En los años 40 lo llamaban El Príncipe, un joven delgado y rubio que publicaba poco, prefería ser editado por amigos y conversar con sus compañeros más cercanos, como Juan L. Ortiz y Leopoldo Marechal. En la historia de la literatura argentina, Alfonso Sola González aparece rotulado como “neorromántico” y gran parte de su poesía publicada puede definirse así. Pero escribió sobre temas políticos: una “Elegía” a Eva Perón, poemas a Severino Di Giovanni, a los militantes fusilados en Trelew, a las víctimas del golpe contra Salvador Allende. Hacia el final de su vida volvió a reencarnar, ahora como un poeta lúdico, cercano a la canción. Lo curioso es que este derrotero es casi desconocido: en la sorprendente edición de su Obra Poética encarada por la Biblioteca Nacional la mayor parte de los poemas son inéditos, como si por fin emergiera la parte sumergida del iceberg, más grande y muy diferente de lo esperable, un verdadero descubrimiento de la obra de este poeta que vivió en Mendoza y allí decidió ponerle fin a su vida en 1975.
› Por Daniel Freidemberg
“Hace cuarenta años, en el 75, una noche de octubre, uno de nuestros poetas, mi padre, se quitó la vida”. Lo escribió María del Rosario Sola para la presentación de la Obra poética de Alfonso Sola González. “Lo hizo por amor o por miedo o por valor o por destino o por hacer una broma a sus alumnos mientras dictaba un seminario sobre ‘el humor en los velorios en la literatura argentina’, en la Universidad de Cuyo”, agregaba la hija del poeta, no sin recordar que “en aquel tiempo la muerte sobrevolaba el país, las Tres A aterraban y mataban también en Mendoza”, y que “los militares allanaron en el 76 nuestra casa, se llevaron cajones con sus papeles y parte de su obra se perdió para siempre.” Si fuera la vida de un poeta lo que importa para prestarle atención, Sola González la tendría de sobra: “En 1940 tenía 23 años, era un muchacho rubio, algo frágil al que sus amigos llamaban El Príncipe y que deambulaba por el caserón de los Girondo”, contaba María del Rosario Sola, y, si bien “publicó poco y casi siempre lo editaron sus amigos”, escribió mucho, incesantemente, entre las madrugadas de charlas y tragos compartidas con otros poetas o las clases en la universidad. Vivió en Paraná, su ciudad natal, luego en Buenos Aires y desde 1946 en Mendoza; fue primero comunista y no alcanzó a combatir en la Guerra Civil Española porque, por su edad, no lo aceptaron, después nacionalista, más adelante peronista y siempre, hasta su muerte, católico; estuvo vinculado, entre otros, con Juan L. Ortiz, con Leopoldo Marechal, con Ricardo Molinari, con Olga Orozco, con Enrique Molina y con Francisco Madariaga, y su nombre, en todas las historias de la literatura argentina, aparece junto al rótulo “neorromanticismo”, un inorgánico pero significativo movimiento que hegemonizó el campo de la poesía en este país durante los años cuarenta, con el aval de las instituciones académicas y del por ese entonces consagratorio suplemento literario de La Nación. Pero lo que más importa de un poeta no es su vida, se supone, sino su poesía: ahí está ahora, a disposición de quien quiera acercársele, editada por la Biblioteca Nacional, y bien puede considerárselo un acontecimiento, no tanto por lo que permite confirmar a favor o en contra como por lo que tiene de inesperado o desconcertante.
No parece haber mucha compatibilidad entre un personaje así, bohemio y politizado, y el ensimismado lirismo que cultivaron los neorrománticos de los cuarenta, con su aire lánguido y su gravedad, su tendencia a solazarse en la melancolía y su renuncia a cualquier tipo de innovación, transgresión, juego o búsqueda: es la evidencia de un Sola González imposible de etiquetar, precisamente, uno de los hallazgos que permite la Obra poética. Entre los motivos por los que esta es una publicación necesaria, seguramente el principal es que a la mayor parte de la poesía de este autor nadie la leyó hasta ahora, a excepción de algunos allegados íntimos: de las 365 páginas con poemas que incluye el libro, 224 corresponden a textos inéditos, como si por fin emergiera la parte sumergida del iceberg, con la particularidad de que no sólo es más voluminosa esa parte sino diferente a cualquier cosa que pudiera esperarse. Lo suficiente como para decir que lo más singular del aporte de Sola González a la poesía, y quizá lo mejor, es lo que recién ahora va a poder leerse.
Resultado de un prolongado trabajo de compilación iniciado hace mucho por el poeta Jorge Zunino y llevado a cabo luego por familiares del autor, particularmente su hija Mercedes, y por Víctor Gustavo Zonana, que lo sucedió en su cátedra de la Universidad de Cuyo, el libro consta de una breve presentación de Horacio González y una extensa y muy documentada “Introducción” de Zonana, al principio, al final un anexo con semblanzas, cartas, documentos, testimonios y fotos, y, entre el principio y el final, un heterogéneo conjunto de poemas: primero, los de los cinco libros publicados, desde La casa muerta (1940) hasta Cantos a la noche (1963), luego los que Sola González entregó para antologías, revistas y diarios y, finalmente, los inéditos, ordenados en tres grupos, según un criterio temático. Más homogéneo que el resto, el tramo que comprenden los libros publicados permite “conocer esencialmente”, como señala Zonana, “el ciclo propiamente neorromántico de la poesía de Sola”, y para describir ese ciclo nada hay más elocuente, quizá, que lo que escribió otro cuarentista, León Benarós: “Nutren la poesía de Alfonso Sola González el prestigio de la antigüedad, la belleza de los otoños dorados, la majestad de las ruinas antiguas, las estatuas trabajadas por el musgo, la muerte trocada en lejanía, y dulcemente la amistad y el amor. Poesía de alta dignidad, de continuo decoro, participa de una cierta exaltación vigilada, de una tesitura clásica que entona y purifica el ímpetu de sus impulsos románticos.”
Los rasgos son esos, en líneas generales, y, le gusten a uno o no, más vale no subestimar la creatividad y el dominio del arte de la escritura que Sola González puso en juego para concretarlos: “El soñador descifra el bello rostro/ de la amada dormida/ bajo el alucinado hierro azul de la luna/ y el ruiseñor del mundo/ mueve una fuente oscura y un granado.” Ni banal ni convencional ni estereotipado, asumirse neorromántico no es en su caso aplicar una fórmula sino explorar las posibilidades de cierto modo de relación con el mundo. El problema es que tanta reiteración de palabras como “otoño”, “mármol”, “ciprés”, “gris”, “muerto” o “soledad”, tanta evocación de evanescentes figuras arquetípicas, tanto deleitarse en la contemplación de la ausencia y la pérdida, producen, cuando se avanza en la lectura, una sensación de “más de lo mismo” que no tarda en fatigar o hastiar, al menos a quienes no están particularmente interesados en ese tipo de goce. Hay excepciones, sin embargo, e importantes, sobre todo en algunos poemas largos en los que con las referencias a la Segunda Guerra Mundial irrumpe una dura cuota de realidad contemporánea, y entre ellos, muy especialmente, “Ici repose Max Jacob” (incluido en Tres poemas, de 1958), en el que Horacio González percibe una “comunión de metafísica burlona y resignación ante la rúbrica de la muerte”.
De hecho, al referirse al ciclo de los libros publicados, Zonana lo ve como un arco que, además de exhibir el apogeo de la línea neorromántica, “anticipa su crisis”, y da como ejemplo a “Ici repose Max Jacob” y a una zona de Cantos a la noche, cuya potencia surge de la tensión entre una realidad moderna insoslayable y un espíritu que anhela la pureza, la armonía y la plenitud. “Probablemente en estas páginas, haya también un entrañable adiós a ciertos modos de decir lo poético”, anuncia el autor, al principio de Cantos a la noche, pero ya desde bastante antes, coexistiendo con la etapa neorromántica y oponiéndose a todos sus presupuestos, había venido ensayando algunos ejercicios de “escritura automática” que la Obra poética rescata. Interesan, sobre todo, como testimonio de una de las facetas de la búsqueda de Sola González, en la que aun más importancia tiene otra veta, mucho más prolongada en el tiempo, la de los poemas de manifiesta intención política que Zonana agrupó en la segunda sección de inéditos, en la que bien podría haber cabido, si no hubiera aparecido en 1953 en La Prensa, la estremecida y contundente “Elegía” a Eva Perón en su muerte.
También hay un “Tango del Coronel Perón”, poemas al obrero peronista Felipe Vallese, al anarquista Severino Di Giovanni, a los militantes fusilados en Trelew, a las víctimas del golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile, una durísima invectiva contra un Monseñor al que no se nombra y sarcásticas ironías contra los comisarios y otras autoridades. Las más de las veces, el Sola González político parece usar la escritura para dar curso a la indignación, el fervor o el dolor y, en ese sentido, no encaja del todo en este grupo el extenso “Recordando esta noche a Lenin”, tal vez uno de sus mejores poemas, donde la invocación al revolucionario ruso se alterna con las menciones a la mujer amada y a su cuerpo desnudo y con el recuerdo del poema “Los doce”, de Aleksandr Blok, entre otras referencias que una suerte de “corriente de conciencia” entrelaza al desplegarse, abierta hacia lo que de complejo e irresoluble tiene la experiencia de vivir.
Lo irresoluble, precisamente, lo complejo y lo inexplicable, lo que viene a la mente por motivos que se desconocen o no importan, predomina en la vasta zona de poemas hasta ahora inéditos, iniciada en los últimos años de la década de los 50. “¿Qué son las pérgolas esdrújulas?/ ¿Jardines sin señoras, avellanas/ en la mano de los pobres,/ o sombreros flotando en un río de aire?/ ¿O solamente eso, las palabras, las pérgolas?”, dice un breve poemita que Zonana ubicó en la tercera sección de los inéditos (“que incluye textos breves, de carácter lúdico y simbolismo cerrado, y canciones”, explica), al igual que “Música en el horno”: “El asado de ánade/ Dejó de volar a las 14 y 23/ al amanecer/ lo oímos tocar en el piano/ la segunda gimnopedia/ de Eric Satie/ con letra de Ricardo Molinari/ cosa de la música y los asados”. El humor, la ausencia de toda solemnidad, la desenvoltura, el juego y sobre todo la riqueza de las imágenes que van sucediéndose de manera aparentemente arbitraria, indican que estamos ante otro Sola González. Y no sólo porque en el léxico entran ahora expresiones como “boludo”, “pavote”, “piba”, “fulero”, “ovarios”, “limpiarse el culo”, “al pedo” o “coger de parado”, o porque aparece el voseo y se dice “andá” en vez de “vete”, o porque se mencionen botellas de cerveza, putas, trapos sucios y teléfonos, o se citen letras de tango o, entre otros nombres, estén los de Nicolino Locche, Fred Astaire y Sartre, ya que con eso no haría más que ponerse a tono con lo que a gran parte de la poesía argentina le estaba ocurriendo en esos años. Sola González, según cuentan, siempre fue renuente a publicar sus poemas y quizá algo tenga que ver el hecho de que no volvió a publicar desde 1963 con la libertad y la extraordinaria creatividad que su producción alcanza a partir de ahí, como si ahora pudiera darse el gusto de escribir sin preocuparse por otra cosa, y con él, una alegría de crear, una alegría de imaginar, una alegría de ver y descubrir.
No hay modo de saber, salvo unos pocos casos, cuáles de esos casi cien textos eran proyectos o borradores y cuáles poemas terminados, cuáles publicaría el autor si viviera y cuáles descartaría, pero son muchos, la inmensa mayoría, los que se sostienen con consistencia propia en la lectura y en los que, aunque la diversidad temática y formal es grande, lo que predomina es una suerte de resuelta potencia vital que, sin énfasis y con mucha soltura, busca abrirse paso a través de los versos, precisos y por lo general cortos, para dar cuenta de algo que no puede definirse porque es ante todo una apetencia de vida. Hay muchos poemas breves o muy breves, incluso de dos líneas, algunos más extensos y también algunos muy largos, en los que el atento registro de la realidad cotidiana coexiste con el delirio o el disparate o la experimentación, no sin ocasionales ráfagas reflexivas: “Y ahora te oigo./ Andas descalza por el palacio./ Abres una canilla/ y el agua no piensa/ ni en ti,/ ni en mí,/ sólo desciende hacia el peso oscuro,/ hacia la tierra que está debajo de la tierra,/ y no resplandeció nunca.”
Aunque son mayoría los poemas “de amor”, más que lo que se dice importa que sean las palabras y las imágenes al irrumpir las que establezcan lo que el poema podría decir, lo que ese juego pone en marcha, atravesado a veces por fuertes inquietudes religiosas y/o político sociales y otras por una irreverencia como de quien no se toma nada en serio. El poeta ha dejado de ser un articulador de atmósferas que satisfagan ciertas necesidades espirituales bien conocidas para volverse alguien que juega, prueba, pone en juego, busca, y si muchas veces no se entiende bien a qué se refiere el poema eso no parece vincularse a una apuesta a la “oscuridad” sino a una apertura a lo contradictorio e imprevisible de la vida real, incluido lo terrible, como en “Poemas de Hiroshima”, seguramente uno de los mayores poemas escritos en la Argentina en la segunda mitad del siglo XX, compuesto de quince poemas menores que, a lo largo de 22 páginas, se dirige a la mujer amada dándole el nombre de la ciudad japonesa y en ese transcurso la mujer empieza a ser también la ciudad arrasada y el horror extremo se confunde con el amor en una síntesis inconciliable y, por eso, productiva: internarse a fondo, con los ojos y la sensibilidad abiertos, en lo insoportable, no sólo para hacerse cargo sino hasta, en buena medida, amarlo, como quien acepta amar lo contradictorio de lo real y se reconoce como un ser hecho de contradicciones. No sólo este Sola González parece disfrutar de las contradicciones irresolubles sino rendirles tributo y extraer de ellas su máxima potencia poética. Solamente un gran poeta, uno de los más grandes, puede salir bien parado de una aventura de esa magnitud.
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