Domingo, 23 de marzo de 2014 | Hoy
Dos películas de reciente estreno comparten un nada despreciable núcleo literario: en La grande bellezza, de Paolo Sorrentino, y En la casa, de François Ozon, sendos protagonistas fueron autores de un promisorio primer libro pero luego torcieron el rumbo: uno hacia el ejercicio del periodismo de arte y cultura que marca tendencias, el otro hacia la enseñanza de la literatura. ¿Qué les pasó? ¿Quizás toda la potencia esté contenida en el primer libro y lo que resta es sólo el atisbo de un pálido declinar? ¿Quizás se trate de una romántica resistencia contra el progreso indefinido?
Por Ricardo Feierstein
El azar de la distribución cinematográfica estrenó en Buenos Aires, con apenas días de diferencia, un par de películas notables que, pese al distinto origen, presentan una curiosa complementariedad en sus protagonistas: dos escritores, luego de una primera novela juvenil y exitosa, deciden cambiar el rumbo literario por el periodístico o el docente y no vuelven a intentar el riesgoso (y apasionante) oficio de la escritura. La grande bellezza, coproducción ítalo-francesa dirigida por el napolitano Paolo Sorrentino, articula su trama alrededor de Jep Gambardella, quien décadas atrás escribiera El aparato humano y ahora es un periodista especializado en arte y cultura que, al inicio de la acción, celebra el cumpleaños número 65 en la terraza de su casa con vista a Roma. Hombre atractivo y elegante que no parece tener familia, seductor innato y cínico cronista de su entorno, las fiestas donde se amontonan snobs de la alta sociedad, agentes de prensa, modistos, intelectuales ambiciosos y aspirantes a actrices conforman un mundo farandulero superficial y contradictorio, objeto de deseo para la mirada exterior. La burla al experimentalismo elitista de ciertas instalaciones artísticas corre pareja con la humillación de alguna escritora comprometida y la inevitable soledad de quien fabricó los propios límites de su accionar. En la casa, dirigida por el prolífico François Ozon, gira alrededor de Germain Germain (el nombre es un guiño gracioso), autor también de una única novela de juventud que todavía alguien recuerda y profesor de literatura en un colegio secundario llamado, no casualmente, Gustave Flaubert (¡Madame Bovary es él!). Casado con Jeanne, sin hijos, este matrimonio burgués y aburrido será conmovido por la aparición de un alumno, Claude García, que escribe con talento y perversión un folletín por entregas donde el aburrido docente encontrará, como modesta epifanía, ese talento en ciernes que alguna vez creyó poseer, una mirada de voyeur que conserva sin poder desplegarla siquiera como terapia.
No están claras las razones por las que estos promisorios novelistas deciden no reincidir en esa ruta. El tartamudeo referido al primer libro siempre es un gran tema. Puede ser temor a repetirse, no estar a la altura de esa primera obra o, simplemente, no tener nada más que decir. El conocido “Dí tu palabra, y rómpete”, la anécdota de Rimbaud, dando a conocer a los 18 años las fantásticas poesías de Iluminaciones para, poco después, abandonar la pluma e irse a comerciar esclavos en Africa hasta el final de su vida. Bernardo Kordon poseía al respecto una teoría particular. “Para conocer a un escritor –decía– siempre hay que leer su primer libro. Allí, de manera seguramente imperfecta y hasta adolescente, está todo: impulsos, neurosis, amores, cosmovisiones.”
El relato de la modernidad, en cambio, aplica a la producción literaria el mismo cartabón que a la sociedad general: un darwinista progreso indefinido. Se supone que cada obra debe superar la anterior: el literato estudia, prueba, modifica, experimenta, lee, y todo eso confluiría en producciones más valiosas.
No resulta sencillo traducir este postulado en la práctica. Es casi un lugar común señalar que García Márquez no logró superar la cima de Cien años de soledad en sus novelas posteriores, a pesar del Nobel (George Bernard Shaw decía que “el Premio Nobel es un salvavidas que le tiran a un nadador que ya llegó a salvo a la costa”). Nada garantiza que la “mejor” producción de un creador sea su última obra. Ese punto de excelencia esté ubicado en algún tramo de su carrera, pero difícilmente en el epílogo. Y eso a pesar de la dialéctica hegeliana, que asegura la plenitud de la síntesis recién en un momento posterior al de la tesis inicial, que deberá ser negada a lo largo de un proceso. Compararse con uno mismo siempre es riesgoso. He sido testigo, en mis años de estudiante de arquitectura en la UBA, de este demencial sistema evaluativo. Cómo lo importante consistía en el “progreso” del sujeto gracias a sus profesores, alumnos que iniciaban la materia anual de diseño con un nivel superlativo podían llegar a ser aplazados hacia el final del período lectivo, mientras aquellos compañeros que comenzaban de manera más primitiva eran premiados por sus modestos avances con la promoción.
¿Por qué, entonces, Jep Gambardella y Germain Germain –que aspiraban a descifrar el mundo con sus obras y terminaron frivolizándolo– abandonan la posibilidad de la escritura luego de su exitoso debut y se encuentran al final del camino con cierta frustración por aquello que dejaron, sensación de vacío imposible de digerir? Quizás interviene aquí otra línea de reflexión: éxito social y acceso a lugares de poder. Quedó atrás ese siglo XIX en el que políticos franceses consultaban al polígrafo Victor Hugo antes de tomar decisiones de Estado. La posición del escritor –la del intelectual en general– se ha ido desplazando, sobre todo en las últimas décadas, del centro de prestigio e interés hacia los rincones más apartados y menos influyentes de la cartografía social. De alguna manera, ambos protagonistas quisieron reubicarse. Formar una mesa examinadora, antes que seguir siendo alumnos. Pero no sin continuar en ámbitos similares a aquellos que los vieron nacer. Entonces, Jep Gambardella escribe, pero se especializa en periodismo cultural: sus notas son seguidas con interés, definen corrientes de opinión, influencias, posibilidades de éxito. Germain Germain, el adusto profesor, enseña a escribir a otros desde su cómodo balcón de juez y conocedor al que sus discípulos rinden pleitesía, real o simulada.
Ellos dos han logrado acceder a sus propias y pequeñas parcelas. Manejan una red donde circula el poder que nunca se posee del todo, sino que se ejerce. Un lugar pragmático en el que una sabia alquimia combina experiencia y virginidad conceptual para obtener los resultados deseados. Definen tendencias de diseño cada temporada e instruyen sobre la forma de diferenciar una nouvelle de un cuento largo.
Ante el arriesgado paisaje de decadencia o repetición de cada nueva creación que podrían emprender, una interminable carrera de obstáculos que carece de punto de llegada, eligen ser maestros y no alumnos crónicos. A la utopía de cambiar todo o no cambiar nada la reemplazan por las micropolíticas de lo múltiple.
¿Habrá sido así? Bettino Craxi, el premier italiano juzgado por sus contactos con la corrupción y la mafia, exclamó al final del juicio al que fue sometido: “Sí, es cierto lo que ustedes dicen. El poder enferma... a quienes no lo tienen”.
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