PATRICIO LENARD
Hace poco más de un mes que los derechos de autor de Mein Kampf pasaron al dominio público, y entre la cautela y el debate se preparan ediciones críticas. Mientras tanto, el crítico y periodista Patricio Lenard da a conocer Su lucha, una original novela que, no exenta de un ejercicio metaliterario, recrea los años de prisión de Hitler después del pustch de Munich en 1923. Allí dicta sus escritos a Rudolf Hess, quien, deslumbrado por su jefe, haría una carrera en el nazismo no exenta de carisma.
› Por Juan Pablo Bertazza
Cuando el primero de enero de este mismo año los derechos de autor de Mein Kampf de Adolf Hitler –la Biblia del Tercer Reich– pasaron a dominio público, el interés de muchas editoriales por publicarlo fue directamente proporcional a los temores que esa noticia, nunca mejor dicho, empezó a viralizar: ¿no es al menos peligroso difundir la lectura de semejante libro en un presente de intolerancia y discriminación mundial? ¿Qué tipo de cóctel puede generar hoy la lectura de Mi lucha en relación con el auge de las redes sociales?
Aunque ya se aclaró que la de Fayard –una de las primeras reediciones que saldrán a la luz a lo largo de este año, con nueva traducción de Olivier Mannoni– contará con un aparato crítico realizado por un comité científico de historiadores para contrarrestar esos riesgos e incluso detectar las incoherencias para desarmar el discurso de Hitler, las dudas persisten. Más si se tiene en cuenta que los escritos antisemitas de Céline, por ejemplo, aún mantienen una circulación restringida en Francia.
En semejante contexto de debate aparece y toma la palabra Su lucha de Patricio Lenard, licenciado en Letras y periodista que colaboró tanto en este suplemento como en Soy, y es secretario de redacción de la revista Otra parte.
Su lucha es, ante todo, un libro que, pese a lo que sugiere la contratapa, es novela (la primera de Patricio Lenard), una novela con estructura de diario y gusto a investigación.
La estructura novelesca se advierta desde el vamos, a partir de la “Nota a la edición”, una breve explicación acerca de cómo fue que salieron a la luz los escritos del diario de Landsberg de Rudolf Hess, el mecanógrafo de Hitler, firmada por un tal Dante Prolicari, que no es otra cosa que un anagrama del autor del libro.
Su lucha es, en muchos sentidos, una sombra, un reverso, la otra cara de la moneda de ese tratado racista y totalitario de 700 páginas que Hitler terminó en 1928 y que, repleto de consignas antisemitas, imperialistas y antiparlamentarias, no sólo adelantó casi todo lo que pasaría durante los funestos doce años de nazismo sino que además, a comienzos de la década del treinta, se convertiría en bestseller al vender 290.000 ejemplares, a tal punto que ese dinero lo convenció a Hitler de renunciar a su sueldo de canciller al asumir ese cargo el 30 de enero de 1933.
Las condiciones de escritura de Su lucha y, por ende, del diario ficticio de Rudolf Hess –principal organizador de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, al ascender Hitler al poder como Führer fue designado jefe del Partido Nazi y Ministro de Estado, se convirtió en segundo en la jerarquía y siempre fue considerado la “cara amable” del régimen– tienen que ver con una especie de oxímoron: una reclusión confortable teniendo en cuenta los privilegios con los que contaba Hitler en la cárcel de Landsberg am Lech (suroeste de Baviera) donde fue a parar junto con Hess, Karl Haushofer y otros dirigentes nazis, luego del Putsch de Munich, fallido intento de golpe de Estado en noviembre de 1923.
En el marco de esa claustrofobia ventilada es que Hitler le dicta a Hess sus ideas acerca del rearme del ejército alemán, la ruptura del humillante tratado de Versalles (“el dictado”, dice Hitler), la destrucción de Checoslovaquia y demás. Pero esa escena que aparece en Respiración artificial de Piglia y, en parte, en el muy buen libro Mein Kampf, Historia de un libro del periodista Antoine Vitkine, es sólo el comienzo de esta novela exhaustiva y atrapante, entre otras cosas, porque conjuga los propósitos más aberrantes de destrucción masiva con nimiedades como la preocupación de Hess por conseguir una loción que detenga su caída del cabello o incluso, en semejante contexto, las críticas de Hitler contra la tauromaquia: “No entiendo qué diversión encuentran los españoles en maltratar a los toros, matar animales para diversión del populacho me resulta incomprensible”.
En esas charlas casi de sobremesa no sólo se digita la exterminación de los judíos y sus más aberrantes intentos de justificación teórica (“que Jesús no era judío lo prueba que se opusiera a la usura que practicaban los judíos”) sino que también se comentan las noticias policiales del momento, o se juega a elegir la muerte (“Kriebel, Fobke y yo nos inclinamos por la silla eléctrica; Weber, Schaub y Pöhner, por la horca; Hewel y Maurice, por la guillotina, y el Führer dio la nota al decir que preferiría ser crucificado”).
Pero el gran acierto y, al mismo tiempo, lo que mejor esconde dentro de sus trampas Su lucha es la manera en que erige el conflicto dentro de la sumisión: la traición dentro de la más absoluta fidelidad degradada. Y esa pugna (para emplear otra palabra del mismo campo semántico) aparece en la novela a nivel textual, en ese mismo proceso en el que el dictador dicta las frases de su libro y el amanuense obedece.
Es que si bien la obsecuencia que Hess le profesa a Hitler es absoluta (“Me gustaría poder anotar todo lo que dice a lo largo del día, desde la primera hasta la última palabra. No hay sentimiento más noble que la admiración por alguien superior”), es cierto que en esa misma tiranía encuentra retazos de libertad, como el esclavo que, en su dialéctica con el amo, empieza a tomar aire en cada pequeña decisión que toma a la hora de realizar su trabajo.
Ahí radica la enorme originalidad y potencia de este libro que no deja de ofrecer una reflexión metaliteraria. Porque ahí, en cada ínfima corrección (ortográfica o gramatical), en cada mísero desvío de sentido que el amanuense le hace al dictador, y también en ese gesto de compleja pero evidente rebeldía que significa largarse a escribir esa bitácora a espaldas de Hitler (y que se corresponderá, años más tarde, con la enigmática decisión de Hess de dejarse atrapar por el ejército británico en Escocia) es que el ahogado logra obtener algo de oxígeno: “Yo suelo corregir frases o saltearme párrafos cuando transcribo en mi diario el manuscrito del Führer. ¿Me tranquiliza saber que no lo tergiverso? ¿Es mi impertinencia la que exhibe el traductor que corrige y retoca al autor traducido? Escribir es para mí una forma de amenizar el encierro”.
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