Domingo, 24 de mayo de 2015 | Hoy
Con un sesgo fantástico que podría sugerir algo de apocalipsis o nihilismo pero que pronto revelará su costado más cotidiano, Juan José Becerra entrega en El espectáculo del tiempo, su novela más ambiciosa, una suma de fragmentos que enmarcan la historia familiar y existencial de una persona en la memoria individual y colectiva, en el pasado legendario y el futuro tan incierto como certero en su final.
Por Pablo E. Chacón
“En el año 21.987.972.003 la estrella insignificante llamada Sol sufrió una pérdida masiva de gases. Se había estado apagando poco a poco desde el 17.098.787.111. Su forma cambió y ya no fue un círculo sino una Mariposa (...). La historia de su final es común a todas las ocurridas en la expansión del Tiempo. Se enfrió, y los gases salientes expulsados en medio de brillos que se vieron desde la Isla del Tíbet, único sitio de la Tierra en el que sobrevivían los últimos tres millones de Humanos, presas que a los monstruos del mar con capacidades anfibias les gustaba cazar y comer vivos. El Sol ya no tuvo el color del fuego: fue blanco, y los días se hicieron oscuros. El combustible de su núcleo se agotó y en la mañana del cuarto día del año 18.987.974.200 de la Era Total, una masa negra de gravedad absorbió lo que quedaba de la estrella y su calor y desapareció llevándose consigo los restos de la Tierra.” Así, en una suerte de grado cero de impiedad, lo dice Juan José Becerra en la segunda parte de El espectáculo del tiempo, su última novela, en un fragmento que podría pasar por apocalíptico o nihilista pero que en rigor, sobre esa contracción del tiempo más que del espacio, de las cosas que desaparecen y de las que se pierden, que se pierden por el tiempo o que se estancan en un presente perpetuo que es otra experiencia del tiempo, construye una suerte de novela familiar que como cualquier novela familiar, está montada sobre una serie de elementos diacrónicos que jamás alcanzan la unidad o la síntesis. ¿Alguien fue testigo del choque de átomos que supuestamente, según Demócrito, dio origen a las fórmulas químicas que habrían permitido que los sistemas vivientes fueran agregándose y dando peso y sonido a las palabras que se transformaron en cosas? ¿Alguien será testigo del oscurecimiento del sol como para dejar testimonio antes de ser arrastrado por el maremoto de la nada sin aire?
Becerra escribe ahora, es un contemporáneo quizá del cual pueda decirse que Juan Guerra, el protagonista de su novela, sea su alter ego, dice yo, fundando una ficción y en este caso una dispersión de yoes que hacen de su gesto una estética anacrónica y, potencialmente, una meditación sobre el recuerdo, el estatuto del recuerdo, sobre la muerte, la intimidad, el tiempo de la dicha y el de la tristeza, ese relente que jamás desaparece aunque los pastores del inconsciente (es decir, nosotros mismos), hayamos decretado que el duelo está cumplido, saldado y terminado. En efecto, el color del fuego fue blanco, y los días se hicieron oscuros.
En El espectáculo del tiempo se cuentan las astillas de una identidad que se sostiene en fechas, nombres y formatos, y también la nada de la identidad cuando se manotea en el aire, no existe fondo ni horizonte ni perspectiva: cuando existe el espacio (incluso el espacio vacío) pero no existe el tiempo. La memoria es un pliegue del tiempo, como la duración, pero sin los datos que la componen, sin el materialismo de lo que sucede, la memoria es nada, es un eco o un dispositivo en manos de un falsario. Pero contra la supuesta verdad de la materia se alza, también, la verdad de la memoria. Materia y memoria. Si aceptamos que la literatura viene del futuro, impugnar el efecto autobiográfico de la ficción, leída en esos términos, supone una administración de lo real en la cual la experiencia vital cumple una serie de protocolos donde la causa es eficiente, y la incertidumbre un algoritmo con dueño. Donde las consecuencias no son las causas ignoradas. Es el campo de concentración de la lengua. Prohibido prohibir, sí. Como decirte la verdad era imposible, y otra cosa no se me ocurría, Guerra puede reconocer a los suyos, su amor desnudo, sin la carga de las expectativas.
De los libros de Becerra, acaso éste sea el más fácil de leer: una primera parte con fechas que se van alternando, desde la niñez del protagonista a la actualidad (¿del protagonista?) para la cual aparecen personajes, traslados, acción, política: el padre, la madre, el amante de la madre, sus mujeres, hijos, el sexo, los amigos, el cine, el peronismo; sin cortapisas, sin la sinceridad del chantaje, con los dedos metidos en el enchufe de la luz, armando otros protagonistas y protagonizando sagas de soledad, desamparo, alegría de las ciertas, tristezas de las ciertas, juicios de los ciertos, sobre los enfangados en el lodo de mañana será otro día, agitándose con la levedad de la que carecen los fantasmas que aplastan la cabeza de los vivos.
Día tras día se registra en un diario la agonía de un amor que se terminó mucho antes, sin mezclarse con episodios que se podrían pensar contemporáneos. Sexo sin pudor (sexo) durante páginas y páginas. Continuidad, discontinuidad, la historia sincopada del neurótico sin pase, en la que encuentra, de tanto en tanto, algunos lugares de convergencia más o menos duradera de pensamientos, impresiones, afectos, en torno a la placa móvil del yo. Entonces el acento de realidad se desplaza, se aparta, se abre entre unos y otros de un mundo a otro.
Es difícil no sentir cierta desazón cuando el libro termina y el porvenir de la ilusión cae por su propio peso, menos por el talante trágico (que también existe), o por el ridículo o por la alegría de saber que Juan Guerra escribe, bajo el soporte de la sociedad del espectáculo, en una laptop sin Internet en el patio de su casa en mañanas de sol, sino por ese nudo de pérdidas que entrelazan una vida organizada por el deseo y la contingencia y que contra el disparate mesiánico –amnésico sería más preciso– cicatrizan como quieren, o como pueden, si cicatrizan: escribiendo, viviendo sin pensar.
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