Domingo, 20 de abril de 2014 | Hoy
Una novela que recrea con aciertos y sombras el pacto fáustico en una sociedad oscura, industrial y victoriana.
Por Mara Laporte
Un niño apunta con su honda a un grajo. Dispara: la piedra se abre paso en el aire en un instante que se detiene a sí mismo. Suspendidos piedra y tiempo en la tarde, ante un puñado de ojos infantiles, la expectativa crece, el proyectil gana altura y, ya en su descenso, da en el blanco. El pájaro cae fulminado. Los niños aplauden. Todo es algarabía excepto en Will, el autor de la hazaña: una angustia a la que no sabe nombrar acaba de despertar en su conciencia y se encarnará ahí para siempre. Esta es la anécdota de infancia que recuerda William Bellman instantes antes de morir, y es la imagen que inaugura El hombre que perseguía al tiempo, la última novela de Diane Setterfield. Luego, la novela entera se tejerá tirando de los hilos de esa única imagen: el ascenso y la caída, el éxito como padecimiento, la celebración de los otros, la laxitud del tiempo, la muerte. Y, sobrevolando aquí y allá la vida del protagonista, el grajo, omina mortis permanente que sostiene desde su poderío simbólico la construcción argumental de la historia.
Setterfield, reconocida hoy mundialmente gracias al fenómeno literario que supuso El cuento número trece, su primera novela, ha definido este nuevo libro como un híbrido entre drama psicológico e historia de fantasmas. En este sentido, la autora confesó que al escribir la novela “tenía en mente al Fausto de Christopher Marlowe”, no sólo en cuanto al planteamiento de su personaje central –hombre atormentado que en su desesperación acaba negociando su alma con el diablo– sino también en su desarrollo estructural. Las tres partes en que se divide la novela están determinadas, como ocurre con la obra de Marlowe, por el accionar de su protagonista: la construcción de una vida exitosa y su posterior caída, la reconstrucción del imperio a partir de un pacto con lo sobrenatural y, a modo de epílogo –de moraleja, casi– las consecuencias que aquel trato acarrea para la vida del personaje.
Ambientada en una Inglaterra industrial y victoriana, la novela de Setterfield es una historia de espectros, fundamentalmente porque es su propio protagonista, en apariencia un hombre de negocios exitoso y carismático, quien deambula su vida de la manera insustancial en que lo hacen los aparecidos. A ojos de todos, Bellman es un elegido que vuelve oro todo lo que toca. Y aquí es donde, probablemente, la excesiva condescendencia con que la autora delinea a su personaje lo vuelve un tanto predecible, como si cada uno de sus aciertos no hiciera más que presagiar otras tantas desgracias futuras. Will Bellman tiene ideas brillantes, erige empresas, amasa fortunas, forma una familia armoniosa, pero el lector sabe que, en el fondo, resulta un absoluto incapacitado para la vida.
El resto de los personajes, a excepción, tal vez, de su hija, se presentan en una construcción coral que parece más destinada a permitir el juego del personaje central que a pronunciarse en sí misma. Y, como en toda obra inspirada en el mito fáustico, desde la primera versión de Spies, pasando por Marlowe y continuando en Goethe y tantos otros, merece una mención aparte el contrapunto del demonio. En la novela de Setterfield, es Black, el Hombre de Negro, quien representa la tentación del pacto, una suerte de Mefisto aggiornado al contexto de pérdida de fe y pragmatismo de las sociedades industriales del siglo XIX. Y en este caso es Will Bellman quien, destrozado por una sucesión de muertes que lo acechan como una bandada de grajos –en esos momentos de epidemias de tifus y cólera, la muerte en Inglaterra era una realidad cotidiana y devastadora– acaba negociando su vida. “La muerte siempre está de moda”, asume pragmáticamente el protagonista y, animado en apariencia por aquel Hombre de Negro surgido de las sombras, funda Bellman & Black, todo un imperio del luto y del memento mori con el que acaba amasando una fortuna.
Es en este tramo de la historia cuando surgen los cuestionamientos más interesantes de la novela, que tienen que ver con la construcción de la alteridad. En esta sociedad comercial exitosa, ¿quién es Black? ¿Es realmente el Otro, o lo que viene a plantear es un desdoblamiento del personaje en su propia indigencia existencial? Pero lo que subyace a este dilema del Doble por fusión, fisión o metamorfosis es la cuestión de la conciencia, porque lo que parece buscar Bellman, en cada una de sus acciones, motivado por la ambición o el dolor, es la pérdida de toda noción de sí mismo. Mientras estira y comprime el tiempo a su antojo, enfrascándose en números, gráficos y proyectos varios, se desaparece. Y en esos momentos inconscientes de sí es cuando surgen los encuentros con Black. Así, mientras la novela avanza con la cadencia de un funeral victoriano, su protagonista se autoimpone el vértigo que conduce al olvido. “Jamás dejes que el tiempo te domine, porque el tiempo hace lo único que sabe hacer, no puede actuar de otra manera.”
Esta es la gran paradoja planteada por El hombre que perseguía al tiempo, un perseguidor que acaba alcanzado por aquello que persigue y que, creyendo escribir en cada uno de sus proyectos la gran historia de su vida, se vuelve el escriba de su propio epitafio.
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