Domingo, 7 de agosto de 2016 | Hoy
JOHN WILLIAMS
Escritor y docente universitario como su personaje más difundido, John Williams goza aún hoy de enorme prestigio entre sus pares y fans secretos. Acaba de publicarse en Argentina Stoner, novela que narra la vida de un hombre común entre la superación y las experiencias epifánicas y, sobre todo, con una enorme destreza para captar los más mínimos detalles de la vida emocional.
Por Damián Huergo
El hombre camina a paso lento por uno de los senderos del campus de la Universidad de Misuri. Una leve parábola delinea su espalda encorvada, sin llegar a ser una molestia definitiva para que avance con la cabeza erguida. Tiene el pelo canoso y revuelto, como si su hija lo hubiese estado batiendo mientras dormía. Su cara parece tierra labrada por un rastrillo oxidado. Y sus ojos, agua clara en el fondo de cuencas barrosas, no responden a las miradas de alumnos y profesores que se encantan al verlo como si estuviesen frente a una fantasma o una leyenda. El hombre que recorrió ese mismo sendero por más de cuarenta años, sumando sus periodos de estudiante y de profesor, es William Stoner. “Una especie exótica que nadie lograba identificar”, en palabras del escritor norteamericano John Williams, autor de Stoner que lo tiene a su homónimo como doble de riesgo -más que como alter ego- y protagonista radiante en su oscuridad moderna.
La primera persona que quedaría perpleja ante el viejo profesor de literatura inglesa sería su propia versión de la juventud. Stoner, nacido y criado y curtido al sol en una granja de Misuri, era el único hijo de una familia solitaria y silenciosa que pasaba los días trabajando la tierra con ética protestante. Desde “los seis años ordeñaba las vacas macilentas, alimentaba a los cerdos en el chiquero que estaba a pocos metros de la casa y juntaba los pequeños huevos de las gallinas raquíticas”. La visita casual de un agente de extensión agraria empezó a torcer su destino de farmer. En las manos duras de su padre había dejado un volante -que anunciaba la apertura de la Facultad de Agronomía- como si fuese una guía práctica para la movilidad social ascendente familiar. En la charla más larga que mantuvieron en sus vidas, su padre le comentó de las virtudes de las ciencia y el estudio en detrimento de la aridez de la tierra. Sin más argumentos ni deseos personales, el joven Williams salió de la granja familiar con un único traje negro hacia la Universidad de Columbia, a los pocos años de iniciado el Siglo veinte, con la necesidad de seguir trabajando para cubrir sus estudios y, sobre todo, con la permeabilidad viva al no sentirse de ningún lado.
Esa es la historia, mejor dicho el principio de la historia de Stoner. Como dice Tom Hanks (¡qué raro citar a una celebrity en una reseña!), “se trata simplemente de una novela sobre un tipo que va a la universidad y se convierte en profesor”. Una historia en apariencia sencilla, aburrida y moralizante, como el relato identitario que se cuenta cualquier meritócrata de turno, por usar un término propio de nuestros días alados. Sin embargo, en la prosa afectiva -que aumenta las potencias perceptivas en los cuerpos lectores- de John Williams, los detalles vulgares se vuelven profundos por las capas de sabiduría y hondura que le pasa a cada escena sin importar su tamaño. Escenas protagonizadas por hombres que bordean sobre el abismo de sus emociones cotidianas, sin sostenerse en el heroísmo del alcohol tal como sucede en los relatos de Cheever, ni en la certeza normativa de la masculinidad como ocurre en las páginas más festejadas de Hemingway. Ambos autores norteamericanos, entre muchísimos otros, son sólo algunos de los tanques contemporáneos a John Williams que eclipsaron y demoraron la circulación masiva de esta obra “casi perfecta”, según Bret Easton Ellis, uno de los tantos fans writer que copan la contratapa de la edición argentina de Fiordo.
En la novela de John Williams no hay dioses con nombre propio pero sí existen templos sagrados. El lugar de la creencia absoluta, de la revelación, del rayo luminoso, Stoner lo va a encontrar en la literatura y en la universidad. Dice: “como en otros momentos de crisis y desesperanza, recurrió nuevamente a la prudente fe que encarnaba la institución de la Universidad. No era mucho, se dijo, pero sabía que era todo lo que tenía”. Fue en una clase de literatura inglesa, precisamente en dos poemas de Shakespeare leídos con monotonía por el profesor Archer Sloane, en donde se sintió fuera del tiempo, sin aliento, en un plano de sensibilidad del que no quería retirarse, como si en ese lugar que visitaba por primera vez percibiera una dimensión que ya no podía soltar. En otras palabras, Stoner había sido tocado por la literatura y a sus pies se rendía -aún sin saberlo- de por vida.
Hijo de su época y territorio, desde entonces, con esfuerzo, trabajo y voluntad, el estudiante Willy se convirtió rápidamente (todo esto ocurre en el capítulo uno, no teman spoiler) en profesor de la Universidad. Stoner pone en escena los valores y la moral del siglo XX en las acciones de su personaje principal, sostenidas en la convicción del progreso y ascetismo (al punto de mantener un matrimonio quebrado desde el “sí, quiero”). La riqueza de la obra de John Williams, entre otras cuestiones, es que hace atravesar esa vidita individual a lo largo del belicoso siglo XX, en donde esa misma creencia en el progreso -en todas sus formas- genera muerte y destrucción. Stoner, sin ir a ninguna de las dos guerras mundiales, sufre y se justifica ante la mirada ajena de los que sí combatieron, a pesar de tener plena conciencia de los valores obsoletos por los que están muriendo sus colegas y amigos.
Stoner no es la obra de John Williams más celebrada por la crítica (con la novela Augustus ganó el consagratorio National Book Award), sin embargo luego del subibaja de olvidos y rescates se convirtió en un bicho raro y admirable para muchos escritores anglosajones. Al igual que el querido profesor Stoner, el escritor y docente universitario John Williams hizo del silencio un canto de lucidez y de la vida lateral una ética clandestina; dejando para el fin de los tiempos un libro hermoso que se sostiene por la riqueza de sus páginas y por los lectores que tienen la fortuna de encontrarlas.
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