Domingo, 20 de abril de 2014 | Hoy
La muerte del ensayista y politólogo Ernesto Laclau, producida la semana pasada, disparó un chip mediático casi instantáneo que buscaba encasillarlo en el lugar del intelectual “favorito de los K”. Su acercamiento al proyecto político de Néstor y Cristina Kirchner, en todo caso, vino a confluir con la larga y vital trayectoria teórica, intelectual y política de un hombre de acción y pensamiento, que desde los años ’60 fue tan cosmopolita como latinoamericanista, una parte de la izquierda nacional, y alguien que sintetizó elementos del marxismo y depuró el concepto de populismo. En esta despedida, Radar esboza un retrato de Laclau y algunas consideraciones suyas sobre la Argentina y sus alrededores.
Por Gabriel D. Lerman
¿Cuáles son los vínculos entre la vida de un intelectual y sus libros? Es difícil pensar entre ambas instancias como segmentos delimitables. Por el contrario, probablemente haya entre cada libro y cada fragmento de la vida transcurrido una relación intrínseca donde una se vuelca sobre la otra como en un proceso de inmersión y emergencia. Es raro que la escritura de un libro, la producción de un pensamiento pueda pasar indemne sobre el cuerpo y las opciones posteriores de ese hombre. La idea de un calado profundo, que deja marcas, huellas, se acerca mucho al sentido de la vida de un escritor de ideas. Y la vida de un hombre que hizo de la palabra una herramienta de trabajo, pero sobre todo un ámbito de reflexión existencial y política, difícilmente permita treguas o delimitaciones artificiales. La intensidad de esa vida está atravesada por sus libros. Los libros pueden ser los ensambles de los vagones de un tren, que sería esa vida en conjunto. La muerte de un escritor expulsa un golpe de campana final que hace al mismo tiempo de ese término una entonación conclusiva y reacomoda hacia atrás, al menos en lo inmediato, ciertas piezas que pudieran quedar sueltas. Surge la necrología fácil que podría resolver en una pincelada el asunto, asignándole a tal hecho una hondura mayor, y aquel otro una indeterminación inesperada. En el caso de Ernesto Laclau (1935-2014), llamó la atención la rapidez con que el dispositivo comunicacional agazapado ante cualquier partícula volátil se incorporó, tras un breve bostezo, a la enunciación sobre la pérdida del intelectual preferido, el ideólogo K, y otras etcéteras fugaces. Lo primero en pensar sobre el punto es en qué medida resulta noticiable, carne de morbo, la mención al deceso de un intelectual. ¿Qué es un intelectual para los medios? ¿Y qué es un intelectual en estos tiempos mediáticos?
Difícil compaginar la vida de un hombre y sus libros, pero sobre todo tensa y argentina y generacional es la forma en que Laclau cierra su tiempo. Porque, como muchos de los nacidos entre los años ’30 y ’50, llevaba en el cuerpo y en su biografía las huellas de la política, de las rupturas de nuestra política. Una vida joven porteña hasta los treinta y pico, un viaje momentáneo que se prolonga y se convierte en exilio y luego, también, el quiebre hasta otra vida. ¿El hombre que en las últimas semanas contaba jubilosamente sus caminatas por Florida con Arturo Jauretche, o se refería a su relación con Jorge Abelardo Ramos, era el mismo que tan pronto se alejaba del país, tomaba clases con Eric Hobsbawm y se convertía en profesor en Essex? Sin caer en chauvinismos, la primera respuesta al tipo de necrológica autista que piensa sólo en la anti K sería decir, con claridad, que algo distinto aportó este hombre a la política y a los estudios políticos, que lo colocaba como uno de los referentes de los principales debates teóricos contemporáneos de América latina, Estados Unidos y Europa. Hay un destino ilustrado en los sectores medios que, sobre todo en los ’60, se interpenetró virtuosamente con una búsqueda experimental. Quiero decir, que un joven universitario de Historia quebrase su deambular porteño y emigrase a Londres podía ubicarse específicamente en la ratificación de un status de clase y, de paso, en una forma de sortear los quiebres políticos. Sin embargo, la generación de sociólogos, poetas y escritores, historiadores, antropólogos que a principios de los ’60 se frotan las manos frente al fogón y sienten un calorcito extra, un llamado, y buscan el tiempo y la sangre, la comprensión, el horizonte utópico, el compromiso, van a vivir su destino ilustrado con una intensidad que en muchos casos los sobrepone a una mera cuestión de cambio de status para ubicarlos en un tipo de decisión más trascendente. En una captura fácil podría mover a risa, hoy, la rigurosidad con que un joven afrontaba elaboraciones conceptuales sobre el marxismo y sobre los movimientos nacionales y populares, pero esa risa puede brotar de un modo cínico, de un modo tierno y de un modo también serio. ¿No es acaso la foto del encuentro entre el Che y Sartre y Simone de Beauvoir, sentado el primero en una silla y los segundos en un silloncito, mientras fuman un cigarro y conversan, un signo de los tiempos del encuentro entre el intelectual y la política?
El sábado 23 de abril de 2005, Nicolás Casullo presentó en la Feria del Libro de Buenos Aires, junto a Leonor Arfuch y Emilio De Ipola, su libro La razón populista. La sorpresa del libro era la persistencia sobre debates que, por arriba o por abajo, podían considerarse al menos anacrónicos. Ahora se conoce que fue escrito en 2002, como dato que lo quita de la escena específicamente coyuntural de una salida de la crisis vernácula. Sin embargo, sería ingenuo considerar que el fondo del libro y la preocupación del autor estuviesen desplazados de un momento de asfixia política aquí y en América latina. Y de una sistematización mayor que, por el contrario, volvía con lucidez a viejos temas que, como tales, trocaban en actualidad.
En la aparente transparencia tecnoburocrática, de profesionales académicos y de periodistas omniscientes, de encuestas de opinión a la carta y de un miedo político hecho costumbre y principio, pensar nuevamente la relación entre pueblo y líder, en el pasaje de una dispersión de pequeños reclamos rizomáticos a una aglomeración arborescente traccionada por un alto liderazgo político, podía resultar un influjo extemporáneo. Siempre podía resultar más accesible al pensamiento una toma por asalto sin programa o, en simultáneo y del otro lado, una renuncia a la transformación social como existencia fatal de la política. O directamente una construcción de nueva derecha que se subía al batifondo mediático para hacer bazas de viejo cuño excluyente y lombrosiano. Entre esos fantasmas de la muerte política había otra forma de pensar. Tal vez no sea casual que Casullo haya estado esa noche, dado que, por diferentes caminos, cumpliría, en cierto sentido, una parábola política cercana a la de Laclau, aunque éste en la vecindad del peronismo, en la izquierda nacional. Casullo viaja joven a Francia, tiene un regreso militante y experimental y romántico: abrazo del peronismo, luego un exilio político bisagra y desde entonces una revisión autónoma del pensamiento emancipatorio. En tanto, Laclau ahonda su revisión del socialismo en aguas de la New Left Review, en el gramscismo inglés, donde actualiza y reformula saberes que provienen del marxismo cultural, la lingüística y el psicoanálisis. En 1978, Laclau publica Política e ideología en la teoría marxista: capitalismo, fascismo, populismo; y, en 1980, Tres ensayos sobre América latina. En se momento, Casullo discute en México, sobre todo en la revista Controversia, la forma en que un nuevo tipo de democracia popular deberá heredar los legados imperfectos de las luchas nacionales y populares, los momentos de quiebre social devenidos identidad subalterna, como el peronismo, y los límites de la democracia como forma y lenguaje que frena o procesa el cambio. Ambos advierten un cambio de época. En Laclau, el principal punto es el cuestionamiento de una visión esencialista que hacía de la clase obrera el protagonista necesario de la revolución y, en cambio, se postulaba un sujeto político a ser constituido en el que debían aunarse diferentes demandas y agrupamientos sociales. En ambos, la democracia era pensada no meramente como el momento burgués de la lucha socialista sino un terreno nuevo a interrogar con otras exigencias: una suerte de desplazamiento que reabría la utopía social. Como señaló Eduardo Jozami el jueves pasado en este diario, a mediados de los ’80 la publicación junto con Chantal Mouffe de Hegemonía y estrategia socialista implicó para Laclau avanzar en la idea de radicalización de la democracia, es decir la conformación de un espacio más comprensivo que el del socialismo, que promoviera una concepción de la lucha democrática que no se limitase a la transformación de la economía y el Estado sino que abarcase también reivindicaciones feministas, de minorías raciales, de diversidad sexual, ambientalistas y otras.
En algún punto, la revisión de la teoría revolucionaria podía ser una vuelta a los orígenes en la izquierda nacional, sobre todo a la zona de interrogación sobre el liderazgo peronista en el caso argentino, y a otros líderes populares del continente. ¿Y acaso volver sobre los líderes no comunica, también, con la idea de pensamiento nacional, con la historia de los patriotas y los caudillos latinoamericanos? ¿No es, diferida, la polémica entre Alberdi y Sarmiento sobre el vínculo entre democracia bárbara y democracia civilizada? Laclau no era un revisionista. Tampoco un esteticista, ni un romántico de la política. No pregonaba un tipo de juego simbólico donde las contradicciones se resolvían en abstracto. Por el contrario, la política existe, en su abismal respiración, en tanto y en cuanto perfora la quietud y hace manifestar el conflicto mediante un decir común, mediante la construcción de un nuevo imaginario social y cultural. En su libro En torno a lo político, Mouffe complementa esta idea al decir que el consensualismo de los bipartidismos europeos borronea las diferencias entre centroderecha y centroizquierda, impidiendo que representen las divergencias sociales de sus bases y, por lo tanto, lejos de consolidar la democracia, la esterilizan. La regla general de Laclau pareciera ser una búsqueda obstinada de pervivencia de lo político en un sentido moderno, donde el discurso adquiere una sustancialidad, es el lugar y el vehículo, la arena donde se realizan las luchas. En su polémica con Zizek, Laclau explicita que nociones como “distorsión ideológica” o “falsa conciencia” frente a una conciencia verdadera que nos aguarda como destino superador, son incompatibles con su idea de populismo. Según él, la relación entre el concepto de hegemonía y el objeto de Lacan consiste en que lo pleno sólo puede ser tocado a través de su investimiento en un objeto parcial. Y esa parcialidad no es una parte de la totalidad, un fragmento sino que es en sí misma la totalidad. Se accede a un universal a través de un particular. Lo pleno es inalcanzable, dice Laclau. Es tan sólo una ilusión retrospectiva que es sustituida por objetos parciales que encarnan esa totalidad imposible. La simbolización política, la construcción de prácticas y discursos políticos no son un desvío, una falsedad, un lastre, sino la política en sí. Ese particular, hoy, sería el populismo. Plantear una recusación de la política por su carácter engañoso es lo que Laclau denomina la liquidación ultraizquierdista de lo político. Laclau señala que populismo son las demandas de los de abajo que todavía no están demasiado inscriptas en el discurso político, pero que empiezan a expresarse. Aunque también el populismo puede ser una deriva a la derecha, y es ahí, en la disputa por esa orientación, donde se produce la lucha política contemporánea.
Un libro escrito en 2002 que se publica en Buenos Aires en 2005 no es una prueba de anticipación sino un aserto de lo que pasaba. Su teoría fue revelándose un modo de entender los tiempos que corrían en el siglo XXI. “Yo creo que todo gobierno político democrático –dijo Laclau a Radar en 2009– oscila entre dos polos. El polo de la movilización de masas, para que las demandas de las bases del sistema lleguen al aparato político y, si esto se basa en la movilización, tenemos una democracia de tipo populista. Y, del otro lado, tenemos la absorción individual de las demandas por parte de un aparato estatal expandido, y en ese caso tenemos el institucionalismo. Yo creo que todo régimen político democrático tiene dos polos extremos: el populismo y el institucionalismo. Y de alguna manera la estabilización de un régimen político tiene lugar en un punto intermedio de este continuo entre los dos polos. Se combinan momentos de institucionalismo y momentos de populismo.” Para entonces, Laclau ya era uno de los pensadores que hablaba más activamente sobre la nueva América latina: “En el caso de Venezuela –dijo–, evidentemente el momento nacional populista de la movilización pesa mucho más que el institucional. Y, por otro lado, si uno piensa una situación polar extrema, aparece el régimen de Tabaré Vázquez en Uruguay: allí, el momento institucionalista predomina totalmente a expensas del momento de la movilización. Ahora hay que entender la historia de Venezuela para entender por qué esto se produce así. Venezuela era una sociedad organizada clientelísticamente en la cual había poca forma de canalización de las demandas a nivel del Estado. Y se necesitaba un discurso ruptural que lanzara a masas vírgenes al centro del sistema político. O sea que la condición de una democracia en Venezuela es que el polo populista de esta ecuación que estamos definiendo va necesariamente a predominar sobre el polo institucionalista. Si predominara este último, tendríamos que el viejo sistema, la vieja partidocracia, se habría puesto nuevamente. O sea que el momento popular de ruptura en la sociedad venezolana va necesariamente a predominar”.
Su simpatía y apoyo a los gobiernos kirchneristas habría de ser menos oportunismo que descubrimiento y comprobación de algo que volvía a escuchar bajo el prisma político de toda una vida. No era sobreactuación, ni préstamo, sino genuino entusiasmo por el desafío al statu quo que veía bajo la forma de una nueva interpelación popular. Quienes lo frecuentaron en las últimas semanas destacan su buen humor y su lucidez. Tal vez la última charla pública que ofreció fue en el Salón del Libro de París, donde Argentina fue país invitado, en la última semana de marzo.
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