Nunca hizo declaraciones políticas, no pertenece a una literatura central y prácticamente todos sus libros son colecciones de cuentos. En verdad, la canadiense Alice Munro tenía sobradas razones para sorprenderse cuando sonó el teléfono (que no atendió) en su casa para comunicarle que había ganado el Premio Nobel de Literatura. De todas maneras, la autora de 82 años, cuya obra se viene conociendo en forma creciente en la Argentina, se llevó el más célebre galardón para sorpresa y beneplácito de muchos. En Canadá, las repercusiones no dejaron de ser matizadas, ya que divididos entre francófonos y anglófonos, sus compatriotas lo vivieron de maneras diferentes. Un caso especial y muy atractivo para seguir apostando por el Nobel que inexorablemente seguirá generando polémicas, adhesiones y decepciones.
› Por Luciana De Mello
En la región de las llanuras que rodean al lago Hurón, al sur de Canadá, un hombre cría zorros plateados. Son animales tímidos y nocturnos cuya piel se cotiza pero no abunda, y aunque el hombre sabe que ésta no es la actividad de cría más beneficiosa de la zona, hay algo en lo extraordinario de esta especie que lo cautiva, que lo hace seguir a pesar de la estrechez económica de la familia. El hombre los cría como si en medio de la llanura salvaje esos animales fueran un tesoro, un valor que alguna vez alguien descifraría. Alice, su primera hija, la mayor de tres hermanos, sería la primera en escaparse de la casa paterna con un anillo de matrimonio y una mudanza lejos, para poder después volver al pueblo a mirar la casa por dentro, a través de los vidrios acanalados y las manchas del fogón en las paredes, esas capas acumuladas de amor y soledad, de incomprensión y silencios, de la fuerza con la que su madre llevó una vida de enfermedad y fe. Alice volvía para encontrar, raspando con una uña, las grietas de la condición humana en los habitantes de su pueblo, en la de su vida misma y la de sus ancestros. Al igual que su padre, confió en esa singularidad posible, en que la ilusión esférica bajo la forma del cuento no era algo que ella pudiera elegir a conciencia sino que de alguna forma así estaba dado. En un primer momento, la forma del cuento le llegó en la urgencia de poder escribir entre las horas de siesta de sus hijas pequeñas, pero más tarde haría de esa forma una toma de partido, cocida a fuego lento dentro del espacio que se había hecho para escribir, en el cuarto de planchar. “Probablemente la razón por la que seguía trabajando para mi padre, aunque nunca antes había tenido otro empleo fijo, era porque se dedicaba a la cría de zorros plateados y en esa clase de negocio había algo precario y fuera de lo corriente, una especie de ilusión de fortuna, tan glamorosa como fantasmal, inalcanzable siempre”, dice la protagonista de “Flats Road”, en La vida de las mujeres. Criar zorros plateados en medio de la llanura, escribir cuentos encerrada dentro de una librería. Dejar de ser esposa, olvidarse de ser madre y ponerse a juntar esas piezas y retazos de las que se está hecha. Mirar alrededor y preguntarse: qué estás haciendo. Y sin embargo seguir. Pero seguir observando, sin que se escape un detalle de lo que realmente cuenta. Eso es lo que hizo Munro, eso y no otra cosa es lo que le valió el Nobel de Literatura. De las piezas y retazos a la casa por dentro, de la casa al pueblo y del pueblo al mundo, eso es lo que lee John Updike cuando en 1996 la reseña, y apunta que es necesario volver a Tolstoi y a Chejov para poder dar cuenta de la magnitud de sus cuentos.
En los cuentos de Munro hay mujeres que se escapan de sus casas, otras que visitan a sus hijos en la cárcel luego de años, que le abren la puerta al asesino de sus hijos, personajes que se sobreponen a la desgracia con la fuerza de quien comprende que en la vida no hay héroes sino sobrevivientes, todos ellos dentro de un paisaje de pueblo que en la superficie se muestra apacible cuando, puertas adentro, la sopa se cuece en el mismo caldero que la ropa sucia. La escritura de Munro nace dentro de los límites y posibilidades de una familia de religión presbiteriana donde se resaltó siempre la importancia de una conducta gentil y mesurada –más aún tratándose de una mujer–, el dejar de lado el interés personal por sobre el colectivo cultivando los modales y las formas de una señorita de la época. Así, la primera vía de escape de Alice Munro fueron los libros: la casa tenía una biblioteca que le permitió leer y releer hasta el cansancio Cumbres Borrascosas: “Después de un tiempo no fue suficiente y comencé a inventar yo misma las historias copiando ese estilo, sólo que ocurrían en Canadá. Quedaba un poco raro, pero no me importaba. Los libros para mí eran más importantes que la vida misma y eso no me ayudó a forjarme el status de una mujer normal y atractiva. Aprendí a ser una persona diferente en la superficie, a pesar de que nunca me funcionó bien. La gente se daba cuenta de que algo en mí no encajaba” y ese no encajar del que habla Munro tuvo su correlato en la imposibilidad de dedicarse a la novela. Porque no es que no lo haya intentado, muchas veces sintió la frustración de no poder unir esas piezas y retazos, como ella llama a sus cuentos, dentro de una obra más larga y que dieron como resultado sus libros de relatos entrelazados Something I’ve Been Meaning to Tell You y La vista desde Castle Rock. El talento de Munro ha sido comparado con el de una corredora de fondo: no es, en ningún caso, una velocista. Es decir, que siendo como es una escritora de cuentos, sus procedimientos se dirían similares en muchos casos a los de los maratonianos escritores de novela. Y tal vez sea ésta la razón de que la sintamos capaz de muchas más páginas. El mismo jurado del Nobel, al expedirse, afirmó que Munro puede escribir en treinta páginas, con absoluta sutileza y contundencia, lo que muchos contemporáneos no logran alcanzar en una novela de trescientas. Munro todavía recuerda el día en que comenzó a escribir La vida de las mujeres. Fue a la librería que tenía con su primer marido, Munro’s Books, y como era domingo se encerró a escribir ahí. Miraba los estantes colmados de genios de la literatura y se sintió una tonta, pero empezó a escribir sobre los recuerdos de la madre: “Cometí un gran error. Traté de hacer una novela, una clásica novela sobre el paso de la infancia a la adolescencia. Luego vi que no estaba funcionando y la abandoné. Me deprimí mucho. Se me ocurrió contar lo mismo en forma de relatos, así podría manejarlo. Ahí supe que nunca iba a poder escribir una verdadera novela: no puedo pensar de esa manera”.
Es el año 1968, Munro tiene treinta y siete años cuando publica por primera vez. Es un libro de cuentos, Dance of the happy shades (aún no traducido al español), con el que gana su primer Governor General’s Award. En su barrio comienzan a llamarla “el ama de casa tímida” y al marido lo felicitan por sobrellevar la situación del premio muy bien. Ella se enfurece, pero sigue escribiendo, trabajando en la librería, con sus hijas ya adolescentes y una relación que se cae a pedazos. Cinco años después ya había escrito La vida de las mujeres y Something I’ve Been Meaning to Tell You; en Canadá se la consideraba una autora sólida, el momento había llegado. Al igual que muchas de sus protagonistas, Munro junta esas piezas que la conforman como escritora, madre y esposa, y las baraja de nuevo: sale de ese matrimonio que había durado veintidós años y regresa al pueblo natal, cuyos habitantes, luego de la muerte de su padre, le recriminaron durante años el hecho de haberlos retratado como gente que vivía en una cruel y amarga introspección. Para Munro, que cada vez que puede se menciona deudora de la obra de las narradoras del sur de los Estados Unidos como Eudora Welty, Flannery O’Connor, Katherine Ann Porter y Carson McCullers, la posibilidad de observación de los diferentes tipos humanos que se respira en un pueblo es siempre mucho mayor que en la convivencia dentro de la vida urbana. Es interesante el recorte que Munro plantea en su lectura del relato corto sureño, Faulkner nunca le interesó mucho –comentó en una entrevista del Paris Review– y la visión que los escritores han desplegado de la sexualidad de las mujeres es algo que en ese momento logró trastornarla. Cuando el entrevistador le pregunta si puede señalar cuál es el motivo, Munro simplemente contesta: “¿Cómo voy a poder ser escritora cuando soy el objeto de otros escritores?”. Quizá por eso, la autora de una obra que ya lleva diecisiete títulos publicados sigue sosteniendo que no es una escritora feminista, a pesar de que el movimiento la reclame como tal. Porque su escritura, parada en la vereda de enfrente de la didáctica combativa, profundiza de tal forma en la singularidad de los personajes que algunos pasajes harían las delicias del feminismo más radical. Lo cierto es que la mayoría de las mujeres de sus relatos viven marcadas por la necesidad de la huida y por el sentimiento de pérdida su vez; sin embargo, ninguna de ellas es caracterizada como una víctima. Munro se niega a retratarlas así y afirma: “Nunca pienso si soy o no soy feminista. No veo la realidad de ese modo, porque creo que también es bastante duro ser hoy un hombre. ¿Qué hubiese pasado si hubiese tenido que mantener a mi familia en mis primeros años de fracasos?”.
Lo curioso de este año es que la Academia Sueca, por primera vez en su historia, haya elegido premiar a una cuentista. Es por esa misma razón que la noticia fue recibida con alegría en el mundo entero y por partida doble. Cuentista, mujer, y del calibre de Alice Munro, quien en su primera conversación telefónica con la prensa, al enterarse de que era la mujer decimotercera en un premio que lleva ciento diez galardones, no pudo más que soltar que el hecho le parecía abominable. Luego comentaría que lo primero que pensó fue en su padre. Lo contento, lo orgulloso que estaría si viviera. El hombre que criaba zorros plateados, el señor Laidlow, ese apellido que Alice Munro nunca usó para firmar sus libros, es el que lleva marcada la estirpe de escritores de la familia. Descendiente directo de James Hogg (autor de Las memorias privadas y confesiones de un pecador justificado) escribió ya en su vejez una suerte de novela basada en el pasado pionero de sus ancestros, los mismos que Munro levanta en las historias entrelazadas que conforman La vista desde Castle Rock. En su epílogo, la hija nombra el libro del padre, retoma sus recuerdos de la tierra que habitaron, la misma a la que ella vuelve para visitar sus tumbas, para no olvidarse de quiénes fueron alguna vez: “Ahora todos esos nombres que he estado reuniendo se relacionan con las personas vivas en mi mente, y con las cocinas perdidas, el lustroso borde niquelado de presencia dominante, los escurrideros de madera verde que nunca se secaban del todo, la luz amarilla de las lámparas de petróleo. Las lecheras en el porche, las manzanas en el sótano, los tubos de las estufas atravesando los agujeros del techo, el establo calentado en invierno por los cuerpos y el aliento de las vacas, esas vacas a las que todavía hablábamos con palabras que eran corrientes en los tiempos del rey que rabió. El salón frío y encerado donde se ponía el ataúd cuando alguien moría. Y en una de esas casas –no recuerdo de quién–, una cuña mágica para sostener la puerta, una gran concha de nácar que yo reconocía como un heraldo venido de cerca y de lejos, porque podía acercármela al oído –cuando no había allí nadie para impedírmelo– y descubrir el tremendo latido de mi propia sangre”.
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