Domingo, 3 de julio de 2016 | Hoy
CARLOS GAMERRO
En un ejercicio novelístico de notables resultados, Carlos Gamerro imagina la trama que rodeó a Cardenio, la obra que se cree perdida de Shakespeare y John Fletcher inspirada en un personaje del Quijote. La locura, la amistad y el amor se dan cita en un encuentro literario ejecutado con destreza y espíritu lúdico.
Hablar de un clásico es, en algún sentido, hablar de un molde. ¿Molde de qué? De las formas por venir, de la manera en la que se va a escribir a partir de ese momento en adelante. Un molde que funciona también como una vara –a veces, inalcanzable– con la que se mide todo lo que puede ser hecho en una época o en la totalidad de una práctica. Así pasa en la literatura, al menos, en donde un clásico es el libro que resume la manera en la que, en una época determinada, se lee y, sobre todo, se escribe. Borges –nuestro clásico infaltable– ya decía que un “clásico” es un libro en el cual un pueblo, en un determinado momento, encuentra todas las respuestas a ciertas preguntas esenciales. Es encontrar a un libro, digamos, inevitable y profundo. Pero, también, este escritor tan “inevitable” y “profundo” fue el que propuso la idea de que la supuesta línea de continuidad que se hace del pasado al presente debería ser invertida: en “Kafka y sus precursores”, estrictamente, propone la idea de que cada obra del presente construye su propia genealogía, y no al revés. El clásico, entonces, es el molde esencial de la literatura por venir pero, también, es el punto de intensidad en una línea imaginaria de tiempo en donde cada escritor encuentra y reconoce a sus antecesores. Esas dos cosas encontramos en el barroco, dialógico, y desafiante último trabajo ficcional de Carlos Gamerro, Cardenio, que reúne en una especie de cita imposible a dos de sus más notables precursores: Cervantes y Shakespeare.
La novela comienza en 1612, en Londres, en donde un joven dramaturgo, John Fletcher, se propone llevar adelante la adaptación de una de las muchas historias reunidas en la novela de Miguel de Cervantes Saavedra, el ya anunciado Quijote: la historia de Cardenio, presente en el capítulo XXIV de la primera parte. En ella hay tanto amor como desventura, tanto cobardía como los elementos mínimos, necesarios para realizar una excelente comedia, pero para Fletcher ese trabajo tiene que ser encarado por dos plumas antes que una, y es allí donde entra el ya viejo William. Shakespeare se presenta como un escritor un poco sobrepasado, cansado de tanto contar historias y mucho más preocupado por el sentido pragmático de la escritura antes que por el encanto del acto de escribir. Esta contraposición entre el escritor avejentado y la pasión por el oficio de un artista cachorro logra encontrar una dinámica atractiva en las conversaciones entre ambos. A cada propuesta de Fletcher con respecto a las variaciones posibles de la obra que tienen que escribir, Shakespeare responde con una ironía, una comparación o aventaja al joven escritor citando trabajos en donde ese tema o esa propuesta está mucho mejor resuelta. Y de esa relación cuasi-quijotesca entre un joven hidalgo que cree en el poder de la literatura y un viejo preocupado por los placeres de la carne y lo que va a ordenar en la taberna, sale una obra tanto mítica como misteriosa.
¿De qué se trata esa fábula recuperada de Cervantes? Cardenio se encuentra con Don Quijote y Sancho Panza en Sierra Morena y, luego de pedirles algo para comer, cuenta brevemente su fracasada historia. Él estaba enamorado de Luscinda, una hermosísima mujer con la que quería casarse. Pero, en esos giros fatales de la vida, es llamado por el duque Rodrigo para ser acompañante de su hijo mayor. Alejado de su amor, espera que la tarea le gane el respeto de su padre y la voluntad de que éste le pida la mano al padre de Luscinda para concretar el matrimonio. Ya bajo el techo del Duque, Cardenio traba amistad con su segundo hijo, Fernando, quien comenta que está perdidamente enamorado de una labradora. Viajes van, viajes vienen, Fernando le pide a Cardenio conocer a su amor. Desde un jardín, ocultos, ambos observan a la ventana de Luscinda. Y es allí en donde Fernando olvida para siempre a la labradora. Luego de una estratagema un tanto cruel (y forzada, pero no perdamos el encanto de la trama), Fernando manda a Cardenio a resolver unas diligencias y va él mismo a la casa de Luscinda para pedirle la mano a su padre. Sabiendo de su noble abolengo y de su holgada posición económica, el padre acepta. Luscinda le prometerá amor por siempre a Cardenio, pero en el momento de la boda acepta con un sonoro “sí, quiero” a Fernando, enloqueciéndolo.
El hecho se resolverá favorablemente luego si seguimos al trabajo de Cervantes, pero, con estos elementos iniciales, la nueva dupla autoral tendrá que resolver más temprano que tarde una comedia que ya tiene fecha de estreno arreglada.
El problema es que, claro está, no todo tiene que ver con el cumplimiento de un deadline. Fletcher recurre a Shakespeare no sólo por una confesa admiración, sino también para encontrar a un nuevo compañero en la pluma luego de haber suspendido la colaboración con Francis Beaumont, su antiguo compañero de letras y de muchas más cosas. Fletcher y Beaumont no sólo colaboraron en la escritura de piezas teatrales sino que también habían fundado una suerte de “república utópica” en su morada, donde compartían todo lo que tenían: dinero, ropa, habilidades y, claro está, la misma mujer, Joan, una avispada señora que resuelve mejor las acotaciones que Fletcher o Beaumont y que encuentra consuelo acostándose con otras mujeres. Varias partes del libro no son otra cosa que las cartas que John Fletcher le envía a Francis Beaumont –ocupado en tratar de desposar a alguien que considera que le conviene mucho más que la utopía poética–, no sólo para convencerlo de que vuelva a colaborar con él, sino también para comentar los terribles agobios que la indeferencia de Shakespeare le produce. Lentamente, esa relación dual entre Cervantes y el bardo inglés, esa especie de obligatoriedad del par imposible, se repite en cada uno de los niveles de la obra, tanto entre Fletcher y Beaumont como entre Fletcher y Shakespeare, cada uno con sus razones particulares para conformar un dúo perfecto.
Carlos Gamerro logra una novela compleja, que hace uso del diálogo al estilo de las artes dramáticas no sólo para referirse a los tiempos isabelinos, sino también para poner a diestra y siniestra comentarios veloces, ágiles, referencias literarias camufladas en retruecanos o golpes de efecto de un chiste, haciendo al mismo tiempo un juego lateral con una investigación histórica en donde se juega el cruce del canon occidental por definición y una obra narrativa cautivante que se inclina más por la risa chabacana antes que por el guiño erudito. Sorprende tener en cuenta que todo lo que se dice acerca de la obra es real: John Fletcher reemplazó a William Shakespeare como dramaturgo de la prestigiosa compañía The King’s Men; ambos colaboraron en la adaptación de la historia de Cardenio, pero la pieza se perdió y sólo pudo ser representada dos veces en 1613. Este dato asombroso es apenas un detalle: las angustias del verdadero protagonista, John Fletcher, ponen en juego el valor que tiene la amistad en la vida humana, ya sea vivida como una suerte de complementación metafísica, como pena incordiosa que saca de lugar pero que también cautiva o como, inclusive, oculto e innombrable amor. Cardenio es una novela que se permite el patchwork entre la dramaturgia y el epistolario para poner en escena el complejo tema de sufrir por el otro, el amigo, ese que soy yo pero no soy yo, y sin el cual no puedo vivir: lo que se diría, un problema clásico.
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