Domingo, 24 de mayo de 2015 | Hoy
La novela de Daniel Escolar recrea un espacio poco frecuentado en la narrativa actual: las vicisitudes del trabajo en una fábrica de Berazategui, entreveradas con los recuerdos juveniles de los ’70, los veranos en Gesell y el mundo que se desmoronó.
Por Sergio Kisielewsky
La escena es la siguiente. El comentarista matiza la espera conversando en la entrada de la redacción cuando viene el editor libro en mano. Lo toma entre sus manos y ve el nombre y apellido Daniel Escolar. Imposible obviar esta historia: con Daniel compartimos la inscripción en la carrera de Sociología en 1984, las acaloradas polémicas por el ingreso irrestricto que al fin se logró y la pasión por un ámbito de debate y conocimiento que la dictadura quiso borrar del mapa. Allí se podía escuchar las clases de amor por la filosofía del profesor Félix Schuster mientras trasladaban a los alumnos de las catacumbas de Derecho a un sector de Arquitectura para terminar en Marcelo T. de Alvear al 2200. Lo cierto es que la literatura también tiene estas cosas, no te cruzás con alguien en dos décadas y de pronto tenés su primera novela en la mesa de luz.
Daniel Escolar es músico y compositor, solía interpretar con gran cadencia a Chopin en el piano en un departamento de la calle Vuelta de Obligado, y también sorprendía con su “quinta” en el Gran Buenos Aires con diversos tonos de verde, tanque australiano y caballerizas. Ahora crea con palabras un universo de máquinas en estado de extinción, una fábrica demolida por el Rodrigazo, las crisis económicas, los pagadiós que emiten países exóticos. Allí están dos amigos entrañables, un abuelo que maneja el último tren en Salta y la rutina que primero se aborrece y luego se evoca. La escena del comienzo del libro es impagable; el gran diario argento va de mano en mano a lo largo de toda un día y es buscado y requerido por muchos, se exprimen en su lectura las secciones de moda, recetas de cocina, obituarios y deportes hasta que llega a su destino final en el cesto o en una columna de fuego. El mundo que se describe es la vida del trabajo, los procedimientos en escala industrial del ferrite, una estructura del hierro que produce piezas de gran resistencia y dureza. Una escritura, entonces, en grado de ebullición con calderas nuevas, barcos fantasma y el paisaje del Dock inundándolo todo en los años ’70. La trama no deja títere de los recuerdos con cabeza y así desfilan la marcha de varias horas de los Micros Antón a Gesell, el cine Atlantic y los conciertos de rock en la 3 y la 112 muy cerca de las jirafas azules donde se almorzaba y cenaba para alegría del bolsillo popular. En cada capítulo no están ausentes los rastrojeros y jeeps que trepaban hasta los médanos imposibles donde estaba la chica del flequillo a la espera que alguien pueda con ella y siempre la lluvia como telón de fondo.
Vaya contraste, en el depósito de la gran empresa crecían las glicinas junto a los objetos olvidados de un “sueño de hierro, aire y vapor”. En medio de este paisaje de producción comienzan a desfilar los personajes, las parejas que se forman y la familia incluida en el vértigo de los días. También están los que optan por la militancia política y sindical y los que se lleva la larga noche de la represión y la oscuridad, el país sin Perón, los comedores y galpones donde la intimidad está ausente como si la gran mole ubicada en Berazategui tapase la posibilidad de síntesis para el autor. “La fábrica era una trampa indescifrable” donde coexistían los amores adolescentes como el de Isabel y Darío con el refugio en el Tigre, hasta que todo se desmorona con la muerte y la desaparición.
Daniel Escolar fue finalista del Premio Internacional Juan Rulfo que organiza Radio Francia en colaboración con el Instituto Cervantes, la Casa de América Latina y el Instituto Cultural de México en París con los cuentos “Ay mamá” y “Siesta”.
Una materia prima que es oro en bruto como el paisaje demoledor de las grúas trasladando hierros y cubas gigantes, calderas a punto de estallar y todo un dispositivo que poco se nombra entre nuestros escritores (“un mar blanco negros trabajando/ todo el día cosechan algodón”, decía la antigua canción en Zumerland) lo que aquí construyó es mucho más que el ferrite. Es la sombra recortada de las fábricas a todo vapor y en lenta agonía.
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