› Por Juan Pablo Bertazza
Desde Canadá
Es probable que, en todo el mundo, el país que menos difundió en sus diarios la gran noticia –la primera Premio Nobel de la Literatura canadiense y la decimotercera mujer en ganarlo– haya sido Canadá. Sí, Canadá. O, al menos, esa gran parte del país que constituye Québec, la provincia más grande del país, que cuenta, además, con la cuarta parte de la población nacional. Le Devoir, uno de sus periódicos más influyentes, sólo le dedicó un frío comentario de pocas líneas con una foto insignificante perdida entre elecciones regionales, fallecimientos y un extenso panorama de noticias internacionales. A la inversa, si hacemos un repaso de las grandes influencias literarias (explícitas y no tanto) de Alice Munro –Eudora Welty, Carson McCullers, Katherine Anne Porter, Flannery O’Connor, James Agee, Updike, Cheever, Joyce Carol Oates, Peter Taylor, William Maxwell, William Trevor, Edna O’Brien y Richard Ford– nos encontramos con que ninguna, ¡ninguna!, es canadiense. Por supuesto, esta paradoja responde a un conflicto de larguísima data. Canadá son dos países en uno: Québec como el gran centro de la francofonía y la industria cultural (todas las películas canadienses se hacen en esa provincia), y el resto del país, conformado en su mayoría por anglófonos que ostentan, a su vez, el listado de los escritores más importantes y más reconocidos a nivel mundial.
Ese choque de mundos y culturas atraviesa absolutamente toda la historia de Canadá, con modalidades que fueron cambiando de manera cíclica: históricos enfrentamientos bélicos entre Gran Bretaña y Francia, una convivencia en apariencia pacífica que esconde, en cierto sentido, una guerra silenciosa, inscripciones en inglés y francés superpuestas tanto en edificios históricos como en señalizaciones de tránsito –algo así como nuestros carteles de publicidad en la vía pública que buscan anularse entre sí–, algunos atentados y hasta dos plebiscitos con que los quebequenses buscaron obtener la independencia: en 1980, alcanzó sólo el 40 por ciento de los sufragios, y el otro aún más reñido, realizado en 1995, que dejó a los independentistas de Québec a solo medio punto de conseguir su objetivo, con el 49 por ciento de los votos. Entre esos dos intentos fallidos, un detalle para nada menor: Québec nunca aceptó los términos de la constitución del año 1982, y por eso mismo, en 2006, el Parlamento canadiense, en un intento desesperado por aplacar las ansias secesionistas, reconoció a los quebequenses como una nación dentro de Canadá. Aunque, claro, se trató de un reconocimiento cultural y social, pero no legal.
Las consecuencias de esta situación extraordinaria a nivel mundial son múltiples. De hecho, el ridículo slogan de Argen y Tina, en Can y Adá no habría resultado ni siquiera gracioso. John Hugh MacLennan –que ganó en dos ocasiones el Gobernador General, el premio literario más importante del país– escribió en 1945 una novela sobre este conflicto con el sintomático y efectivo nombre de Las dos soledades. A pesar de haber ganado el Premio Nobel, está claro que Alice Munro (exponente del mundo anglófono) no logró hasta ahora entablar un puente sobre esa grieta que muy pocos, quizás Leonard Cohen, lograron saltar. Por eso, mientras el diario The Globe and Mail de Toronto se desvivía con sus rotundas cinco páginas sobre la flamante Premio Nobel (y el resto de la semana iría sacando cuatro, tres, dos páginas por día), en Québec muchos ni siquiera se enteraron de que una canadiense había ganado el máximo galardón literario.
La que parece tener una interesante perspectiva sobre esta situación es Lori Saint-Martin, que nació en Toronto, pero actualmente vive en Montreal (Québec). Escritora, investigadora universitaria y profesora de literatura en la prestigiosa UQAM (Universidad de Québec en Montreal), publicó como traductora junto a su marido, Paul Gagné, setenta libros en editoriales como Actes Sud, Flammarion, Points, Folionovelas, por las que obtuvieron también dos premios Gobernador General, en 2000 y 2007. Pero, además, Lori Saint-Martin es una especialista en escritoras mujeres y, al mismo tiempo, una apasionada lectora de Alice Munro. “Es cierto que sigue habiendo dos mundos acá y es probable que el gran público de Québec ni siquiera conozca a Alice Munro, a pesar de que hubo traducciones al francés. En Ontario, apenas se supo la noticia, se desató un verdadero delirio, un evento nacional, todos tenían algo para decir, absolutamente todos, inclusive los que quizás no la leyeron. Lo notable es que cada día llegan cartas de los lectores a los diarios de Ontario donde nadie dice que Munro es una buena escritora, simplemente dicen que la aman”, cuenta sorprendida Saint-Martin y lo que dice hace recordar uno de los puntos que destacó Jonathan Franzen en aquella profética y tan lúcida reseña en el New Yorker: “Munro sale siempre sonriendo en las fotos, como si sus lectores fueran amigos, y nunca con esa mímica recelosa que acompaña las intenciones literarias realmente serias”. “Hay que tener en cuenta que ella escribe desde hace mucho y con mucha constancia, y con gran fidelidad al género del relato, algo muy raro teniendo en cuenta que muchos escritores empiezan su carrera escribiendo cuentos y más temprano que tarde saltan a la novela. Yo creo que eso explica que tenga lectores tan fieles. También la admiran, pero lo más fuerte es la emoción, ese amor loco que ella inspira. Apenas me enteré de la noticia, yo también me puse a saltar en mi casa”, recuerda con una tímida sonrisa Saint-Martin.
¿Te sorprendió que ganara el Nobel?
–Si bien yo creo que ella es nuestra mejor escritora, me sorprendió que lo ganara por tres razones: porque no tenía mucho perfil de Nobel, porque es mujer y porque siempre escribió cuentos. En ese sentido, Michael Ondaajte o Margaret Atwood tenían más posibilidades. Hasta hace algunos años, Alice Munro era una escritora de culto, nunca tuvo una incidencia política directa ni tampoco personalidad pública. Y todas las mujeres que ganaron el premio hasta acá tenían justamente eso en común. Lo que sí es cierto es que, en un sentido amplio, ella manejó siempre un tema político: el de la clase social. En todos sus libros existen dos mundos: uno de gente más rica y llena de pretensiones, y otro universo conformado por campesinos o, simplemente, personas que estudiaron menos. A su vez, esa gente menosprecia a la gente “culta” porque se la pasan hablando de libros que no le interesan a nadie. Pero ella nunca se mete en la vida pública como sí hace Atwood, que siempre da declaraciones. La última, por ejemplo, fue para adherir a un movimiento que intenta cambiar la letra de nuestro himno nacional por sexista. Nunca vas a ver a Alice Munro haciendo una declaración pública, es una escritora pura.
A propósito, ¿cómo habría que interpretar el chiste que le hizo Atwood en Twitter?
–Es que la llamaron de Estocolmo y Munro no contestó. Entonces, la Academia Sueca le tuvo que dejar un mensaje en el contestador, y ahí ella le escribió eso, “salí de la granja y contestá el teléfono”. Yo supongo que ella está decepcionada, por ahí contenta porque es muy nacionalista, pero muy decepcionada porque nunca más lo va a ganar, se apagó la última esperanza.
El género es un aspecto fundamental de la obra de Alice Munro; el género en sus dos acepciones, una escritura dedicada y consagrada tanto a la forma del relato como a las mujeres. Aunque cabe destacar que el asunto tan mentado de la nouvelle parece responder a un error geográfico, porque el término es muy utilizado en Francia, pero casi nadie lo menciona en Canadá. Volviendo a lo estrictamente literario, si bien Munro habla de personajes cotidianos, en su obra existen también numerosas referencias a la mitología, y sutiles y discretas citas a Shakespeare y Tennyson. También es muy interesante el juego que hace entre el interior y el exterior de las mujeres: Munro siembra pistas en el mundo exterior de sus mujeres para enriquecer, así, el análisis de verdaderas oleadas del alma. Hay, en ese sentido, una clara indagación psíquica haciendo hablar a objetos como cartas, cajones y pulseras. Los relatos de Alice Munro se especializan, en definitiva, en mujeres que se encuentran en plena confección del balance de sus vidas, y justo en ese momento algo imprevisto suele llegar para hacer saltar la balanza. También es notable que aun las mujeres jóvenes de sus libros se sienten grandes en una literatura que parece tener el color de la erosión de las cosas. “A cualquier libro de Alice Munro le iría bien el nombre de su segundo libro, La vida de las mujeres. Sus relatos hablan de los límites que tuvieron las mujeres en su vida, y siempre, siempre se refieren a la vida secreta: actos como adulterios, divorcios, escándalos pero también la vida interior, pequeñas vergüenzas, pequeños orgullos, la vida interior de las mujeres que no tienen una habitación propia. Ella misma bautizó a lo que escribe de gótico canadiense, porque siempre aparecen grandes eventos en pequeñas vidas cotidianas. Todos los escritores pueden llegar a ser verosímiles, pero la suya es una obra de pura verdad, una literatura en la que reconocés la vida. Siempre que terminás de leer uno de sus relatos te queda la sensación de tener entre tus manos toda la vida de esa mujer. Celos, odios, pasión, amor, enfermedades. Lo que ella escribe es así: esas locuras que hacemos por pasión, que sabemos que no hay que hacer mientras las hacemos y después nos preguntamos cómo las hicimos, como si se tratara de otra persona. También hay muchos crímenes, pero siempre aparecen fuera de escena. Lo que se cuenta es cómo se vive después de eso, por ejemplo cómo se empieza a ser viudo. Lo mismo pasa con el sexo: pocas veces cuenta una escena sexual, lo que se cuenta es el deseo, la seducción y el momento inmediatamente posterior. Su lectura es muy placentera, pero también tiene algo molesto porque sentís que te está espiando, y yo creo que es por eso que la gente la ama”, precisa Saint-Martin.
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