Domingo, 8 de febrero de 2015 | Hoy
El terror a veces insinuado y una reformulación del naturalismo, no como estética congelada en el tiempo sino como un punto de vista posible sobre los escenarios que influyen en el hombre, pueblan los sugerentes relatos de Horacio R. Fernández.
Por Sergio Kisielewsky
“Hay una hora en que la llanura nos quiere decir algo”, escribió Jorge Luis Borges, y a partir de esta frase muchos escritores golpearon a las puertas del canon, otros copiaron en espejo e hicieron los deberes más allá de ubicaciones en el tiempo y el espacio. La pampa siempre estuvo allí, diríase parafraseando la estructura de un microrrelato de Ana María Shua. Desde José Hernández, Echeverría, Sarmiento por nombrar sólo a algunos fundadores de mirada lúcida sobre el tema rural –y la llanura, el desierto–, en el siglo XX la diversidad de estilos es el punto de apoyo para nombrar la vida fuera de la gran urbe y tocará a cada lector poner preferencias en su sitio. Saer, Manauta, Puig y Castillo fueron inclinando la temática campera hacia la confrontación y modos diferentes de ver el mundo, una suerte de campo de batalla entre bandos y personajes irreconciliables dentro de un ambiente sórdido, sigiloso en exceso y con buenas dosis de elementos de suspenso, crímenes a diestra y siniestra que comprenden un imaginario aún por desentrañar. Los narradores que hoy hacen suyas las letras y las historias van armando su propio rompecabezas. Horacio Fernández (Quilmes, 1960) es uno de ellos y sus Cuentos a escala es una primera brújula para orientarse en la oscuridad de la llanura que siempre trae sorpresas de diversa índole. Si la voz del padre distante de su hijo pero obsesionado por la carrera espacial durante la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética le permite evocar nombres tan estelares y simbólicos como Armstrong, Apolo, Gagarin y Sputnik resulta el punto de partida para revisar todo un derrotero de cómo las relaciones familiares condicionan una y otra vez cada trama. “Todo vuelve a la vida menos el pasado”, dice uno de sus personajes y narra las andanzas de un traidor que se hace pasar por héroe. En “Fragilidad” el personaje que encarna Vaccaro roza el humor y apela de nuevo a la gran historia, en este caso toma como referencia un día especial, el 11 de septiembre, que evoca sucesos muy diferentes del Día del Maestro, el golpe contra Salvador Allende y la caída de las Torres Gemelas, mientras en esa misma jornada la crueldad de los chicos de la primaria se ensaña dentro de un aula en hacer caer al más gordo de la clase. En “Al amor lo rompen los elefantes” lo real y lo fantástico asoman sin darse tregua: “Ella era distinta a otras mujeres: sus ojos no eran de este mundo”, mientras Clara lleva un cochecito de bebé vacío y su esposo se escapó sin más trámites a Alemania y la dejó a ella hablando con fantasmas.
Cristina Feijóo lo dice en el prólogo que el estilo de Fernández es “un escribir que siempre anda haciendo equilibrios por los bordes para ser espejo veraz de una sociedad hecha a lo inestable”. Y agrega: “Con esto no quiero decir que Cuentos a escala sea expresión de ese neonaturalismo que nos ha surgido en la literatura argentina con algún éxito de prensa; curioso: una escritura que atrasa conceptualmente más de cien años y que se expresa con notable primitivismo es presentada como profunda crítica social y novedad estética”.
Fernández, en cambio, elige el camino inverso, un alud de barro en el medio del desierto desmorona de un solo golpe a un pueblo pequeño, trabajadores que no logran vender una bolsa de garrapiñada, el invierno herido de muerte en un hermoso día y las variedades del color verde obligan a que el escritor reflexione sobre lo que es verosímil en un relato (advertir que alguien lleva en el subte un paraguas en un día de sol) y lo que se encierra, se contiene en un cuento sin expandirse como idea, como es el caso “Música de cristal”, donde un vagabundo toca el bandoneón a la intemperie y se juega con el apellido de Sobral en alusión al cantante de tango y los hechos de la vida que son frágiles en sí. Si las pesadillas de la ficción tuvieran un trono los mundos creados por Horacio Quiroga figurarían en el podio en los primeros lugares, una huella que Fernández atraviesa sin renunciar a su estilo por momentos vacilante y a veces estremecedor.
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