Domingo, 18 de enero de 2015 | Hoy
En Afuera, Cristina Feijóo revisita las distintas vertientes del exilio, visto como una experiencia siempre cargada de conflictos externos e internos, incluyendo la hostilidad del clima y las vivencias del desarraigo. Una novela íntima habita en el corazón de estos textos que recogen experiencias autobiográficas sin perder los contornos de la ficción.
Por Angel Berlanga
Los relatos de Afuera al principio parecen escenas sueltas, situaciones del cotidiano de exiliados argentinos en Estocolmo cruzadas por alguna emergencia o desgracia, algún encuentro o despedida, pero con el correr de las páginas empieza a tomar forma una novela en la que hay que reconstruir la secuencia y los efectos del tiempo patas para arriba que atraviesan sus personajes, la configuración de un abanico de posibilidades o imposibilidades que surgen de entreverar el talante de cada desterrado con lo que implica esa condición, con el frío y la nieve, con días y noches mucho más largos, con una lengua que se ignora, con otros códigos y otras miradas, con pertenecer a una banda de cabezas, con pensar o no en la vuelta. Anota Cristina Feijóo, en uno de los acápites del libro: Para los que se preguntan si se vuelve,/ y adónde,/ y quién.
Es que el destierro, el exilio, la emigración forzosa, genera marcas profundas en quienes lo atraviesan, más allá de cuán dramáticas o trágicas aparenten ser en la superficie. En los dos relatos iniciales Feijóo pone a narrar en primera persona a Eddy, que conserva el sentido del humor y parece mantenerse bastante entero, que se aferra a los amigos y que es consciente de que para subsistir tiene que cuidar el ánimo, que trabaja lo menos posible aunque ande sin una corona, aunque versee y manguee y se endeude. El título del cuento que abre el libro ya puede dar una idea de cómo el tipo podría definir aquello de estar en la lona: “Desde el piso todo tiene otra perspectiva”; a seis años de su llegada a Estocolmo lo visita su madre, que mira obsesivamente cómo nieva y toma vino y vodka y que tras la cena y la sobremesa anuncia, tambaleante, cerca de las tres de la mañana: “Me tomé veinte pastillas de valium”. Eddy trata de componer algo de música sin mucha fortuna y asiste lo menos posible a la fábrica en la que le pagan por hora, mientras procura bancar lo mejor que puede a los que, ya en otros relatos, se le derrumban alrededor, a una hermana adicta, a un amigo catatónico y hasta a su gato, Guzmán. Eddy se vincula con otros emigrados (un brasileño, un griego, un uruguayo), bromea al concebirse actuando como un caballerito sudaca y puede separarse y volver a enamorarse.
Más difíciles son las cosas para Adriana, el otro personaje vertebral del libro, que protagoniza de diversas formas varios de los relatos. Trabaja como enfermera en un hospital de pacientes ancianos terminales y alcanza una definición tajante sobre su situación: “Suecia no es la tierra prometida, yo no soy Laura Ingalls y el exilio apesta”. Antes de que la deje Raúl, su compañero, alcanza a decirle: “Pensá cómo nos recibieron aquí. Cuándo soñaste vos una vida así, tranquila. O no tenés una vida tranquila. Te crees que son muchos los que pueden empezar de cero como vos. Hacer borrón y cuenta nueva. No, si vos... ¿sabés qué sos, vos, mijita? La Gata Flora, eso es lo que sos”. Un reprochón, el tipo: “Estás enferma de pasado”, le suma. En este relato, “Las cosas en orden”, Adriana entrevera jornadas en el hospital –la compañera que simpatiza a la vez con lo neonazi y lo norteamericano, la vieja costurera tan cálida como ida– con las piedras de la (in) adaptación; en otro encara una carta a su madre, tras oír por teléfono que ha muerto en la Argentina; en un tercero, parte desde una escalera mecánica, al pie de la que sus manos se separan de las de su hija: una se vuelve, otra se queda. A lo largo del libro Feijóo dosifica apenas tres o cuatro pinceladas sutiles acerca del pasado ideológico o político respecto de la dictadura, el sentido que cobró la palabra marino, el paso de Adriana por la cárcel, el recuerdo de su hija María de un allanamiento. Hay una excepción en esa carta tristísima de despedida de la madre muerta, las ilusiones de ambas que se bifurcan y luego se marchitan.
Como en otras de sus novelas (La casa operativa, Los puntos ciegos de Emilia), impresiona la complejidad estructural de los libros de Feijóo, no sólo por la figura final que esboza el texto sino porque, tras la lectura, se piensa en esas imágenes que surgen tras unir una serie de puntos numerados, o en las luces que titilan tras contactar los terminales correctos del cerebro mágico. Dice Eddy, en “Bajo nuestros pies hay lava”, tras despertarse de una borrachera: “Tomo conciencia de que yo soy yo; averiguo dónde estoy y, por último, trato de saber qué se espera de mí”. Dice Adriana, en otro relato, mientras de repente se ve a sí misma desde afuera: “¿Qué mierda tenía que ver conmigo? ¿Quién era esa mina y qué hacía allí? Al mismo tiempo, me preguntaba qué hago yo aquí. Yo, que no sabía dónde estaba ni quién era”. En “Abedules”, el único cuento en el que se encuentran, Eddy narra el mutuo descubrimiento con Adriana en una fiesta, una recorrida en bicicleta bajo la lluvia, una visita al cementerio de Medborgarplatsen en la que se pusieron a leer epitafios, a rastrear nombres, fechas, coincidencias. “Nos pasamos como una hora inventándoles vidas a esos muertos, doblándonos de risa de nuestros disparates, pero no sé, se nos colaba algo triste en tanto barullo”.
Con este libro Feijóo ganó en 2008 el premio organizado por la editorial española Punto y Aparte, que alcanzada por la crisis no llegó a distribuirlo. En Adriana pueden entreleerse algunas señales autobiográficas: Feijóo se exilió en Suecia y volvió una vez retomada la democracia, su hija se quedó viviendo allí. Afuera retrata una intemperie de varios planos que se refleja en el adentro de sus protagonistas, que proyectan a la vez sus luces y sombras sobre quienes están a su alrededor, o más allá, o sobre sí mismos. En el primer relato, Eddy, para observar desde el piso las piernas de su compañera y de su madre, se encoge sobre sus propias piernas y eso remite a la posición fetal; en el último cuento la hija de Adriana, María, que ha perdido un embarazo y cría ahora a otro bebé, tiene el impulso de llamar desde Estocolmo a su madre en Buenos Aires. Los claroscuros de Afuera contornean, incluso, la más elemental de las salidas, la del vientre materno. “Hace tres años que miro por esta ventana, veo este paisaje y no encuentro nada –le escribe Adriana a su madre–. Nada. Sólo este lugar donde se me permite vivir hasta que mi mundo retorne del olvido. Entonces, cuando regrese a la memoria, entenderé quizá qué nos ha pasado.”
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