Domingo, 9 de agosto de 2015 | Hoy
IVáN TURGUéNIEV
Por Salvador Biedma
Acaso el único modo de analizar, historizar o definir a un autor (lo mismo que a un movimiento o una época) sea simplificando sus complejidades. Eso resulta en verdad difícil con alguien como Iván Turguéniev. Sus propios contemporáneos debieron enfrentar el problema y, por ejemplo, no supieron bien de qué modo interpretar Padres e hijos.
Suele remarcarse que en esa novela aparece por primera vez el concepto de “nihilista”, en referencia a Bazárov, un joven que intenta no obedecer ningún precepto, salvo los de las ciencias empíricas, ni someterse a ninguna autoridad. Cuando el libro se publicó, en 1862, quienes podían sentirse ideológicamente cerca del personaje creyeron que el autor se burlaba de ellos y, a la vez, quienes se oponían a un ideario de ese tipo pensaron que Turguéniev estaba abrazándolo y difundiéndolo.
Con más distancia, Nabokov señaló al escritor como el primero que en Rusia supo observar desde la literatura “la combinación de sol y sombra sobre el aspecto de las personas”. En una época de grandes cambios, debates y censura, con un trabajo excepcional sobre la profundidad psicológica e ideológica, Turguéniev fue, en más de un sentido, un autor de transición.
Su obra hace un recorrido del romanticismo al realismo, expone la caída de muchos pequeños terratenientes y nobles, la situación de los siervos (desde chico vio los maltratos que sufrían en la hacienda familiar) y el principio de resquebrajamiento del zarismo. A su vez, tiende un puente entre Rusia y Europa. Tanto que se lo suele presentar como la entrada más accesible para cualquier lector de Occidente en el peculiar mundo ruso. De todos modos, en medio del fuerte debate de su época entre eslavófilos y occidentalistas, sería simplista ubicarlo sin más en el último bando.
Padres e hijos, ya desde el título, ayuda a comprender la importancia de la confrontación y el antagonismo en los textos de Turguéniev. Los viejos y los jóvenes, los siervos y los nobles, las grandes ciudades (Petersburgo, entonces capital del imperio, y Moscú) y el campo, las mujeres y los varones constantemente chocan en sus textos. Y el choque se da porque él hizo que compartieran escena personajes de diferentes orígenes y plasmó en sus textos las discusiones del momento, la tensión entre ideas y costumbres divergentes.
En Argentina viene revalorizándose la figura de Turguéniev con ediciones de sus obras menos conocidas, que se suman a las que se mantienen en circulación desde hace décadas (Padres e hijos, Primer amor, Humo o Nido de nobles). La Compañía publicó en 2009 la novela breve La desdichada, Adriana Hidalgo sacó en 2010 sus Relatos fantásticos y ahora Colihue reúne su Teatro completo, que nunca había aparecido en castellano en un solo volumen y traducido directamente del idioma original.
Las diez obras teatrales de Turguéniev, escritas entre 1843 y 1852 (casi todas anteriores a sus cuentos y novelas), muestran la evolución de su estética y, en los puntos más altos, no tienen nada que envidiarle a su narrativa. De hecho, sus innovaciones en este ámbito supusieron un paso imprescindible para llegar luego a la dramaturgia moderna de Chéjov. Turguéniev tomó en su teatro variadas influencias, de Rusia y del extranjero, pero, más que nada, siguió la línea de Gógol.
La primera pieza de la serie, Una imprudencia, muestra ya a un escritor maduro, si bien después llegaría muchísimo más lejos. Se notan enseguida las influencias de Shakespeare y del Siglo de Oro español; en un discurso muy citado, de 1860, el autor ruso dividió a los personajes de ficción según dos modelos: el de Hamlet, temeroso y dubitativo, y el de don Quijote, resuelto aunque avance en procura de un absurdo.
Una imprudencia sorprende por la mezcla de influencias y géneros, con toques grotescos y elementos de la tragedia neoclásica. La obra atraviesa diversos climas y lo central, que se repite en muchos textos del autor (en teatro y narrativa), consiste en mantener un drama pasional en primer plano mientras, por detrás, se deslizan otros planos con fuertes críticas políticas y disputas sociales. Todo esto en un lenguaje sencillo, equilibrado y amable.
Al inicio de la pieza, Doña Dolores, aburrida en el balcón de su casa, dice para sí que en la vida no le ha ocurrido nada extraordinario. Enumera defectos de su marido, imagina una infidelidad. En eso está cuando un hombre le habla en tono seductor desde la calle. Rápidamente la situación se vuelve más compleja: su esposo se entera de que alguien ronda a la mujer, pero es poco decidido y necesita recurrir a su amigo Pablo, que cela a Dolores más que él mismo. El argumento da luego un inteligente giro y la obra finaliza con un epílogo muy breve que burla a los funcionarios del Estado zarista.
La pieza que sigue, Sin dinero, escrita en 1845, les da una vuelta de tuerca a ciertos recursos teatrales y, más allá de sus toques grotescos, se adentra ya en el realismo. El protagonista es un joven noble venido a menos que intenta mantener su nivel de vida en Petersburgo, aunque no pueda sustentarlo. Su criado advierte con claridad la situación y le recomienda volver al campo, donde está su familia y donde todo resultaría más fácil.
El hilo se corta por lo más delgado, de 1848, vuelve sobre un tema pasional-matrimonial. La agudeza para mostrar la psicología de los personajes –en el coqueteo entre una mujer y los tres hombres que pretenden casarse con ella– dispara la obra mucho más allá del género que correspondería, el llamado “proverbio teatral”. Y ya las dos obras que siguen, El lameplatos, escrita también en 1848, y El solterón, de 1849, bastarían para que Turguéniev mereciese como dramaturgo un lugar de preeminencia.
En El lameplatos vuelve a ponerse en escena un noble venido a menos, que en este caso vive de favor en casa de un terrateniente. El señor que había decidido darle cobijo murió y su heredera vuelve a la propiedad, que había abandonado siendo una chica, ahora casada. Por temor a que no lo sigan manteniendo, Kúzovkin permite que el marido, el nuevo “dueño”, se ría de él y lo emborrache, pero la situación pasa el límite de su tolerancia. Entonces, cuenta un antiguo secreto que involucra a la familia. Había aceptado ser bufón del viejo terrateniente, pero no va a admitir ese papel ante el yerno, un funcionario de Petersburgo que desconoce las costumbres del campo. Sin embargo, la ruptura del equilibrio no llega: todos renuncian a la verdad en función de sus intereses y para mantener el orden en que están dadas las cosas.
El solterón transcurre en Petersburgo y tiene muchos puntos en común con El lameplatos. Masha es una huérfana que quedó al cuidado de un vecino, el modesto funcionario Moshkin (el solterón del título). El hombre tiene todo dispuesto para casar a la chica con otro huérfano, protegido suyo, un empleado público en ascenso. Las cosas marchan muy bien hasta que un amigo muy formal del novio observa el trato confianzudo que prodiga esta familia y reprueba la diferencia de estatus en el matrimonio. La mirada del amigo hace que el indeciso Vilitsky termine negándose a la boda. Y el padrastro de Masha, después de dejar de lado la ridícula posibilidad de batirse a duelo con el joven, piensa una salida sorprendente. La estructura en tres actos es sencilla y resulta perfecta.
Desayuno con el decano de la nobleza, escrita en 1849, es la pieza en la que Turguéniev lleva más lejos el grotesco, arma que utiliza para la crítica política y social. Sin un gran argumento, se burla de ideas y costumbres de terratenientes nobles que, por distintos motivos, confrontan.
Sigue el punto cumbre de la dramaturgia de Turguéniev. Un mes en el campo, que contó con tres versiones entre 1850 y 1854. La pieza fue censurada y luego de varios cambios se permitió su publicación, pero la puesta en escena siguió prohibida hasta 1872. No por razones estrictamente políticas, sino por el hecho de que una mujer casada mantuviera un juego erótico con un amigo de la casa y, a la vez, se enamorase de un joven maestro que también había despertado la pasión de su protegida, que a partir de esto se planta como “su rival”.
Debido a la extensión –se trata de la más larga de las obras–, en la continuidad de la lectura puede chocar al principio porque uno viene disfrutando de acciones y escenas más concentradas. Al avanzar, sin embargo, se hace evidente que uno está ante una joya. Se menciona al pasar a Otelo y en un momento la protagonista, Natalia, hace una referencia a Edipo bastante explícita: “Yo fui una hija fiel hasta la misma muerte de mi padre... él me llamaba su consuelo, su Antígona (había quedado ciego los últimos años de su vida)”. El horror de esta mujer frente a sí misma, frente a su deseo, frente a los celos por su joven protegida, tienta a proponer la obra como un punto intermedio entre el teatro shakespeareano y la teoría psicoanalítica.
Se hace difícil meterse en el argumento de Un mes en el campo sin tomar en cuenta algunos aspectos biográficos del autor. En su adolescencia, se había enamorado de la hija de un príncipe, pero descubrió que su padre tenía un romance con la chica. El episodio quedó plasmado en la novela breve Primer amor, de 1860, pero sin duda también influyó en el argumento de esta obra teatral. Por otro lado, en 1847 Turguéniev empezó a residir durante largos períodos en Alemania y Francia. El principal motivo: la cantante Pauline Viardot-García. El ruso se enamoró de ella, que estaba casada. Se hizo amigo de Pauline y del marido, Louis Viardot, y vivió en casa de ellos larguísimas temporadas. No se sabe si con la mujer hubo algún trato más allá de la amistad.
También hay que tomar en cuenta que en 1852 el escritor hizo público un texto por la muerte de Gógol a raíz del cual lo tuvieron confinado en su hacienda rusa. Ya para esta época, Turguéniev se codeaba con los principales nombres del ambiente cultural y político, dentro y fuera de su país. A lo largo de su vida, fue amigo de Flaubert y Maupassant, de Belinski –crítico fundamental para la modernización del teatro ruso– y del anarquista Bakunin, conoció a Chopin y a George Sand, fue admirado por Henry James.
Los planos que se ponen de relieve en paralelo con el drama pasional de Un mes en el campo, la sutileza escondida en un título que parece sencillo, como marca el muy buen traductor de este volumen Alejandro González (ganó el Premio Lee Rusia 2014 por su versión de El doble, de Dostoievski), son apenas dos de los muchos puntos que impresionan de esta pieza y que opacan un poco, al continuar la lectura, la intensidad de las últimas tres obras, escritas entre 1851 y 1852.
La provinciana muestra a una mujer que ha sido protegida en una casa de nobles. Casada ahora con un funcionario modesto, se reencuentra por casualidad con un conde con el que, en su juventud, había tenido un amorío. De manera astuta, la mujer se aprovecha de él, consigue que le dé al marido un puesto en Petersburgo y lo humilla. Conversación en el camino real pone en escena, con gracia, la charla entre un señor que está por perder su hacienda, el criado y el cochero. Una noche en Sorrento vuelve a plantear el enfrentamiento entre dos mujeres de generaciones distintas: una viuda de treinta años que goza seduciendo a hombres y su sobrina, de dieciocho; en este caso, hay un “final feliz”, con el anuncio de dos casamientos y el regreso a Rusia.
El teatro de Turguéniev sólo ganó éxito con el correr de los años. Varias de sus obras tardaron más de una década en estrenarse (el caso más extremo es el de Una imprudencia, que recién llegó a escena en 1884, cuatro décadas después de escrita, un año después de la muerte del autor). Aunque Un mes en el campo tuvo gran repercusión cuando se llevó a escena por primera vez, en 1872, el verdadero reconocimiento a su dramaturgia no llegaría hasta principios del siglo XX, gracias a dos destacadísimas figuras del teatro ruso moderno, Konstantín Stanislavski y Olga Knipper (viuda de Chéjov), quienes le pusieron el cuerpo a piezas del autor en el Teatro del Arte de Moscú.
Nueve años u once –si contamos que la última versión de Un mes en el campo es de 1854– bastaron para lograr una obra sólida, renovadora, en la que el autor evitó imágenes planas de los personajes, intervino en debates interesantísimos, cuestionó el lugar atribuido a la mujer en la sociedad (en textos suyos hasta se discute la violencia de los varones dentro del matrimonio). Sin monumentos como Los hermanos Karamazov o Guerra y paz, con un tono que seguramente nos suena más cercano, Turguéniev sigue brillando entre los clásicos de la literatura rusa.
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