Domingo, 23 de marzo de 2014 | Hoy
Acaba de llegar a la Argentina en su versión en castellano y en una lujosa edición, pero ya desde que se publicara en los Estados Unidos en el año 2000, La casa de hojas de Mark Z. Danielewski se convirtió en un libro anómalo para editoriales y crítica. Y en verdad lo es. Se trata de un libro-objeto que utiliza a fondo los recursos de la tipografía, el montaje, los colores y el espacio textual. Clásica en su relato y experimental en otros aspectos, homenajeando a Borges y bebiendo de las fuentes del terror más paranoico, La casa de hojas es, paradójicamente, resistente a las pantallas, un homenaje y defensa del libro de papel.
Por Mariana Enriquez
En 2000, justo con el cambio de siglo, se editó en Estados Unidos la novela debut de un joven escritor, Mark Z. Danielewski, de 34 años. Se llamaba La casa de hojas (House of Leaves), tenía más de setecientas páginas, había sido rechazada por más de treinta editores y rápidamente se convirtió en un best-seller: vendió medio millón de ejemplares en pocos años, en todo el mundo. Pero lo que provocó entonces un verdadero sacudón en el mundo editorial, literario y crítico fue la forma y el contenido de esta larga y compleja novela de un debutante. La casa de hojas es un libro que está entre la novela de aventuras, la novela de terror y el ensayo metaliterario; es una novela experimental que hace uso del diseño, la tipografía, el montaje, para convertirse además en un libro-objeto que no se parece a ningún otro. Tiene páginas con el texto invertido, páginas que se centran en una caja de texto que a su vez está rodeado por más texto y citas y notas al pie; páginas que tienen apenas un punto solitario, o una partitura, o un texto ilegible en Braïlle; páginas con un renglón nadando en el blanco; páginas con un sola palabra, reproducciones de Polaroids, cuadrados negros; páginas con texto en rojo, tachado pero todavía legible. La palabra “casa” siempre aparece en azul. Una parte del texto usa Times New Roman; otra, Courier. Hay más anomalías. Fue por eso que, durante años, se consideró que La casa de hojas, a pesar de su éxito y de su condición de pequeño mito, era imposible de editar en castellano.
Demasiado cara, demasiado riesgo: la novela es este formato y no puede leerse de otra manera, pero editarla respetándolo parecía alocado. ¿Quién iba a leer, además, setecientas páginas vanguardistas, neogóticas, inclasificables?
Aparentemente, muchos. En noviembre del año pasado, La casa de hojas finalmente vio la luz en castellano, en una lujosa coedición de las editoriales españolas Pálido Fuego y Alpha Decay que ya se consigue en las librerías argentinas. El esfuerzo cuenta con la fabulosa maquetación de Robert Juan-Cantavella y una notable traducción de Javier Calvo. Y en apenas dos meses, en España, vendió diez mil ejemplares. Hay, además de la expectativa de cierto público y de la leyenda del libro, otra explicación que resume, de alguna manera, el enorme atractivo de La casa de hojas: se trata de un libro imposible de piratear. Si bien la novela es un ejemplo de narrativa posmoderna, al mismo tiempo es fiel al objeto libro: en ese sentido, es un anacronismo. Por sus características físicas, es no apta para un dispositivo electrónico. Ni siquiera para los de última generación. Circula un PDF pirata de La casa de hojas en inglés y, como saben quienes intentaron leerlo, es una tarea inútil. La casa de hojas, con su total dependencia del papel, le da un sentido moderno al libro como objeto, lo saca de las pantallas; aunque es cierto que el libro resiste admirablemente los embates de la era digital –al menos con mayor fuerza que la música–, las voces que profetizan su eventual desaparición del mundo de los átomos continúan. La casa de hojas, probablemente sin querer, es una respuesta posible y una refutación de esas profecías.
La cuestión de la forma es tan preeminente en La casa de hojas que resulta necesario empezar a hablar de la novela desde ese aspecto, pero no es que el diseño aplaste o resulte una molestia para acceder al contenido. Ambos constituyen este monstruo de muchas cabezas. Y la historia que cuenta La casa de hojas es compleja, sí, pero totalmente accesible y, sobre todo, reconocible.
Empieza cuando un joven tatuador de Los Angeles, el atormentado y nochero Johnny Traunt, entra a la casa del vecino muerto de su mejor amigo. El vecino se llama Zampanò y fue un anciano ciego y grafómano que dejó una obra inédita y dispersa. Johnny se ve de inmediato atraído por todos estos papeles y se convierte en el heredero accidental de una vida de escritura. Así describe los papeles de Zampanò: “La cosa contenía cientos y cientos de páginas. Marañas interminables de palabras que a veces se retorcían para formar algo coherente y a veces no llevaban a nada, a veces desmontándose, siempre ramificándose hacia otros textos con los que me encontraría más adelante, garabateados sobre servilletas viejas, en los bordes rotos de un sobre, una vez incluso en el dorso de un sello de correos”.
A continuación, lo que se nos ofrece es el manuscrito de Zampanò, ordenado y anotado por Johnny –con la forma antes descripta, que es la forma de este libro–. Lo que Zampanò ha escrito es, a su vez, otro texto experimental: la historia de una película documental que no existe llamada El expediente Navidson. Es un documental de terror, cinéma verité de género, como The Blair Witch Project o la saga Actividad paranormal. Danielewski afirma que tomó la idea de los tantos libros inventados por Borges y se inspiró, básicamente, en “Pierre Menard, autor del Quijote”, cuento que aparece citado varias veces en La casa de hojas. Incluso aquel famoso epígrafe de “Pierre Menard...” parece referirse a los escritos de Zampanò, dice: “Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto”.
Pero aquí lo inventado no es un libro, es una película. Una película de terror que es, también, la historia de una familia.
Will Navidson, el protagonista, es un fotoperiodista ganador de Pulitzer –con una foto polémica, a la que volveremos–; para recomponer su matrimonio, desgastado por sus viajes y sus obsesiones, se muda a una casa en Virginia con su esposa modelo, Karen, y sus dos hijos. No bien llega, se decide a hacer una película familiar sobre esta mudanza, el cambio de la ciudad al campo –antes vivían en Nueva York– y su nueva vida.
El registro empieza a convertirse en una pesadilla cuando la familia vuelve de un corto viaje y encuentra un espacio nuevo en la casa: donde había una pared, una pared pelada, ahora hay una especie de closet, un ropero, con su correspondiente puerta. Ese espacio ha aparecido. Es la definición de lo siniestro, lo familiar que se vuelve extraño. No hay nada en el closet, no es amenazante. Lo horrible, lo terrorífico, es su existencia, su materialización. Investigando este fenómeno, Will Navidson se pone a medir la casa. Y descubre otra imposibilidad, otra locura física: el ancho del interior de la casa excede en seis milímetros el ancho de la casa medida por afuera. Es nada, es mínimo, pero es imposible. No es un detalle, es la distorsión de lo real. Entonces Navidson pide ayuda: llama a su hermano y a un amigo, Billy Reston, científico. Y las cámaras montadas para contar la historia de su familia empiezan a mostrar este horror imposible, la peor casa encantada imaginable. En el living aparece un pasillo negro y helado, sobre una pared: del otro lado de la pared está el jardín, pero el pasillo oscuro no sale hacia ninguna parte, lleva a otra oscuridad. Una oscuridad donde algo ruge. Poco después, las paredes que sostenían estanterías de libros se expanden y el ruido de la caída de la biblioteca es el principio de la locura. Pronto, Navidson se verá obligado a contratar un equipo de espeleólogos: es que ese pasillo frío y completamente oscuro se ha expandido en un espacio enorme que él no puede explorar, no él solo, al menos. Los espeleólogos inician las exploraciones y encuentran un Gran Recinto cuyo techo mide al menos ciento cincuenta metros de altura y su arco es de kilómetro y medio. Para colmo, tiene una escalera en el centro, de más de sesenta metros de diámetro, que desciende en espiral hacia la nada, o mejor dicho, hacia la oscuridad total. En la tercera exploración, los espeleólogos tardan once horas en regresar. Porque la oscuridad se mueve, crece, se expande, se achica. Se pierden en la casa, se los escucha detrás de las paredes, desaparecen en profundidades. Y hay algo acechando en esa oscuridad, algo vivo. Es aquí cuando La casa de hojas se convierte en una novela de aventuras, en un corazón de las tinieblas que se devora de una sentada: con todos sus trucos, sus excentricidades gráficas, sus referencias y procedimientos meta, es una novela que se lee con la misma avidez que una de Stephen King. Es que La casa de hojas también es una narrativa tradicional con su monstruo, su casa embrujada, el manuscrito que vuelve loco al que lo lee. Todos temas clásicos, aprehensibles, que al mezclarse con los procedimientos experimentales no pierden su fuerza narrativa. Este logro casi no tiene precedentes.
¿Qué es la casa?, ¿qué oculta? ¿Es una tumba, protege algo, es el hogar de algo que pertenece a otro mundo, rompe con las leyes de la física porque existe en otra dimensión? Las respuestas de Zampanò y de Danielewski para este misterio son diversas. Por un lado, se ofrece una larga exégesis de la narrativa de la película El informe Navidson y sus secuelas –un corto de Tom, el hermano; una película de la esposa, Karen, en la que incluye entrevistas– y una síntesis de la montaña de producción crítica y académica que creció alrededor de la película. Análisis posestructuralistas, feministas, de ciencia dura, de estética cinematográfica, digresiones sobre la historia bíblica de Esaú y Jacob para explicar la relación entre los hermanos, enumeraciones larguísimas de fotógrafos, de casas célebres, de ejemplos de arquitecturas; citas en francés y alemán y en castellano; informes científicos sobre el eco y los meteoritos, poemas, fotografías. Todas estas digresiones son a veces apasionantes y a veces desopilantes, incluso molestas: es obvio que, en esta instancia, La casa de hojas es también una sátira a la crítica académica, sobre todo a la crítica sobre los artefactos pop.
Por otro lado, también crecen las notas al texto de Johnny Truant, el heredero de Zampanò, que no sólo comenta el texto sino que cuenta su vida, su propia historia, sus encuentros sexuales, sus noches tóxicas, las mujeres misteriosas que se le cruzan en los bares de Los Angeles. Lo que constituye otra novela más dentro de La casa de hojas, la de la vida de este chico que, posiblemente, y a causa de un trauma infantil gravísimo –su madre insana trató de matarlo; antes, le quemó los brazos en un accidente doméstico– se esté volviendo loco. A su mente exigida, drogada además, esta exploración de la oscuridad y el monstruo al acecho que lee en la escritura de Zampanò lo están enloqueciendo cada vez más, al punto que pierde por completo la noción de realidad y ficción.
Y el diseño gráfico de la novela va acompañando los dos descensos paralelos, el de la familia Navidson y sus amigos a las profundidades de la oscuridad y el de Johnny Truant a la boca de la locura. Con cada página, el diseño es más arriesgado, más extraño, más adecuado a su contenido.
La locura de Johnny, su miedo irrefrenable mientras recorre el mundo vagamente onírico de las colinas de Hollywood recuerda los universos surrealistas de David Lynch, especialmente en su película Mulholland Drive, y no es casual que uno de los mayores entusiastas de La casa de hojas sea Bret Easton Ellis, un escritor cinéfilo, que vive en Los Angeles y que escribió: “Esta novela está emocionalmente viva, es angustiosamente temible y sobrecogedoramente inteligente, hace que el resto de las novelas que le son contemporáneas resulten insignificantes. Uno se imagina a Pynchon, Ballard, King y David Foster Wallace haciendo reverencias a los pies de Danielewski, ahogándose de asombro, sorpresa, risa y pavor”.
Las influencias literarias patentizadas en La casa de hojas son muchas. La de Borges es la más obvia y llega incluso hasta el homenaje directo en la ceguera de Zampanò, la cita en castellano del poema “El otro tigre” (de El hacedor, 1960) y en la larguísima comparación de la oscuridad con un laberinto y en particular con el del Minotauro, en obvia alusión no sólo al mito clásico sino a “La casa de Asterión” –en la novela, casi todo lo referido a este mito aparece escrito en rojo y tachado, en uno de los muchos demenciales juegos tipográficos–. Danielewski niega la influencia directa de Pálido fuego de Nabokov o La broma infinita de David Foster Wallace –cuyas estructuras de notas al pie y citas, además de la sátira académica, tienen mucho en común con La casa de hojas–: “No las leí”, dice. “Seguramente tengo una influencia lateral, porque sí leí sobre estos libros y Foster Wallace es además mi par generacional, de modo que alguna influencia común debemos tener. Los dos somos universitarios, yo fui a Yale, y estamos familiarizados con la jerga académica –y sabemos cómo satirizarla–. Veo a La casa de hojas como un libro de viaje literario. Está conectado con los escritores que estudié, desde Borges hasta Sylvia Plath, Virginia Woolf, Carlos Fuentes, Bukowski y Kerouac. Hay cantidad de influencias y precedentes obvios en el texto, y también muchas lecturas clásicas, como Shakespeare o la épica de Gilgamesh. Y, por supuesto, crítica literaria. Para mí es una síntesis de todos esos aspectos.” Hay otras influencias clarísimas: Moby Dick, de Melville, por ejemplo: la oscuridad y ese espacio vacío de la casa, inconquistable, es la blancura de la ballena, y cuando Navidson vuelve a la casa después de haber sido expulsado de la manera más espantosa, vuelve convencido de que la casa es un Dios –de la misma manera que Ahab cree en la divinidad de la ballena–. Moby Dick también es una novela que, en sus largos capítulos técnicos sobre la caza y la vida en un ballenero, tiene un espejo en los pasajes “duros” y cientificistas de La casa de hojas, que discurren sobre la claustrofobia y las enfermedades mentales, por ejemplo, o sobre los equipos de fotografía y filmación. Y en cuanto a desafiar el proceso de lectura y proponer nuevos significados mediante la forma, con diferentes puntos de entrada no lineales a la historia que impactan en la estructura física del libro, la influencia clara es de Rayuela –una influencia que ya es tema de varias tesis en universidades de todo Estados Unidos–.
Pero, y es bastante obvio, la otra gran influencia de Danielewski es el cine. Y no es una influencia que sólo tiene que ver con su cinefilia o su sensibilidad generacional: es parte de su historia.
La casa de hojas es, también, una novela familiar. O varias. La de Navidson y su familia, por supuesto: la casa en abismo frente a ese matrimonio que se disuelve. Y la de Johnny Truant y su madre demente que, desde la institución psiquiátrica donde está encerrada, le escribe cartas temibles, paranoicas. Pero también La casa de hojas pertenece a la novela familiar de Danielewski. Su padre es Tad Danielweski, un cineasta experimental de los años ’60 y ’70 que adaptó La gran ola, de Pearl S. Buck (en 1961), y en Sinners Go to Hell, de 1962, hizo una versión de la obra teatral de Jean-Paul Sartre A puerta cerrada, codirigida por Orson Welles. Mark Z. no se llevaba bien con su padre, quien murió en 1993 –era un hombre duro, nacido en Polonia, que estuvo detenido en un campo de trabajo alemán–. Danielewski asegura que encontró la historia de La casa de hojas en 1993, después de la muerte de su padre. De él heredó la obsesión por el cine. Y también en su homenaje, citando a Welles, plantó uno de los Rosebud de La casa de hojas, que es el trauma de Navidson: el fotógrafo ganó el Pulitzer porque tomó una foto de una niña agonizando de hambre en Africa, con un ave carroñera a su lado. La niña se llama Delial y es uno de los fantasmas que Navidson no puede exorcizar –es su oscuridad interior, su tiniebla, la que va ocupando su casa–. Danielewski lo menciona poco, pero tomó esta historia de la vida real: es la del fotógrafo sudafricano Kevin Carter, que en 1993 tomó una fotografía de una niña muriendo en Sudán al lado de un buitre –ganó el Pulitzer por esa foto, no soportó las críticas que lo acusaban de no haberla ayudado, de haber preferido la gloria de la foto antes que la compasión, y se suicidó poco después, en 1994–. A esta oscuridad Navidson tiene que volver una y otra vez, como vuelve a la casa porque, como dice uno de los muchos “informes”: “La oscuridad no se puede recordar. Es por eso que los espeleólogos siempre desean regresar a esas profundidades invisibles donde han estado. Es una adicción. Nadie queda satisfecho. La oscuridad nunca satisface. Sobre todo si roba algo, como efectivamente suele suceder”.
Danielewski reconoce que el cine y su padre –y lo que provocó su muerte cuando él era muy joven– lo decidieron a incorporar el elemento cinematográfico a su primera novela. Explica: “Gracias a mi padre aprendí que el cine tiene una gramática que intensifica las experiencias del público. Una película de acción es un ejemplo muy simple. Antes de una secuencia de acción, el director tiende a presentar tomas largas y estáticas; así el ojo del que mira se fija en un punto focal de la pantalla y no se mueve. Cuando aparece la secuencia de acción, se usan planos cortos y se intensifica la experiencia del público al mover el punto focal de un lado a otro de la pantalla. El ojo se mueve por todas partes y la respuesta a ese estímulo es visceral. Cuando estaba armando esta novela, empecé a teorizar sobre cómo podía adoptar las mismas técnicas en un texto. Entonces, por ejemplo, en el capítulo 9, el capítulo del Laberinto, la densidad del texto intencionalmente desacelera al lector, lo reorienta, presenta la pregunta sobre la dirección dentro del libro. Pero el siguiente capítulo, el del Rescate, sólo tiene unas pocas oraciones por página, de manera que el lector atraviesa cien páginas muy rápido”. También, por ejemplo, cuando Navidson vuelve a la casa y el pasillo se ensancha, las palabras en la página se van separando de modo que el blanco se ensancha... y forma un pasillo. La forma y el contenido resultan inseparables. Explica Robert Juan-Cantavella, el responsable de la compleja maquetación de la versión en castellano: “La imagen es uno de los temas principales de la novela y es aquí donde la forma y el contenido se dan la mano. ¿Por qué? Porque la novela nos habla de una película documental (de imagen en movimiento): El expediente Navidson. Porque Will Navidson es un importante fotoperiodista, atormentado por el dilema moral de tomar la imagen o solucionar el problema que ésta representa. Porque, en última instancia, hubiese sido difícil escribir esta novela sin dibujarla al mismo tiempo. Así gran parte del esfuerzo visual de La casa de hojas está centrado en recrear, con las herramientas de la literatura, una película a la que el lector no tiene acceso. Y no sólo eso: una película en la que predomina la oscuridad y el silencio, lo cual supone doblar la apuesta. En ese recrear la película, muy distinto de hablar de ella, descansa buena parte de la experimentación visual de La casa de hojas, y si fuese necesario hacerlo la justifica”.
Novela de terror, novela experimental, gótico posmoderno, historia de amor, sátira de la crítica académica, novela de aventuras: La casa de hojas puede definirse de todas esas maneras al mismo tiempo, y se le pueden sumar pasajes de literatura de viajes, de novela epistolar, de realismo sucio, de guión, incluso de poesía. Lo cierto es que se trata de un texto excéntrico y una literatura fresca y desafiante, que en todo su collage y fragmentación conserva la anticuada pasión de la narración, de la historia que se lee con ansiedad, con expectativa. La casa de hojas, a pesar de ciertas ingenuidades, es pura satisfacción y una experiencia que a veces raya lo físico, un paseo barroco y agobiante y, finalmente, parecido a ningún otro.
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