Domingo, 3 de julio de 2016 | Hoy
EN FOCO
En su libro Mujeres, Andrea Camilleri deja descansar al comisario Montalbano para recordar, rehacer y dar a luz historias de unas mujeres reales, imaginarias o ambas cosas a la vez, que fueron significativas en su vida. En el relato “Antígona”, reúne magistralmente la historia de la heroína clásica que vino al mundo a decir no, con la de una joven italiana que vive su tragedia familiar con ferocidad resignada.
Por Andrea Camilleri
En la tragedia Los siete contra Tebas, Esquilo representó la guerra fratricida contra Tebas promovida por Polinices, en la que el rey de la ciudad, Creonte, resulta finalmente vencedor. Sófocles escribió una especie de continuación de esa historia en otra tragedia, Antígona.
Creonte ordena que el cadáver de Polinices, considerado traidor, permanezca insepulto, a merced de los buitres. Pero una noche, la joven Antígona, hermana de Polinices, es sorprendida mientras trata de dar sepultura a su hermano. Una transgresión que le acarrea la pena de muerte. Frente a Creonte, la joven no sólo no se disculpa, sino que defiende sus razones, inspiradas en las leyes divinas, que en este caso se oponen a las leyes de los hombres. Dispuesta a aceptar su trágico destino, no cederá ni ante amenazas ni ante adulaciones.
Creonte la condenará a morir sepultada viva en el interior de una cueva, pero Antígona se suicida ahorcándose. La muerte llama a la muerte. Hemón, hijo de Creonte y prometido de Antígona, también decide matarse tras perder a su amada. Y lo mismo hará Eurídice, esposa de Creonte, tras la trágica muerte de su hijo. El rey no podrá más que asistir, impotente, al fin de su familia.
Desde entonces, el personaje de Antígona ha inspirado a numerosos dramaturgos.
Citaré sólo dos. No podría faltar nuestro Vittorio Alfieri, que, en la tragedia que lleva el nombre de la heroína, sale airoso del ejercicio acrobático de concentrar hasta cinco réplicas en un solo endecasílabo. Creonte ha convocado a Antígona para saber cuál es su elección, si desposarse con Hemón o morir.
CREONTE: ¿Elegiste?
ANTIGONA: Elegí.
CREONTE: ¿Hemón?
ANTIGONA: Muerte.
CREONTE: Sea.
En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el comediógrafo francés Jean Anouilh escribió una obra de un solo acto en la que Antígona se nos muestra como alguien predestinado a la negación –“he venido a la tierra para decir no y morir”– y el rey Creonte como un pragmatista que actúa condicionado por las circunstancias.
Muchos vieron en ella una defensa no muy velada del gobierno de Vichy, el del mariscal Pétain, que había colaborado con los invasores nazis.
Yo conocí a una Antígona.
No a la de la literatura, obviamente, sino a una muchacha de carne y hueso cuya peripecia humana tenía la misma dimensión trágica, el mismo halo de muerte, la misma intensa y pétrea voluntad de heroína clásica.
El encuentro se produjo en una ocasión en que un conocido personaje televisivo me invitó a su programa para presentar una de las primeras novelas de la serie del comisario Montalbano. Entre los invitados había también una muchacha menuda, morena, de grandes ojos y poco más de veinte años, sin maquillaje, pálida, vestida con jersey oscuro y vaqueros. Estaba vestida algo encogida, se la veía claramente intimidada por el público. El anfitrión del programa la presentó, pero su nombre me resultaba desconocido, y añadió que la muchacha tenía una peculiar historia personal que contar.
Hacia mitad del programa, el presentador le dio la palabra.
Se puso a hablar con dificultad, vacilando, trasluciendo un ligero acento siciliano, pero cuando se serenó y adquirió mayor soltura, me di cuenta de que su tono de voz era plano, uniforme, de que no reflejaba ninguna emoción, diría incluso que ninguna voluntad. Se limitaba a consignar los hechos, punto. Y no movía un músculo, no hacía un gesto. Las manos abandonadas n el regazo, los pies juntos, la mirada al frente.
Y sin embargo, los hechos que estaba relatando habían devastado su vida y su alma.
Explicó que una noche su padre y su hermano, éste de dieciocho años, se estaban retrasando en el camino de vuelta a casa desde la finca, donde tenían también un establo. Y que ella, a petición de su madre, se había desplazado hasta la finca en su busca. Y que en el establo había encontrado los cuerpos de su padre y su hermano, reventados a escopetazos.
Regresó corriendo al pueblo y se fue directa a la comisaría. La investigación se resolvió en poco tiempo, y los carabineros detuvieron a dos mafiosos que, además, vivían en la misma calle que las víctimas. El móvil era que las víctimas no habían querido plegarse a las exigencias de aquellos criminales prepotentes.
Con todo, en virtud de algún sofisma jurídico, los detenidos, pese a ser formalmente acusados de homicidio, quedaron en libertad a la espera de juicio. Pero había transcurrido ya un año, y del juicio, ni sombra.
La muchacha se cruzaba a diario con los asesinos por la calle, y ellos le dirigían una sonrisa irónica y desafiante.
En ese momento, la muchacha hizo una larga pausa.
Levantó la cabeza, enderezó el pecho y, con la misma voz monótona con la que había hablado hasta entonces, dijo:
-No es justo, esto no es justicia. Así que un día de estos, yo misma los mataré. Si antes no me matan ellos a mí.
En ese momento, yo y todos los miembros del público, con el mismo escalofrío recorriéndonos la espalda, tuvimos la absoluta certeza de que lo haría. Y de que la muerte no le importaba en lo más mínimo.
Al mismo tiempo, comprendí que aquella chica era de la misma raza que Antígona, y que Antígona se había dirigido a Creonte con el mismo tono de voz que la joven siciliana, sin énfasis, sin gestos superfluos, y sobre todo con aquella determinación serena y sobrehumana de la que sólo ciertas mujeres son capaces en ocasiones.
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