Domingo, 18 de enero de 2015 | Hoy
Un escritor indio asimilado en Inglaterra y paradigma de las cuestiones de identidad en el mundo poscolonial. Un editor ambicioso y un joven promisorio a quien le encargan la biografía del artista venerado. Con estos personajes, con enredos sexuales y actualidad socio-política, Hanif Kureishi volvió a la novela en La última palabra, un libro que se ha leído en clave como la historia de V. S. Naipaul, algo que Kureishi, por supuesto, negó rotundamente.
Por Violeta Serrano
Hanif Kureishi amenaza a los periodistas con dos anillos de vudú, uno dorado con cabeza de gato y otro plateado con forma de conejo: según el que frote, puede hacer que a quien le haga una mala crítica le ocurran cosas horribles. Las joyas en cuestión se las regaló el artista francés Jean-Baptiste Thierré, creador, junto con Victoria Chaplin, de Le Cirque Imaginaire. En último término, lo esotérico y la esencia de esta última novela vienen a desembocar en lo mismo: la creencia o no en un relato, ya sea el del vudú, el de una biografía o el de la Historia con mayúsculas. De eso, entre otras cosas, trata la séptima novela de este autor que, afirma, si empezara hoy su carrera de escritor –y no en 1985, cuando se estrenó con el guión de Mi hermosa lavandería–, no dudaría en dedicarse a las series. House of Cards es una de sus predilectas: adora, dice, a Frank Underwood. Y algo de esa maldad estratégica contienen sus personajes. Pero él hace rato que triunfó haciendo guiones para cine. Con apenas 30 años fue nominado a un Oscar y ahora, con el doble de edad, sigue trabajando con directores tan conocidos como Roger Mitchell, para quien el pasado 2013 escribió la comedia Le Week-end. La estructura de ese guión, advierte, es muy similar a la de La última palabra: los personajes cambian su identidad tras pasar por la vorágine del nudo del conflicto. De hecho, en la obra de Kureishi parece que no hay temas nuevos porque no los puede haber: la clave de todo, asegura, es la familia y la identidad. Y, realmente, si nos ponemos sintéticos, ambas cuestiones podrían condensarse en el último concepto que, en el caso de este autor, suele estar muy vinculado también con la temática poscolonial, dado precisamente su entramado familiar: hijo de padre paquistaní y madre británica, Kureishi ha experimentado en carne propia las teorías de Edward Said y eso, claro, se nota en su obra. De hecho, estas cuestiones ya han sido tratadas por él en libros como El buda de los suburbios.
Vuelve al tema en La última palabra, con mucho humor y subvirtiendo los roles “normales” de la sociedad inglesa. Curiosamente, acá los sirvientes son británicos y el indio, el negro, es el venerado. La razón es que ese indio quiso dejar de serlo para convertirse en aquello que la metrópoli dictaba “hablando desde el punto de vista del individuo de las colonias, de un subalterno, y no sólo sin rencor, sino fascinado e identificándose con la cultura de los colonizadores (...) Sus antiguos amigos y aliados consideraban que se había convertido en ‘blanco’. Para ellos cualquier mejora era una traición. Aquellos a los que dejó atrás decían que había hecho un pacto con el demonio y había roto con sus ancestros y su familia”.
La identidad del personaje central de La última palabra, Mamoon Azam, es precisamente el motor de la historia y es tratada desde múltiples ángulos. Si bien la base parece simple, Kureishi consigue subrayar varias aristas y, además, lo hace con una agudeza inusual aunque, por momentos, es cierto, puede resultar un poco empalagoso. Sobre todo si la lectora es una mujer. Una crítica feminista no resistiría el análisis de este libro donde, sin excepción, todas las mujeres que aparecen son retratadas como objetos al servicio del hombre o, si no, como diabólicas hienas que buscan el dinero ajeno y, por supuesto, conseguido con méritos asociados a la masculinidad. Incluso las que aparentan ser brillantes intelectuales pasan a estar por debajo del gran autor consagrado: o bien primeras lectoras de su obra y consejeras, o directamente musas, cayendo en el tópico de la dama entendida como puta o ángel, entre cuyos extremos el hombre puede elegir para sentirse o bien equilibrado y cuidado, o bien entusiasmado con la vida. Tal vez ésta sea una de las razones –más allá de las evidentes coincidencias biográficas, que no son pocas– por las que algunos críticos de The Guardian han apuntado a que la obra se basa en una historia real: sería un roman à clef, tomado de la biografía autorizada que Patrick French hizo del Premio Nobel 2001 V. S. Naipaul titulada El mundo es así. Sin embargo, Kureishi ha negado con vehemencia que su obra se base en Naipaul, quien en alguna ocasión ha dicho que la escritura de las mujeres “es sentimental”, es decir, menor.
La historia de La última palabra está ligada entonces a un combate entre un joven pequeñoburgués en busca de fama, Harry, y un autor consagrado, Mamoon, que, a su vez, ha sufrido en su juventud la adaptación a la metrópoli como indio emigrado a Londres. El primero pretende ser el biógrafo del segundo, pero el segundo no tiene interés alguno en que lo biografíen, entre otras cosas, porque no cree en ese género, como le ocurre al propio Kureishi, quien, de hecho, deja ver su opinión casi al final del libro, en una descripción del pensamiento de Harry tras haber realizado toda la investigación: “Mamoon seguiría siendo Mamoon; a Harry ni le gustaba ni le disgustaba. En la mente de Harry se estaba convirtiendo en otra cosa, en un hombre inventado o fabulado, alguien que había vivido solo para que Harry pudiese escribir un libro sobre él”.
Es más bien la mujer de Mamoon, Liana, una italiana ansiosa por convertir a su marido en una marca comercial, quien está interesada en que eso suceda. Y ésta es otra frutilla del postre: en el libro no sólo importa el combate entre dos generaciones, el tema del poscolonialismo, la diatriba entre el sexo y el amor como formas de vida estancas, o la necesidad de la transgresión para la consecución del verdadero arte, sino la representación de cómo ha cambiado el mundo de la literatura pasando a ser sin más un negocio: “El mercado había cambiado; ahora había más escritores que lectores. Todo el mundo hablaba a la vez y nadie escuchaba, como en un manicomio. Los únicos libros que ahora leía la gente eran sobre dietas, cocina o gimnasia. La gente no quería mejorar el mundo, sólo quería mejores cuerpos”. En este aspecto, Kureishi derrapa un poco con la figura del editor: el personaje de Rob, que sería quien le encarga el trabajo a Harry, el escritor en ciernes, está basado en un oficio más asociado a los ‘80 que a la época actual. Entonces las grandes fusiones aún no se habían producido y, por lo mismo, tenían todavía cierta fuerza en Europa las pequeñas editoriales independientes. Rob aparece como un alcohólico desequilibrado que, por momentos, desentonaría bastante, si no fuese porque Kureishi se ha cuidado mucho de crear un marco de comedia de enredos sexuales con diálogos hilarantes que evitan que se lo critique por inverosímil. Su agudeza para construir un contexto extravagante le permite mantenerse en pie sobre una fina cuerda colocada ante un precipicio bajo el cual duermen los críticos a los que, por otra parte, el autor intenta amedrentar con la ironía de sus anillos de vudú.
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