Domingo, 24 de mayo de 2015 | Hoy
EN FOCO Nació y creció en Porto Alegre, en ese sur con elementos tan disímiles a los del imaginario más al uso de Brasil, con otra música, otro clima, otra inmigración. Precisamente, Moacyr Scliar fue ejemplo de una mixtura no carente de conflicto: hijo de judíos rusos en tierra de gaúchos, se convirtió en uno de los principales escritores de la región. Ahora, la editorial treintayseis publica una hermosa edición de su novela El centauro en el jardín, la fábula de un paraíso que primero se quiere perder para integrarse en la sociedad y al que finalmente, como suele suceder, se añora retornar.
Por Fernando Krapp
Si dos jóvenes aspirantes a escritor conversaran animadamente sobre argumentos para una novela, y uno le propusiera con seriedad la idea de una mujer que da a luz a un centauro, su interlocutor apenas lo animaría a seguir con su vocación aún no desarrollada. Porque, dicho mal y pronto, la idea de una familia judía dando a luz a un centauro, sea en el lugar geográfico que sea, parece muy poco atractiva desde el vamos.
Sin embargo, esa misma idea en las manos de Moacyr Scliar es criptonita pura. Norman Mailer decía eso: en una novela el ochenta por ciento es estilo. Y el estilo de Scliar es algo bastante novedoso en nuestras librerías, aunque nos llegue en plena resaca del boom por los escritores brasileños. Brevemente: Moacyr Scliar nació en Porto Alegre, hijo de practicantes judíos oriundos de algún punto remoto de la Rusia rural, médico de profesión, Scliar era el que faltaba para completar el panorama del plantel de “escritores brasileños traducidos por el mundo”, junto a Machado de Assis, Guimaraes Rosa, Clarice Lispector, y Jorge Amado, por nombrar solo a los más remotamente conocidos, que con los años se convirtieron fatídicamente en los embajadores culturales y literarios, junto con el cachaça y el Carnaval.
El territorio de Scliar es diferente al de João Guimaraes Rosa, situado cómodamente en el norte del país con sus canganceiros, en la frontera con el serrato; tampoco es la urbanización carioca, cuya melancólica transición fue plasmada por Joachim Machado de Assis en un principio, y retomada con toda la furia por Rubem Fonseca y Clarice Lispector. Nacido en la ciudad de Porto Alegre en el año 1937 y fallecido hace unos años en la misma ciudad, Scliar se mete en las fazendas, en los territorios gaúchos de los estados de Rio Grande do Sul, Santa Catarina y Paraná. En los campos prolijamente labrados por las corrientes migratorias del sur de Brasil, plagadas de alemanes, polacos, ucranianos; en ese territorio que, desde hace años, muchos años, proclama su independencia del resto del país mientras toma mate, suena un chamamé incomprensible y anda a caballo. El centauro en el jardín, novela número nueve de las veinte que escribió entre cuentos, crónicas, ensayos, guiones, folletos y relatos infantiles, retrata esa extranjeridad y extrañeza que anuda a todas las comunidades del sur brasileño: ¿un judío polaco, un ucraniano, una rubia a lo Xuxa, es tan brasileño/a como el Carnaval, las zafras o las selvas amazónicas?
“¿Por qué soy así?”, se pregunta Guedalí a cada rato en toda narración que avanza, valga el símil redundante un poco facilón, a los galopes. Pícaro, en un modo genérico, Guedalí elige escapar de la comodidad judía que lo mantiene encerrado en un cuarto de la casa, y enfrentarse al mundo goy como un centauro, pero descubre al poco tiempo que para insertarse en la sociedad debe aparentar ser un humano. Conoce a otra centaura y juntos emprenden un complicado viaje a Marruecos para someterse a una operación quirúrgica. El médico logra cortarle las patas traseras, dejándole las delanteras ocultas de por vida. Guedalí y su mujer vuelven al Brasil, se afianzan en la pujante ciudad de San Pablo de la década del 70, acosada por el régimen militar, y se insertan en la pequeña burguesía. Gracias a sus habilidades empresariales, logran hacer una gran fortuna en el negocio de las importaciones y a medida que su vida humana se va volviendo más y más holgada, sus añoranzas se vuelven más y más presentes: la fábula de un hombre caballo metido en el mundo de los negocios paulistas solo puede traerle frustración y desesperación. De a poco, como Rubiao en Quincas Borba y su desencanto por la burguesía carioca del siglo XIX, en la famosa y maravillosa novela de Joachim Machado de Assis, Guedalí descubre las miserias de las relaciones “white trash”, los conflictos maritales, el sabor amargo de los adulterios, y demás delicias que hacen del jardín moderno un lugar perfecto para el confort y el discurrir.
La animalidad es una temática que abarca a gran parte de la narrativa brasileña. Desde “El burrito pardo”, aquel simpático burrito que contaba en primera persona las penurias de un grupo de vaqueros ahogados al nordeste del país, en Sagarana el impactante libro de cuentos de Guimaraes Rosa, hasta Cerca del corazón salvaje, donde el lenguaje se vuelve literalmente monstruoso y deforme. Scliar retoma la temática pero prefiere torcer el uso de la fábula y llevar la idea mítica fundacional hacia otro punto; si bien puede ser tomada como metáfora de la diáspora judía (tema que atraviesa a gran parte de su narrativa), en El centauro en el jardín, como su nombre lo indica, la animalidad, monstruosa por naturaleza, no estaría dada por el contexto, sino por una relación interna hacia el entorno. “Lo salvaje” se encuentra apresado por los límites del jardín, domesticado por un Brasil cada vez más abierto a las “importaciones” y más ajeno y amnésico a su propia condición cultural, “híbrida” y mestiza, cuna de “razas” (siempre entre comillas) de los puntos más diversos del planeta.
Domesticación que estaría relacionada de manera directa con cierta “apertura” brasileña al mundo capitalista: Moacyr Scliar no puede evitar ser feliz hacia el final de su novela, no solo para darle tregua a la integración de los centauros/judíos del sur del Brasil, sino para dar un poco de esperanza a la transición democrática iniciada en la década de los ochenta cuando el libro fue publicado. Guedalí logra reunir a la familia, perdonar las traiciones pero, sobre todo, aceptar su condición anómala de ser un centauro en un mundo mucho más complicado que el mundo antiguo, donde hubiera corrido sin ningún problema por el campo y el avistamiento por parte de los humanos hubiera dado mucho material para ser interpretado por las ciencias sociales del futuro.
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