Domingo, 26 de julio de 2015 | Hoy
ARTURO CARRERA
Publicada en tres tomos que suman casi 2000 páginas, Vigilámbulo abarca la poesía reunida de Arturo Carrera, que toma su título del último poemario de 2014 y traza una cronología inversa hasta llegar al mítico Escrito sobre un nictógrafo. Este gran esfuerzo editorial de Adriana Hidalgo pone en escena la permanente tensión entre poema, verso y escritura de uno de los más grandes poetas latinoamericanos, que a lo largo de ya cinco décadas problematizó el concepto mismo de poética, no eludió la lírica, sobrevoló el oro y el barro del neobarroco y esquivó los riesgos de lo clásico, así como también los reduccionismos de las vanguardias. Radar propone una aproximación y un homenaje a Carrera a partir de estos volúmenes que plantean vías alternativas al lector para acceder a su obra.
Por Susana Cella
Escribió ensayos (Nacen los otros, por ejemplo), tradujo a poetas como Yves Bonnefoy, fue incorporado a esa tendencia poética que. según la definiera y teorizara el cubano Severo Sarduy se llamó neobarroco, hizo libros en colaboración, algunos verdaderos collages como Teoría del cielo pulsando señales capaces de orientar lecturas. Pero antes llegó un día desde un pueblo en el sur de la provincia de Buenos Aires, anclado en la inmensidad de la pampa argentina, donde el horizonte (en la sostenida controversia de que esa línea está allá lejos o cercana, según se mire con los ojos de la Física –Darwin– o el corazón –Borges–) está siempre disponible a ser escrutado. No me parece comentario menor para hablar de este siempre habitante (no importa cuál sea su domicilio ocasional), porque la morada, el sitio apropiado y propio sigue siendo Coronel Pringles, como ese espacio raigal que los poetas y los escritores emplazan: pueblo, urbe, cuya dimensión simbólica no se aminora y más, no puede soslayarse. Llegó a la ciudad capital para ser sobre todo lo que es, un poeta. Tenía entonces una referencia, un nombre que buscó y encontró: Alejandra Pizarnik, a quien había leído antes de conocerla. Ella pudo ofrecerle su amistad e incentivo para su infinito deseo de escribir y a quien en 1973 le dedicara Momento de Simetría “Mapa-Homenaje”.
Pero antes, tenemos el debut del poeta de Pringles en el poemario que ha quedado registrado como inicio, Escrito sobre un nictógrafo, donde invierte la convención entre letra y fondo porque sobre las negras páginas se erigen, blancas (suma de los colores contra la ausencia negra de color) las palabras. La máquina productora, el nictógrafo, es un recurso para emplazar “el día cegador de medianoche” según Severo Sarduy anota en su prólogo a este libro. La propuesta de Carrera, en los pasos iniciales de su poética convoca a pensar en las “negras pizarras sobre blancos dedos” de las Soledades gongorinas. Al revés que esas “negras perras” de Quevedo (las palabras en tinta oscura acribillando la superficie del papel), las blancas letras aun con tachaduras leves que no impiden ver eso escrito cruzado con dos líneas de supresión, sugieren el gesto de cierta incertidumbre, que por otras vías –más sutiles y elaboradas– seguiría en la poesía de Carrera. Es decir, las líneas como raspaduras sobre una estrofa, se hacen luego algo tácito, no vemos las rayas cruzadas, vemos quizá lo acallado y lo erizado, aunque no menos llamativo inmerso en el discurrir de los poemas. Las rayas que no ocultan sino que sólo barran, implican dejar permaneciendo algo que no merece la supresión, como un significante que se destaca por esos trazos que parecen descartarlo, pero que no lo borran porque “El poema se abre/ esa es tu fuerza/ El poema toma contacto/ se desliza con brazos extendidos/ por las dos orillas:/ esa es tu fuerza”. ¿Autocrítica? ¿Temor al lugar común? Tal vez, pero no hay concesión. La voz va a seguir, y ya afincada no necesita del subterfugio de la negra página, porque se ha adquirido el lugar en que se tramita el momento eclosivo (vanguardista quizá) con la tradición (lo que le aporta lecturas y no menos elecciones) al instalarse un punto de no retorno: ya tenemos palabra, podemos continuar, podría decirse.
De ahí en más hubo un aprendizaje donde a las incursiones por una textualidad muy diversa se incorporaba, y no es de menor importancia, la relación directa, la conversación, la estadía en un ámbito desde el cual configurar sus propios textos que en la travesía que desde entonces emprendió hasta hoy, lo convierte en figura ineludible de la poesía castellana. Y vale decirlo, poeta, justamente, por afincarse y arrostrar las dificultades del género quizá más irreductible a las clasificaciones de la institución literaria: la lírica, resonando en ecos a través del tiempo, firme y reacia a las imposiciones del lenguaje de la comunicación, y aun así estableciendo “comunicación inefable” en su posibilidad infinita. Ambas expresiones apuntan a un poeta que fue para Carrera un alimento constante. Me refiero a otro cubano, José Lezama Lima (a quien por su parte Sarduy colocó en una genealogía referida al barroco: “Carrera es a Sarduy, como yo soy a Lezama Lima, como Lezama a Góngora, como Góngora a Dios”. Más allá de este invento sarduyano, verdad es que cuando uno lee “la cantidad no hechizada” de Carrera, ineludiblemente piensa en la respuesta, por llamarla de algún modo, al maestro cubano y su “cantidad hechizada”.
Escrito sobre un nictógrafo tiene un prólogo de quien practicara y teorizara (compiladas sus hipótesis en Ensayos sobre el barroco) una poética que dio en llamar neobarroco, el ya mencionado Severo Sarduy. Se trataba de algo así como revisitar la rica tradición del barroco clásico (valga la expresión, del siglo XVII) para reivindicar esa herencia cultural con sus hallazgos verbales, sus contribuciones a la lengua (literaria y coloquial) que enriquecieron perdurablemente la poesía castellana, pero con las diferencias notorias de un lapso de tres siglos, a partir de otros paradigmas científicos y otras concepciones sobre el tiempo-espacio, la cosmología, el psicoanálisis y los acopios de las vanguardias. La propuesta neobarroca fue en la poesía latinoamericana, para varios poetas de distintos países del subcontinente, una opción que tuvo sus variantes según las respectivas tradiciones literarias de cada contexto nacional. Entre los incluidos en esta vertiente estuvo Arturo Carrera. El llamado “neobarroco”, no dejó de ser objeto de discusiones y cuestionamientos: defensores y detractores adujeron varios argumentos de índole diversa para sostener o denigrar algo que en realidad fue una heterogénea disputa que más allá de las apelaciones ideológicas, fue un combate por la preeminencia en la campo cultural. Sin embargo, la obra de Carrera y sobre todo comparándola con otros, por ejemplo Néstor Perlongher, no aparece atada a esa poética. El mismo declara, “me pregunto aún qué es el neobarroco. Pero ahí está la respuesta: en esa indefinición. En ese no saber (sabiendo) yo elaboré mi propia escritura. No se trató de una escuela, sino más bien de un efecto de época. Un momento contextual, si se puede decir eso. ¿Cómo pensar el dolor de una franja temporal sino desde la búsqueda de una inmediatez de la palabra?”.
En versos breves, como irrupciones de un fondo nocturno y oscuro sobre el cual, como las marcas sobre un pizarrón, sólo podemos ver la excrecencia, lo que condesciende a manifestarse en un magma de elusivas afirmaciones y muchos interrogantes se erigen unos trazos: “despegado de las significaciones/ soy fragmentos/ reunidos por mis fragmentos/ izado, ido, atropellado/ por fragmentos” (Escrito con un nictógrafo). Aunque suene excesiva la referencia a aquel primer poemario, creo que estas citas condensan los rasgos de una poética que iría desarrollándose en la necesaria ecuación de repetición y diferencia. Como decía Nicolás Rosa en su ensayo “Arturo Carrera: la suspensión de las animaciones o el retabillo de las sombras”, “habla siempre de lo mismo –y hace mucho que nos viene hablando de lo mismo– como cuadra a un poeta que se precie, que se precia, que se atesora... y con un capital riquísimo en su intensidad.” Intensidad en un registro léxico a la vez austero, o mejor, atemperado, y rico, donde pueden surgir términos inusuales enlazados con otros del habla cotidiana. En el prólogo a esta compilación, señala Sergio Chefjec: “Probablemente una de las primeras sorpresas del estilo poético de Carrera sea la oralidad incansable, que cuando está a punto de desfallecer o sucumbir a sus propios denuedos cambia de tono y de sintonía para seguir adelante con la descripción de un distinto lugar del mundo, otro artilugio del tiempo y otro momento de la memoria. No obstante sería un error considerar esta oralidad como estandarte de una militancia coloquialista o subjetiva”. Y lo reafirma Carrera: “No, lo coloquial sin duda no. En muchos poemas he intentado mimetizarme con voces que escuché o creí escuchar. Pero eso es como el contenido latente de un sueño: es inalcanzable siempre.”
Tal vez esto formule de algún modo el misterio, siempre misterioso, valga la repetición, pero siempre acechante, demandando de algún modo que a sus interruptas emergencias se les preste atención. Y justamente, es esto lo que Carrera parece tener en cuenta en su varia incursión por los caminos en que lo que en el misterio de lo familiar, se presenta como aliciente o necesidad de emplazar una palabra. Valga mencionar Tratado de las sensaciones y El Vespertillo de las parcas.
Como resultado de este especial trabajo, surge una atmósfera peculiar, donde cabe lo narrativo (“hay poetas que cuentan el contar” señalaba Nicolás Rosa refiriendo a que Carrera, exhibiría “las huellas matriciales donde se va escribiendo la aventura de contar cosas... propiciadoras del valor del intermedio, del valor intersticial de la experiencia de los cuerpos”). En este sentido lo que se narra no puede quedar ni queda en una mera anécdota insignificante sino que se proyecta, sin estridencias a otra dimensión. Al respecto valga señalar lo que es algo a lo que Carrera se refirió en intervenciones y ensayos, que tiene que ver quizá con algo de eso inalcanzable que señala: secreto y misterio. El secreto es transmisible –en murmullos, en voz baja– y el misterio es lo que permanece como tal. Se diría que en su hacer poético Carrera los convoca y hace confluir, siempre en el tono bajo (calmo y reflexivo), no estentóreo, de sus poemas, que circulan preservando, dejando entrever en la lisa superficie de un texto, algo más.
Ese más es para Carrera un punto clave: “Lo nuclear es el ritmo. Todo mi trabajo con el ritmo. Eso involucra los versos, las unidades temáticas de mis libros. Después, trataría de pensar en cosas como las que dijo Mallarmé: “Darle al lector el exquisito encanto de creer que piensa”. Es decir un tono, un léxico que se orquestan en un estilo, como marca inconfundible de una voz poética en la cual opera la elección de un centro irradiante desde el cual van sumándose los espacios, el hogar, el amor, la literatura, los varios escritos que se encuentran muchas veces como epígrafes de los poemarios, la muerte: “¿Yo busco el agravio de la muerte?/ No, enumero el sentido de una desaparición/ escrupulosa:/ el arco iris no./ los niños, no. / un amor no. / un cuerpo que al pasar/ deja que el deseo nómade se precipite en él como una nevisca incandescente,/ como una lluvia fulminante. No.” (“El potlach de las siestas” en Arturo y yo).
En la poesía de Arturo Carrera palpita la angustia de la temprana orfandad materna. Ese vacío, como el número cero, desencadena la serie, que aquí no es una progresión ascendente o descendente sino más bien la serialidad en tanto sucesivas y coordenadas, por citar una vez más a un admirado poeta de Carrera, Lezama Lima. Dice Carrera: “Pienso mi trayectoria como un deslizamiento irrefrenable. Los cambios parecen imperceptibles. Las búsquedas son casi invisibles. La ideología sube por los adjetivos. Y la propuesta entonces es el resultado de un impulso comparable al deseo. También como un estado de infatuación. Estamos enamorados y nos damos cuenta por esa ‘vaga congoja’ de dejar un momento al otro. Apenas un momento. Aunque después sean años, pasen años, ¿no?” Se ha señalado reiteradamente la faceta de su obra, donde los niños tienen un lugar fundamental, Children’s Corner (al que algunos consideran su mejor obra), Criaturas que duermen a nuestro lado (otra de esas brillantes compilaciones). Me detengo en ese entrañable término “criaturas”, que no deja de evocar el término portugués “crianzas”, mentando justamente la condición de alguien que tiene que ser criado, alimentado, asistido, apañado y que revierte sobre el que los contempla y celebra: “Como una estética tan ética/ que felizmente copara/ ese umbral donde el universo/ entero/ se colorea// y donde tus manitas/ separan el agua/ de la tierra, la tierra/ del fuego// y el aire silencioso acechara en su respiración, / a ese arco iris como sello volátil/ entre lo natural y/ lo simbólico:// nada que en la escritura/ te apresara/ sino ese pescadito que tuviste/ en una palangana/ en mi ausencia, hasta que yo volviera,/ sobre mi mesa de trabajo/ junto a tu cama; // ¡Oh pequeño alfarero de la dicha! (“Niños” en Children’s Corner). Condensación esta que muestra la voz del adulto con sus saberes y lo que es capaz de percibir y sentir frente al niño para ofrecer así una compleja imagen cuando se la ve en todos los componentes que parecen fluir –calladamente y sin subrayados, sumando alusiones y detalles– y el detalle no es mero adosamiento costumbrista, sino que más bien incita a pensar en aquello que como la minuciosa descripción del reloj en Madame Bovary en la lectura de Barthes amplía el sentido, incrementa la significación. El habitar, el estar, de los niños tal vez como vivientes testimonios de lo perdido y como lógicas e imágenes que apelan, con sus presencias, al mundo adulto. Pero también, como proyección (retrospectiva) de un tiempo a venir frente a la ineludible ausencia de “los mayores delanteros”, según diría César Vallejo. En igual sentido, decía Nicolás Rosa: “Nada de estatuario, nada de colmado, nada de completud, sólo la ráfaga de una frase, de un decir, hilos de la palabra, levísimo por momentos, lisísimo ... palabra de la infancia (y no una palabra sobre la infancia), palabra discontinua en la levedad de una sintaxis aérea”, como la que se nota en estos versos: donde aparece una entrañable figura: “Su color, su dibujo/ Ese azul que no querías pesar/ y ahora está en tus pesadillas” (“El Principito”, en La inocencia, 2005).
Son tres volúmenes y gruesos, que nos ofrecen en su decurso la posibilidad de recorrer una zona no menor de la poesía argentina en un lapso de más de cinco décadas. Cabe señalar que estos tres libros que llevan el título de Vigilámbulo, se inician con el poemario homónimo de 2014, para luego continuar en una cronología inversa hasta el primer libro. O sea al revés que la organización habitual de este tipo de compilaciones, uno se interroga por su sentido: ¿una mirada en perspectiva?, ¿proponer la lectura más reciente e ir como desandando el recorrido?, ¿dejar que el lector se mueva libremente, si quiere, por ejemplo de atrás para adelante o entre poemarios? Efectivamente, están tales posibilidades, de contrastar textos, y ver las modulaciones que van teniendo sus persistentes intereses. Y también está lo que el propio Carrera dice de ese orden: “Quizá, como he dicho ya muchas veces, fue la idea de que cuando somos jóvenes, somos más ‘b’. Más rupturistas. El hecho de recibir ese trabajo al final de los tres libros nos pareció interesante. Los jóvenes buscan mucho Escrito con un nictógrafo, mi primer libro. ¿No es por eso? Sergio Chejfec, que escribió ese prólogo tan ameno y contundente, sugirió que mi poesía reunida planteaba esa relación problemática con la cronología... Ahora bien, no sé si somos más vanguardistas cuando somos jóvenes, pero por los esfuerzos estilísticos que se propone un poeta que recién empieza es como un pintor que empieza a pintar: tiene toda la paleta, todos los estilos, todos los colores. A medida que va pasando el tiempo, sucede lo que dice Henri Michaux: ‘Adormecido el torbellino, queda la joya’. Después de todo ese tumulto queda la joya o no queda nada, ¿no?”.
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