Domingo, 9 de agosto de 2015 | Hoy
MARíA PíA LóPEZ
Un registro narrativo, otro de crónicas, y los secretos de un barrio al que el paso del tiempo le fue borroneando los límites a partir de la centralidad de la plaza y la estación de trenes, se cruzan con gran dominio técnico en Miss Once, de María Pía López. El resultado es una novela que retrata unas vidas más complejas de lo que parecen en la superficie y un mapeo denso y profundo de la ciudad y su historia.
Por Sebastián Basualdo
“La calle tiene sus memorias aunque las mantenga en pudoroso silencio. Sin tirarse al ras del suelo –ningún latido hay que escuchar de tan cerquita–, animarse y cruzar Rivadavia como al río bravo y más allá el verdadero Once que comienza”, escribe uno de los narradores en el tono y con la cautela de quien intenta de algún modo advertir la clase de experiencia literaria que surgirá con la lectura de Miss Once, la nueva novela de María Pía López, donde la trama se entreteje sobre la base de dos registros diferentes –el del relato y la crónica– pero tan íntimamente entrelazados que resulta fascinante el modo en que transcurren paralelamente a través del tiempo, al igual que las vías del tren que se extienden desde la estación Miserere, permitiendo la ilusión de verlas cruzadas en el infinito, acaso como una manera poética de pensar la memoria colectiva. Ahora se trata de levantar piedra por piedra los restos de “un barrio bajo el nombre oficial de otro, territorio enmascarado. En los mapas le toca Balvanera, en el pasado recurría en Miserere. Los límites del oficial son Independencia y Córdoba, Gallo y Callao. Incluye el Congreso y el Abasto, las sinagogas y alguna iglesia notable, bares que se quieren prestigiosos, fábricas en las que se soñaron revoluciones, plazas no exentas de tragedias. En la ciudad real los límites no son tan nítidos y Once se derrama y desborda, vitalidad renuente a las fronteras”. Tres partes bien diferenciadas constituyen la estructura de Miss Once; por un lado los capítulos titulados “Historias” y “De casa al trabajo” y por el otro “Once”, donde la crónica histórica de los hechos acaecidos en el barrio donde “hubo corralón y lazareto femenino ante la peste amarilla” parecen escritos por un narrador guía que va tomando apuntes a medida que recorre los lugares sin ceñirse demasiado a las fechas y por eso puede comenzar por cualquier parte, ya sea la plaza que fuera quinta primero hasta un dictamen de Rosas, la estación del tren y su primer viaje hacia la muerte, pasando por la Recova y la construcción de las Escuelas Patria en 1812, la epidemia que arrasó con el barrio, las leyendas y los mitos como el de Pancho Sierra, más conocido como “El doctor del agua fría”, hasta llegar a Cochabamba y La Rioja donde funcionaban los Talleres Vasena, lugar donde se dirimió una posible revolución con un saldo espantoso de obreros asesinados para una victoria que hoy se traduce en una jornada máxima de trabajo, el llamado Hueco de los Olivos, que fue el Cementerio de disidentes donde luego se construyó la plaza Primero de Mayo, la toma de la empresa textil Brukman, el boliche Cromañón y sus 194 jóvenes que murieron por culpa de “la negligencia empresarial de los candados, la banda: la bolsa y no la vida, si los inspectores descuidados o la coima era abono en los papeles, Chabán era un asesino o sólo el tipo que soñó espacios libres y pensó que el rock no podía sustraerse de todos los peligros eran muchas y prevaleció el sabor amargo del hecho colectivo, del creado aun a la distancia, con la morosa complicidad del que deja pasar porque supone que tan grave no podrá ser lo que suceda” . Nadie conoce verdaderamente una ciudad si no tuvo que esconderse en ella. El narrador que se impone la tarea de resignificar el presente por medio de las crónicas que hurgan en el pasado del barrio, bien podría ser uno de los tantos personajes que recorren la novela llevando a cuesta su secreto. Develarlo ahora sería desarticular la lógica que María Pía López pensó con la precisión de un relojero. Ya lo dijo Goethe: lo que importa de la vida es la vida y no un resultado de la vida. Bajo esta premisa bien puede pensarse las otras dos partes que conforman Miss Once (“Historias” y “De casa al trabajo”) donde a partir de capítulos breves, entrelazados entre sí gracias a un dominio técnico verdaderamente notable, que oscila entre el uso de una gran variedad de registros y capacidad de habitar el mínimo espacio posible con rápidos y sutiles giros que provocan los cambios de perspectiva, la autora de Una historia de la sensibilidad vitalista se interna en la vida de personajes aparentemente simples al principio pero cuya complejidad no tarda en surgir en la medida en que se ponen de manifiesto sus condiciones sociales y económicas, la tragedia personal que cada uno de ellos vive como puede y resuelve siempre en la medida de sus posibilidades. María Pía López narra desde una perspectiva certera, especie de neutralidad falsa de una cámara que intenta capturar historias de vidas posibles, como la de Fabricio, por ejemplo, un muchacho que se hace llamar Isaías y predica las palabras de Jehová en la plaza como un modo de intentar redimir un pasado de patova en la triste noche de Cromañón, o las chicas que intentan salir de la prostitución y se encuentran con la mirada vigilante de los proxenetas, acaso un embarazo y la desesperante sensación de desolación que surge cuando no hay medios y la idea del aborto es una mezcla de culpa y miedo paralizante. Por la mañana las horas transcurren en un Once de mercachifles con su clase obrera en extinción, y ahí está Beto y su jefe Mario, metidos en un local de arreglos de equipos musicales, atados a sus prejuicios como esas cadenas a las que refiere Simone de Beauvoir, tan difíciles de cortar, sobre todo cuando están hechas de ignorancia, elemento de control propiciado por un Estado que durante décadas embruteció a su pueblo.
Miss Once es una maravillosa novela escrita por una de las autoras más interesantes del panorama narrativo actual.
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