y poblando de objetos inútiles de coleccionistas burgueses que molestan al escritor, a punto de sacarlo hacia el exterior, a la calle, a la periferia, sin rumbo, anticipando una literatura callejera del siglo XX que incluye el gusto borgeano por el suburbio. No es casual que el lugar más ruidoso, casi infernal, sea el cementerio (“La primera noche del cementerio”). El mundo de los vivos marcha hacia su extinción, el viaje es oblicuo, el universo se va vaciando, arrecia la lluvia y la melancolía se vuelve omnipresente.
Eduardo Wilde fue un gran escritor y su viaje hacia nosotros son cien años de soledad no desprovistos de contradicciones, aventuras altruistas y el presentimiento de que la vida (múltiple) y la muerte (igualitaria), a pesar de haber sido él un miembro destacado de la elite, marchaban inexorablemente hacia la democracia. Y que la democracia no era ese republicanismo abstracto que Wilde tanto despreciaba en los seres de mármol sino algo vivo, un sacudón propio de los cuerpos que tan bien conoció como médico. Lo que no dejaría de causarle una mueca final de irremediable comprensión.
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