Domingo, 3 de julio de 2016 | Hoy
FRANCESCA DURANTI
En La casa del lago de la luna (Colihue), de Francesca Duranti, la erudición y una trama literaria se entretejen con morosidad y sugerencia a una sutil historia gótica, no ajena a la sombra de Henry James y a los conflictos autobiográficos de la autora.
La historia de la literatura es también una historia de fantasmas. Todo lector puede decir, como Quevedo: “Vivo en conversación con los difuntos/y escucho con los ojos a los muertos”. Muertos que siguen hablando, que discuten entre sí, que acrecientan sus obras con la aparición de manuscritos, cartas, textos recobrados y cuentas de la lavandería. Muertos, incluso, que empiezan a hablar cuando son descubiertos por un investigador afortunado que los rescata del olvido.
De fantasmas y libros olvidados trata La casa del lago de la luna, la novela que Francesca Duranti publicó en Italia en 1984. Fabrizio Garrone, el protagonista, es un noble arruinado porque su padre decidió hacer negocios en lugar de disfrutar de sus riquezas. Fabrizio sólo conservó de su herencia el cuadro de un viejo maestro, sus modales y un conocimiento de las lenguas europeas que apenas si le permite ganarse la vida como traductor. Pasa sus días rumiando su odio hacia un mundo que es responsable “de haber hecho fracasar su modelo de cultura, elegante y un poco fuera de moda, como todo lo que no se compra ni se conquista, sino que emana naturalmente por herencia familiar”.
Si la historia de la literatura es un diálogo de muertos, las bibliotecas y las librerías de viejo son unos extraños cementerios en los que se estimula la exhumación. En un puesto de libros de Milán, Fabrizio encuentra una recopilación de artículos periodísticos del filólogo Giorgio Pasquali (“en una vieja edición de provincia que le gustó particularmente por su austera elegancia”) en el que se esconde un tesoro: la referencia elogiosa a Haus am Mendsee (“La casa del lago de la luna”, novela dentro de la novela) de Fritz Oberhofer: un “novelista vienés del mejor período”, que publicó una edición de autor de cien ejemplares y es, por lo tanto, un perfecto desconocido. La posibilidad de convertirse en el descubridor de un nuevo clásico, en un germanista reconocido, en alguien importante en el mundillo literario, lo conducirá a recorrer bibliotecas vienesas y pueblos de Austria hasta quedar encerrado en un ambiguo retorno y una trama gótica al conocer a una descendiente del gran amor del escritor.
Un logro de la novela es la paciencia con la que demora la aparición de las ambigüedades de lo fantástico. El relato se transforma de a poco y lo que comienza como una crónica sobre las dificultades amorosas, intelectuales y económicas de un traductor, con apuntes sobre la vida cultural y editorial de la Italia de la década de 1980, se convierte en una novela de aparecidos y posesiones sobrenaturales. El fantasma que sin dudas sobrevuela la novela es el de Henry James: el dueño de ese mundo de ánimas melancólicas, manuscritos perdidos y combates por la posesión de los recuerdos literarios. Duranti no recurre a los infinitos subterfugios con que James evitaba hablar de sexo en sus relatos, pero obtener los papeles de Jeffrey Aspern no se relacionaba con el erotismo menos que poseer las cartas de Fritz Oberhofer.
No es un exceso de biografismo notar los parentescos entre Francesca Duranti y Fabrizio Garrone. Duranti viene también de una familia aristocrática y aprendió el alemán de una serie de niñeras que le hicieron odiar la cultura germana como un símbolo de la separación de su madre. Duranti, que es también traductora y “autotraductora”, ha dicho que en términos lingüísticos se considera esquizofrénica. “La indisciplina italiana, el moralismo rompebolas alemán, el pragmatismo anglosajón, el snobismo francés. Todos defectos en los que me reconozco”.
La casa del lago de la luna puede leerse como un episodio de esos conflictos lingüísticos: el traductor como la víctima de una posesión.
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