EMMA REYES
A diez años de su muerte, en 2012, se publicó la correspondencia que la pintora Emma Reyes había mantenido con el historiador y escritor también colombiano Germán Arciniegas. Por su expreso pedido hubo que esperar una década para acceder a un material sobrecogedor en el que Reyes reconstruyó su infancia de extrema pobreza y marginalidad, signada por castigos y episodios dignos de una novela de Dickens. Memoria por correspondencia excede el mero testimonio y se erige en un libro de un extraordinario valor literario por la capacidad que presenta Reyes para meterse en la piel y la voz de esa niña que fue.
› Por Mariana Enriquez
En 1947, durante un acto de la Unesco en París, el diplomático e historiador colombiano Germán Arciniegas conoció a una de sus más peculiares compatriotas, la artista plástica Emma Reyes, que vivía en Francia hacía un tiempo y ayudaba a todos los pintores novatos que llegaban desorientados a Europa. Se hicieron amigos pero Arciniegas notó, pronto, que en las charlas con su amiga siempre faltaba un tema de conversación muy habitual: la infancia. Y también se dio cuenta, perspicaz, que a ella le costaba hablar de sus primeros años. Así le pidió que se los contara por carta. Y Emma Reyes, la pintora, lo hizo. Entre 1969 y 1997 le mandó 23 cartas a Arciniegas, las 23 que en 2012 (diez años después de muerta Reyes y a su pedido) se editaron en Colombia como Memoria por correspondencia –que ahora publicó Edhasa en Argentina–, un libro que sacudió al mundo editorial de su país, que se consideró el mejor del año y de la década y se convirtió en un verdadero fenómeno de crítica y de ventas.
¿Qué hay en Memoria por correspondencia para causar tanto revuelo? Hay un infierno. Una infancia en el infierno contada por una adulta que fue analfabeta hasta la adolescencia –son reveladoras las copias de las cartas originales incluidas en la edición del libro, con la letra manuscrita esforzada, las faltas de ortografía y algunas palabras francesas– que narra sin sentimentalismo pero sin frialdad, con una habilidad literaria insólita. En primer lugar, no se despega de la niña narradora: arma ese personaje en las cartas con enorme facilidad, como si ejerciera la mediumnidad, sin infantilizarse pero siendo totalmente Emma a los cinco años y en adelante. Luego, mantiene la distancia emocional justa para que esta infancia, que parece extraída del universo más peripatético de Perez Galdós o Dickens o los folletines sea en efecto terrible –y cause ese efecto de conmoción– pero nunca gracias a golpes bajos ni a autocompasión. Y finalmente entiende, como si cada carta fuera un capítulo –de hecho, lo son, pero las separan tantos años que el efecto compacto es asombroso– cuándo debe detener la acción, cómo cambiar de escenario, dar un golpe de trama, descansar en la descripción. Estas cartas son correspondencia privada de Emma Reyes a su amigo y son testimonio de una desdicha inimaginable y abusos perversos pero también y sobre todo son un texto literario. Arciniegas y los editores apenas retocaron las cartas, sólo pulieron cuestiones gramaticales, técnicas. Emma Reyes nunca había escrito antes y creía no saber hacerlo.
Memoria por correspondencia es un texto claustrofóbico: comienza, en consencuencia, en un cuarto miserable de Bogotá donde Emma, de cinco años, vive con su hermana Helena, con una mujer llamada la “señora María” –no aclara si es su madre: la niña no lo sabe, en consecuencia la narradora tampoco; ciertamente no presenta ningún afecto que se parezca a lo convencionalmente maternal– y con un bebé de quien nunca se sabe el nombre, apodado Piojo. Esa primera carta es imprecisa pero brutal en sus detalles: la niña Emma es la encargada de vaciar cada mañana la bacinilla llena de orín y materia fecal y es amiga de un chico más grande, a quien llaman El Cojo porque le falta un pie, que cortó la rueda del tranvía. En este páramo, viven a pasos de un basural, y en todo el libro, como señala en el prólogo de la edición local Leila Guerriero, hay “niños que casi no comen, que casi no juegan... que desconocen el significado de las palabras ‘papá’ y ‘mamá’.” La señora María encierra a las niñas: una vez las deja varios días en la pieza, solamente visitadas por una vecina que les trae la comida –apenas una mazamorra– y, cuando regresa, ha abandonado en alguna parte al Piojo. Nunca más lo ven. ¿Es un hermanito? Las relaciones familiares son imprecisas, los vínculos están marcados por el terror y la violencia, las niñas parecen condenadas pero no está claro por qué. Los hombres de la vida de la señorita María son fantasmales, podrían ser poderosos o no, ella podría ser una amante oculta o no, entran y salen de esa pieza, sus rostros se ven como en sueños. Lo cierto es que la señorita María carga con Emma y Helena hasta Guateque, donde esta familia desgraciada vivirá en una finca conseguida por un hombre rico, Eduardo: quedan a cargo de una agencia de chocolate. Una mujer llamada Betzabé cuida de las chicas que nuevamente están encerradas la mayor parte del tiempo. Todo empeora cuando la señorita María es repudiada por el cura del pueblo y el desastre se desencadena. Nace otro niño. “La señorita María había prohibido terminantemente que lo sacáramos del cuarto, no quería que los vecinos lo vieran o lo sintieran llorar. Como no tomaba ni aire ni sol era cada día más blanco transparente, pero crecía y engordaba. (...) Como no tenía ni pañales, ni calzoncito, hacía caca y pipí sobre la cuna que estaba cubierta con un pedazo de caucho rojo. Betzabé me enseñó a limpiarle con hojas de lengua vaca que cogíamos en el solar, pero a la noche, como yo dormía, regularmente a la mañana lo encontraba untado de caca hasta el pelo”. Emma y Betzabé, eventualmente, serán las encargadas de abandonar al bebé, que nunca llega a tener un nombre. Emma no sabe que, cuando salen de la finca con el niño en un canasto, es para dejarlo en la puerta de una casa grande. Y se resiste al abandono, en vano: “Creo que ese día aprendí de un solo golpe lo que es injusticia y que un niño de cinco años puede ya sentir el deseo de no vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la Tierra”.
Antes, Emma y su hermana descubrirán, en un desfile político –una de sus pocas salidas– que el Gobernador es el mismo hombre que las visitaba en la miserable pieza de Bogotá y también el padre de Eduardo, el amante de la señorita María. Ante el descubrimiento de las chicas, que lo cuentan con inocencia, María reacciona como siempre: mal. “Nos agarró del brazo y nos tiró al piso, se quitó una de las botas y empezó a pegarnos por la cabeza, por la cara, por donde caía (...) cuando se cansó de darnos con la bota, nos agarró de las trenzas y empezó a darnos golpes contra la pared con la cabeza, la sangre nos escurría por las piernas y los brazos”. Así escribe/ recuerda Emma: en su reseña para El Cultural de España, el crítico Rafael Narbona decía: “Aunque no hay propósito estético, cada página desprende una helada y escabrosa belleza”. Es cierto y solamente por eso es posible avanzar en la lectura de estas cartas terribles: porque no son un espectáculo sino un intento de captar la sensibilidad de esa niña vejada y aislada por la mujer artista de hoy, sobreviviente y con una vida adulta libre y accidentada.
Después del tiempo terrible de Guateque, llega el tiempo terrible del final: las hermanas finalmente son abandonadas por la señorita María, que las deja en una estación de tren después de un regreso accidentado a Bogotá que incluye otros abusos –incluida la aparición de un hombre transtornado que ataca a Emma meándole encima–. De ahí son “rescatadas” por un cura y un soldado que las llevan a un convento. En ese momento las hermanas pactan nunca, nunca mencionar a la señorita María: “Y ese silencio duró veinte años, ni en público ni en privado volvimos nunca a pronunciar su nombre ni a hablar de los años pasados con ella, ni de Guateque, ni de Eduardo, ni del Niño, ni de Betzabé. Nuestra vida empezaba en el convento y ninguna de las dos traicionó jamás el secreto”.
La vida en el convento, se intuye, es igual de aislada y si bien no tan brutal, muy dañina. Las niñas trabajan turnos de doce horas –no sólo ellas: todas–. Hay una chiquita, a quien llaman La Nueva, que se suicida. Es poco más de una década de opresión, de dolor psíquico reprimido, de bordar de noche –en el Taller María Auxiliadora que, entre otras cosas, se encargaba del bordado de la banda presidencial– de temerle al Diablo y escaparles a curas de intenciones sinuosas: las monjas nunca les enseñan a leer ni a escribir. Finalmente Emma escapa, en un final tan bien narrado que hace sudar las manos. Pero Reyes es seca también en este momento, el de su vertiginosa libertad: ella no conoce el mundo, sencillamente. Es como un ciego que ve por primera vez. Quizá por eso se convierta, después, en pintora. Su última carta, enviada desde Burdeos en 1997, finaliza la historia de su infancia diciendo: “En la calle no había nadie, solo dos perros flacos y uno le estaba oliendo el culo al otro”.
Germán Arciniegas asegura que Gabriel García Márquez leyó estas cartas antes de que fuesen publicadas y fue uno de sus más entusiastas promotores antes de que lo venciera la enfermedad. Cuando finalmente se dieron a conocer, con el aval del Premio Nobel y con el impacto de la historia –traducida ya a diez idiomas: todas las regalías, por expreso pedido de Emma Reyes, van a la Fundación Hogar San Mauricio, que recibe y educa a chicos huérfanos en Colombia– surgieron dos enormes curiosidades: el intento de reconstrucción del recorrido de esta niña y qué le ocurrió después, ya fuera del convento. En 2012, después de quedar impactado con la lectura de las cartas, el editor general de la revista SoHo Diego Garzón ganó el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar por la crónica “¿Qué pasó con Emma Reyes?” que le pone nombres y geografía al derrotero, además de descubrir cantidades de piezas del rompecabezas de una vida absolutamente increíble. Emma aprende a leer cuando es empleada de un hotel: aparentemente la ayudan los empleadores y los huéspedes. Viaja haciendo dedo por América y recala en Argentina donde empezó a pintar en 1943, en Buenos Aires, y hasta colaboró con Antonio Berni. En Montevideo se casó con el escultor Guillermo Botero Gutiérrez (no confundir con Fernando) y aunque el matrimonio pronto entró en crisis, se fueron juntos a Caacupé, Paraguay. Ahí, aparentemente, Emma tuvo un hijo que murió durante una revuelta –son años convulsionados en Paraguay– cuando un grupo de hombres entró en la casa de la pareja. Pero en sus memorias, Guillermo Botero no menciona a este hijo, ni vivo ni muerto. Como sea, vuelven a Buenos Aires e insólitamente Emma se gana una beca para estudiar en París. Botero aprovecha para abandonarla: no se sube al barco que la lleva a Europa. Pero en el viaje Emma conocerá a Jean Perromat, un médico francés. Cuando llegaron a París ya estaban enamorados; se casaron en 1960 y vivieron juntos hasta la muerte.
En París, Emma se inscribió en la academia André Lothe y retomó su amistad con Atahualpa Yupanqui, a quien había conocido en Paraguay. Era los años 50 y Emma Reyes se convertía en una intelectual de su época: armó cartillas de alfabetización para la Unesco, en D.F. trabajó con Diego Rivera y por azar organizó la última muestra de Frida Kahlo, vivió y estudió en Italia, muy pobre pero amiga de Elsa Morante y de Alberto Moravia, que la ayudaban –Moravia incluso reseñó una de sus exposiciones en 1956 para el Corriere della Sera–, y hasta viajó a Israel. Siempre se las arreglaba para vender sus pinturas. En la crónica “¿Qué fue de Emma Reyes?”, Garzón recoge la opinión del crítico de arte Alvaro Medina: “El tema de ella fue la gente común y corriente. Si bien hizo muchos bodegones, algunos paisajes, el tema fundamental es la gente de la calle. Hizo un dibujo figurativo con algo de abstracción. Sus pinturas son como dibujos coloreados, es la estructura fundamental que, ella misma decía, derivó de su experiencia con las monjas haciendo bordados”. Y agrega: “Ramiro Castro publicó un libro que recoge varios textos críticos sobre su obra. Allí Luis Caballero escribió: ‘Hay pintores míticos, de leyenda. De los que se habla en torno a quienes se tejen y destejen anécdotas, pero cuya pintura se ignora. Emma es uno de ellos. Su enorme personalidad impide que se vea su obra para desventura de quienes aman la pintura. La leyenda de Emma se ha elaborado a partir de su propia vida a pesar de su obra; es por eso tal vez que su obra es ignorada’”. Germán Arciniegas decía: ‘Ella no pinta con aceite sino con lágrimas’”.
De a poco, la pintura de Emma Reyes va siendo redescubierta y valorada; pero estas cartas, el poder evocativo y terrible de Memoria por correspondencia son quizá su obra más potente, un libro inesperado que evita cualquier tono aleccionador o esperanzador, que prefiere la contención, la apariencia de normalidad: casi lo contrario a un folletín clásico de vidas infantiles miserables, tan verdadero y sincero que resulta creíble en cada línea, incluso en las increíbles.
Más información sobre la artista en http://www.emmareyes.com/
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