Domingo, 24 de mayo de 2015 | Hoy
Ir al pasado y viajar en el tiempo con el objetivo de reconstruir el porvenir y, en ese intento, de paso dotarse de una identidad. Con una propuesta que parte de un incidente familiar para crecer en otras direcciones, el español Juan Trejo ganó el premio Tusquets con su segunda novela, La máquina del porvenir.
Por Violeta Serrano
Que se siente desintegrado, afirma Oscar, el protagonista de esta extensa novela del catalán Juan Trejo. El autor es alguien que tal vez haya pasado desapercibido en estos años: únicamente publicó otra obra titulada El fin de la Guerra Fría. No es para menos: en alguna entrevista ha asegurado que tiene dos hijos y una hipoteca que pagar, lo cual es motivo suficiente para escribir en los escasos ratos libres. Sea como fuere, aquella obra apareció en 2008 y su éxito fue discreto. Robert-Juan Cantavella, de la misma generación y uno de los integrantes del Grupo Nocilla –o, como luego sugirió renombrarlo el ensayista Eloy Fernández Porta, Afterpop–, dijo de ella que constituía un “soberbio ejercicio de recuperación de la sentimentalidad escrito con herramientas nuevas”. Pero lo cierto es que en La máquina del porvenir, que fue escrita en cuatro años y ha sufrido hasta tres versiones distintas, no hay una gran novedad estructural. Lo que Trejo ha hecho aquí es tomar motivos tan típicos como el bildungsroman asociado al viaje: tanto físico, como interior y mítico. Y en este último se evidencian elementos también clásicos como el del héroe que se ve en la obligación de salir a cumplir su misión, los obstáculos que se encuentra en el camino junto a los personajes que actúan como contrapunto y que suelen ser una mezcla de maestros y, al mismo tiempo, antihéroes y, finalmente, la vuelta al origen para llegar a la comprensión de la experiencia vivida.
Han dicho de esta obra, tanto el autor como algunos miembros del jurado que le otorgó el último Premio Tusquets de Novela, que su esencia es una declaración de amor hacia la literatura. Y es cierto. Lo es. ¿Pero cómo se pasa de un muchacho desintegrado en medio de un barrio de Berlín (pues ahí es donde empieza todo) a conseguir un texto que reivindique la pura ficción? En una época en la que muchos aseguran que la literatura ha muerto y autores como Karl Ove Knausgard triunfan mirando hacia sí mismos para crear algo pretendidamente original, llega este discreto catalán –filólogo, profesor de literatura y con experiencia como editor en la revista cultural española Quimera durante tres años–, y declara con su pluma que eso es una barbaridad: que la imaginación no sólo es aún posible sino que además es, ante todo, necesaria. Pero no nos equivoquemos: no se trata de denostar lo otro, sino de reubicarlo, de redefinirlo para reflexionar sobre qué es, no sólo la literatura, sino la construcción de nuestra misma existencia.
¿Es posible mirar hacia uno mismo para crear? Por supuesto. ¿Es lícito hacerlo? Desde luego. ¿Pero en qué consiste esa mirada? Primero, en un recuerdo y, en consecuencia, en una reconstrucción. No sorprende entonces que una de las primeras fuentes de inspiración para este libro sea Respiración artificial, de Ricardo Piglia o, lo que es lo mismo, la enunciación de que la reconstrucción del pasado es la reconstrucción de una ficción. También podría serlo Jorge Volpi y su libro Leer la mente: el cerebro y el arte de la ficción. Todo eso está en La máquina del porvenir. Pero es que hay mucho más: Pedro Páramo de Rulfo, Los detectives salvajes de Bolaño, Austerlitz de Sebald, y todo eso sin contar la inclusión del guiño a las grandes novelas rusas del siglo XIX. La ambición de esta novela es inmensa. De hecho, uno de sus objetivos es explicar la simultaneidad del tiempo. Nada menos. Por eso recurre con frecuencia al personaje de Watchmen, el Doctor Manhattan, cuya clarividencia está relacionada con su capacidad para comprender tal simultaneidad. Es decir, que el autor se ha aferrado a un motivo narrativo clásico para sumar a éste cuestiones más o menos actuales y lo ha hecho, además, disparando desde distintos flancos teniendo la habilidad de ser lo suficientemente fluido como para no perder lectores por el camino.
Una de las cosas que le parecen imprescindibles a Juan Trejo es que su obra sea legible: que llegue a todo tipo de público y que después, según el receptor, éste alcance unas cotas u otras de comprensión sobre lo escrito. Que el lenguaje no sea un impedimento para ello es una de sus premisas. Acá esa voluntad encaja a la perfección. Aunque sí hay imágenes impresionantes, como la de Barcelona cubierta de agua, en ocasiones da cierta lástima no encontrar, por alguna parte, alguna descripción puramente bella en su sentido artístico. Pero tal vez si no las hay es porque la carga que tiene que soportar el lenguaje en esta obra es desmesurada: debe difuminarse para dar lugar al edificio. Las palabras son un andamiaje necesario: en un guiño a la simultaneidad a la que alega como reflexión discursiva, Trejo ha conseguido escribir una obra que, en lugar de ser lineal –y entiéndase acá lineal en un sentido amplio: no únicamente cronológico– está expuesta como en una suerte de círculos que se acaban rozando de forma tangencial: los espacios recorridos –Barcelona, Cadaqués, México, Nueva York, Rosario, Buenos Aires, etcétera– se superponen. Y también sus tiempos. Se trata de una escritura de palimpsesto que exige atención del lector para captar cuáles son los lugares en los que se crean bucles temporales. La comprensión de éstos es la esencia de la búsqueda de los personajes de esta novela. El anhelo de los tres principales, que son, en realidad, tres generaciones de una misma familia, la del desintegrado Oscar, es hacer tangible algo que no lo es. En el fondo, desean lo imposible, que acá se traduce en la construcción de la llamada “máquina del porvenir”. Pero esto no tiene nada de raro, aunque lo pueda parecer si nos quedamos en la superficie del asunto. Se trata de una búsqueda cuyo éxito radica en la asunción del fracaso. En asumir para comprender. En entender la imaginación como camino al conocimiento. Lo que mueve a Oscar es la necesidad de construir un relato sobre sí mismo: conocer su pasado para existir, para saberse poseedor de un discurso sobre su propia vida al que darle validez. A pesar de que en muchas ocasiones es necesario no tomarse lo escrito al pie de la letra –a veces Trejo exige tensar el pacto de ficción–, el autor, sea por la excusa o disparador que fuere, consigue que el recorrido literario alcance a todo ser humano como rastreador incansable, ya sea consciente o no, de una respuesta a algo que posiblemente no la tenga: por qué y para qué estamos en este mundo. Y ahí, desde luego, entra la necesidad de la ficción. Somos memoria y, según Trejo, nuestra realidad es una cuestión de consenso.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.