Domingo, 9 de agosto de 2015 | Hoy
LAMADRID
Con una combinación de crónica, autobiografía y memoria, el periodista Marcelo Izquierdo reconstruye con pasión la historia de Lamadrid, el club de fútbol cuya cancha queda frente a la cárcel de Devoto. Carceleros es un original relato que también hunde raíces en la historia pasada y reciente de la Argentina.
Por Angel Berlanga
En el comienzo hay un tío hincha de Independiente que le pregunta a un pibe de 11 años si sabe cómo salió Lamadrid. Y el chico, que es de Racing y es un apasionado por el fútbol, que es simpatizante de un equipo por división, que en la “D” hincha por Midland, no sabe cómo salió ese fin de semana Lamadrid ni sabía, hasta ese momento, que en el barrio en el que su familia vivió desde siempre, Villa Devoto, estaba este club de fútbol, cuya cancha queda frente a la cárcel: de hecho tampoco sabía de la existencia de una cárcel en el barrio. La conversación con el tío es una de esas situaciones que la memoria le guardó a Marcelo Izquierdo, aquel pibe, como un hito biográfico: era 1977, “un año terrible para el país pero de gran éxito deportivo para el club”, que en esa temporada salía campeón por primera vez en la historia. Trascartón, al año siguiente, otro hito fundamental: luego de una de esas insistencias desgastantes, el chico consiguió que su padre lo llevara por primera vez a ver “al Lama”. Era contra Deportivo Merlo. Escribirá Izquierdo, mucho después: “En un lateral, el número tres de Lamadrid se acercó al alambrado, lo miré fijo y exclamé: ‘¡Pero ese es el quesero de la calle Concordia! ¡Y el número cuatro es el hermano, el otro quesero!’” Los sábados, cuando hacía los mandados, veía a estos caballeros en la quesería Los Muchachos: eran hijos de un wing habilidoso que había jugado en Boca. Lamadrid perdió ese partido pero ganó un simpatizante para toda la vida que años más tarde, ahora, publica un libro compuesto por retazos de su historia, de sus personajes, de situaciones y coyunturas puntuales: Carceleros.
Un club de barrio humilde y querido, una realidad paralela, un mundo único: así define Izquierdo al club con el que se crió, al que ahora van sus hijos.
El tono en el que narra este periodista está compuesto por una fórmula de humor ante pasiones que Lamadrid despierta en algunos personajes, de afectos construidos a lo largo del tiempo, del reconocimiento del talante modesto del club como rasgo constitutivo, de la mirada sobre el barrio como lugar de pertenencia y de la dosificación notable entre información, historias, ojo y oído para detectar claves varias y toques de su propia relación con el club. “No importa que los hinchas seamos pocos escribe Izquierdo. Y muy pocos los socios. Y menos que el presupuesto que suele manejar el club para el fútbol sea siempre insuficiente, el más chico de todos, el menor de cada categoría donde le toque estar. Nada importa. No, nada es más importante. Ni siquiera que el Devoto rico, el que rodea a la plaza Arenales, le dé siempre la espalda. Porque ellos siempre van a estar ahí, alentando, tirando de un carro cada vez más pesado, lleno de cascotes, como el predio que cuidaba Salvador Recúpero en los años 30, repleto de piedras como las que sacaron Enrique Sexto, Mayo Anso, José Caruso, Marcelino Piñero y los demás vecinos que fundaron el club el 11 de mayo de 1950”.
La composición fragmentaria de Carceleros hace pensar en notas de distinto tono, viaje, extensión, foco. La épica a veces está en un partido que define un título, como el que disputó contra Acassuso en cancha de Tigre, el 10 de diciembre de 1977, con record de público en la historia de las presentaciones de Lamadrid: 15.000 personas. Desde Devoto, cuenta Izquierdo, fueron algunos cientos de hinchas del Lama, pero casi no había simpatizantes de Acassuso, que ya no tenía chances: los otros 14.000 eran evangelistas que, por un malentendido de organización, asistían a un acto que terminó haciéndose después del partido. Lamadrid ganó 3 a 2, con un gol de uno de los queseros Rosell, Julio, casi sobre el final. Luego de aquella primera ida a la cancha los Rosell se le convirtieron en ídolos, y más cuando luego de eso se enganchó en el auto de ellos para ir a ver los partidos de visitante; ahora, para armar este libro, Izquierdo volvió a Los Muchachos para charlar con los hermanos, que jugaban “por amor” y “por el sánguche y la coca”. Antes de irse, anota, le hizo a Julio un último pedido: “Me llevo dos leches La Serenísima descremada. ¿Cuánto es?” “Diecinueve pesos”. Pagó justo.
En otras ocasiones la épica pasa por la esforzada supervivencia, con las historias de los socios/vecinos que fueron construyendo trabajosamente el club, organizando rifas y bailes, levantando instalaciones, cavando para hacer el túnel que comunica los vestuarios con la cancha (cuando llueve se inunda, apunta), defendiéndose de los avances que, en distintas épocas, los directivos de la cárcel encararon sobre los terrenos de Lamadrid. Izquierdo desarrolla varias historias que cuentan de la relación entre el club y el presidio; desde algunas ventanas de un sector de la cárcel se ve la cancha, y muchos presos se asoman a ver los partidos. El abanico de relatos que despliega es diverso: el pesado ajeno al Lama que, observando la vida del club, decide que al salir se arrimará a ser parte y a poner su energía; el hincha que cae preso y se las ingenia para poder pispear e incluso alienta desde ahí; el detenido político que durante la dictadura siente los ecos de las tribunas y los helicópteros que, sin previo aviso, aterrizaban por las noches en el centro de la cancha para llevar o traer personas esposadas y con los ojos vendados. Es una vertiente: en su remonte, Izquierdo entrevista incluso a un detenido que sobrevivió al incendio del Séptimo Pabellón, considerado como la mayor masacre carcelaria de la historia argentina.
Otra vertiente es Lamadrid, el general: Enrique Sexto, uno de los socios fundadores y ex presidente del club (el estadio fue bautizado con su nombre), fue quien instauró oficialmente la denominación Club Atlético General Lamadrid. Izquierdo intercala a lo largo del libro sucesos clave de la historia de este guerrero de la Independencia, que peleó junto a Belgrano y San Martín, fue panadero en el exilio de Montevideo y combatió más adelante junto a Urquiza (aunque se llevaban mal); en la “D”, el club J. J. Urquiza, que tiene su cancha en Caseros, es un clásico de Lamadrid. En su recorrida por los orígenes del nombre, Izquierdo cuenta la historia de un madrileño al que no le gustaba que le dijeran gallego y retrucaba: “Yo no soy gallego, hombre. Yo soy de la Madrid”.
Izquierdo cuenta la vez que Sandro, en pleno éxito, cerró la noche de un baile al que había ido muy poca gente: después de cantar, al ver el sacrificio del club para llevarlo y que los números no darían, no les quiso cobrar. Y cuenta de la angustia en un partido definitorio para no salir último en la “D”: si eso pasaba, Lamadrid quedaría fuera de competición durante al menos un año; ahí se fue, Izquierdo, a buscar al autor del gol que en otro partido, que se jugaba en simultáneo, decidió las cosas por la permanencia. A veces es la viñeta del hincha que le tira con las sandalias a un árbitro que cobra un penal en contra y luego le pide al Pachi, el 5 del equipo, si no se las alcanza. Y a veces es la historia del ídolo habilidoso del club, o del Chango Cárdenas, el mítico jugador de Racing, que dirigió al equipo por dos mangos, una temporada. “Si al terminar este libro usted anda cerca, dese una vuelta, anímese –invita Izquierdo–. Nada le impedirá ingresar. La puerta está abierta. Nadie le pedirá el carnet en la entrada. Si vos vivís en la zona, vení, entrá, conócelo... No le tengan miedo a la prisión. Tómense un café en el buffet y hablen con Ada, en Administración. Háganse socios. Traigan a sus hijos, a sus amigos. Vengan a la cancha”.
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