Domingo, 7 de agosto de 2016 | Hoy
EN FOCO > EDVARD MUNCH
Pintor expresionista, artista romántico y vitalista, en sus escritos, que llegaron a superar las trece mil páginas, Edvard Munch aporta una clara percepción y entendimiento de su propia obra, a la manera de Van Gogh en sus cartas a Theo. El friso de la vida (Nórdica), con selección de textos y pinturas a cargo de Victoria Parra, permite ingresar al universo de uno de los creadores más radicales de la primera mitad del siglo XX, el hombre que mejor definió los estados de angustia y ansiedad que explotarían en guerras y crisis sociales y económicas sin par.
Por Guillermo Saccomanno
Una infancia desdichada, una juventud plagada de dramas, no son condición necesaria para la forja de un genio. No basta con ser sufriente. Se trataría, más bien, de tener el talento para distanciar la experiencia del dolor y estetizarlo. Tampoco, como se ha probado en los casos en que la enfermedad acosa, es la enfermedad la que crea sino los excepcionales períodos en que esta cede y, entonces, impetuosa, surge la voluntad creadora. Quizá estas consideraciones se tornan adecuadas en una aproximación a la obra de Edvard Munch(Laten 1863 - Oslo, 1944). Su padre, un médico militar, religioso poseído. Su madre, débil, tísica. Entre sus hermanas y hermanos, la tuberculosis causaría tantos estragos como los desórdenes psíquicos. “Mi abuela materna murió de tuberculosis” escribe Munch. “Mi madre murió de tuberculosis al igual que su hermana. Toda su vida sufrió de catarros con expectoraciones de sangre además de bronquitis. Mi hermana Sofie murió de tuberculosis. Los demás niños padecimos durante la infancia fuertes catarros. Llegué enfermo al mundo, me bautizaron en casa y mi padre creyó que no iba a vivir. Apenas pude asistir al colegio. Constantemente sufría resfriados descomunales y fiebres reumáticas. Tenía hemorragias y escupía sangre. Mi hermano tenía los pulmones delicados y murió joven de pulmonía. Mi abuelo paterno el deán murió de tuberculosis de médula. De allí le vino a mi padre ese nerviosismo y vehemencia enfermizos. Los mismos males que fuimos desarrollando crecientemente los hijos. No quiero decir con eso que mi arte esté enfermo. Al contrario, cuando pinto la enfermedad y el vicio supone un sano desahogo. Es una reacción saludable de la que se puede aprender y según la cual se puede vivir”. Si uno se detiene en la anotación correspondiente a enero de 1890 en St. Cloud, donde Munch detalla una crisis (la fiebre, el escalofrío, el temblor, la familia desesperada), crisis que se agrava hasta el paroxismo y casi la agonía, uno se preguntará de dónde extrae este hombre sus fuerzas para crear, cómo se repone después de estas caídas.
La virtud que debe destacarse en los escritos de Munch es su contribución, en desdén de la crítica formalista, de una percepción más clara del sentido de su obra. La relación entre lo que Munch escribe y lo que pinta destila una coherencia que, por momentos, lo asocia con Vincent Van Gogh y la correspondencia a su hermano Theo. “Está claro que nuestra neurosis procede también de nuestra manera de vivir un poco demasiado artística, pero que además es una herencia fatal, puesto que en la civilización uno se va debilitando”, le escribe Van Gogh a Theo. Y agrega: “Si nosotros queremos encarar de frente el verdadero estado de nuestro temperamento, tenemos que alinearnos en las filas de aquellos que sufren una neurosis que ya viene de lejos. En una palabra, vivir por anticipado como si uno tuviera una enfermedad mental y una enfermedad de la médula, sin contar la neurosis que existe realmente”. Que la visión existencial y plástica de Van Gogh se proyecta sobre Munich es natural. Almas gemelas, podría decirse.
“Pintar estados de fuerte agitación meramente copiando la naturaleza, o la naturaleza vista en un estado de fuerte agitación, supone un esfuerzo terrible para los nervios”, escribe Munch. “Absorber en pocas horas la naturaleza relativamente indiferente, y después en esas pocas horas dejar que lo visto se filtre por las cámaras del ojo, del cerebro, de los nervios, del corazón, dejar que arda en la pasión. El horno del infierno del alma es extremadamente agresivo para los sistemas nerviosos. Por ejemplo, Van Gogh. En parte, yo mismo”.
Después de un paso fugaz por la carrera de ingeniería, Munch se orienta hacia las Bellas Artes. En 1889, mediante una beca, viaja a París. El impacto del postimpresionismo lo impulsa a evolucionar hacia una tendencia más simbolista. Las influencias, además de Van Gogh, de Gauguin y Seurat están a la vista en su producción de esta época. Su elaboración personal lo lleva a acentuar la fuerza expresiva de la línea, reduce las formas a su expresión más simple. El uso del color es plano, la intensidad cromática es potente. El amor, el sexo, la locura son sus obsesiones y su impulso creador. Expone en Berlín y el escándalo que desata la muestra le depara una fama imprevista de maldito. Pero el suceso no lo marea. “Una obra de arte sale únicamente de las profundidades del ser humano”, escribe. De 1893 es su pintura más popular: “El grito”, juzgada pieza fundacional del expresionismo. Convertida en la actualidad en un logotipo de los más crudos estados de desolación del alma, “El grito” es símbolo de las tragedias del siglo XX y también de este que vivimos, devino imagen pop de representación del horror y las visiones más terribles. Munch contó así el origen de este grito estremecedor que todavía se oye: “Iba por camino largo con dos amigos mientras se escondía el sol. El cielo se tornó de pronto rojo sangre, me detuve muerto de cansancio y sobre la ciudad vi también sangre y lenguas de fuego. Mis amigos seguían caminando, pero yo temblaba de miedo y sentía que un grito enorme, infinito, se perdía entre la naturaleza”. El ser, la criatura humana en primer plano, agarrándose la cabeza, puede tener un remitente en la Gran Exposición Universal de París de 1889. Munch estaba allí. Y allí se expuso una momia del Perú precolombino cuya iconicidad pareciera anticipar no sólo “el grito” de Munch sino también, poco antes, la representación de la muerte en pinturas de Gauguin.
Pero Munch es mucho más que ese grito emblemático. Además de toda su producción pictórica es su polifacética compulsión a la escritura. Munch escribe a lo largo de su vida cada una de sus impresiones, cada uno de sus arrebatos. Escribe en cuadernos y en hojas sueltas, escribe inspirado en cualquier papel que tiene a mano, y no corrige, no le inquietan ni la ortografía ni la sintaxis. La mayoría de sus textos son interruptus, fragmentos. La declaración de guerra al establishment, la reivindicación de la naturaleza, una valoración extrema de las pasiones, cobran forma tanto de aforismo como de diarios, de ensayos literarios como de breves estampas narrativo - poéticas. La suma de sus escritos compilados en el Munchmuseet de Oslo sobrepasa las 13.000 páginas.
Aunque el alcoholismo y los estados alterados, el límite tenso de la razón, son sus constantes, al igual que la violencia, conductas que reproduce en todas sus relaciones amorosas lo llevan cada vez más a una internación. Si bien se mostraba partidario del nudismo y el amor libre, en un ataque de celos le disparó a su amante y modelo Mathilda Larsen. Y es internado finalmente en una clínica en Copenhague. Su recuperación se la debe al doctor Daniel Jacobsen, a quien le dedicará un retrato al igual que años antes, Van Gogh, hiciera en agradecimiento al doctor Paul Gachet.
Hay pocos artistas que presenten una coherencia tan fuerte entre vida y obra. Sin vacilaciones, Munch es uno de esos elegidos. “En general el arte surge de la necesidad de un ser humano de comunicarse con otro”, escribe. “Todos los medios son igual de buenos. En la pintura como en la literatura a menudo se confunden los medios con el fin. La Naturaleza es el medio, no el fin. Si se puede lograr algo alterando la naturaleza hay que hacerlo”. Como un corresponsal de guerra de sí mismo y sus combates, Munch anota lo que vive a medida que lo vive. “El arte son los sentimientos más profundos”, piensa. Y su pensamiento va y viene a veces sobre una misma idea exprimiéndola hasta el retruécano. Como post-impresionista, su obra evolucionará hacia una concepción más depurada, con preeminencia de la línea. La fama en Berlín y luego en su propio país no aplacan su desesperación. “Cuanto más sufro inclino la cabeza hacia la estufa. Y a veces despierta en mí un deseo repentino: Mátate y se acabó. ¿Para qué vivir? Es una cobardía vivir una vida así. De todos modos no vivirás mucho. Y tener que arrastrarte por el mundo con ese cuerpo miserable, con este trajín de medicinas y este cuidado vigilado, esto no es vida. Pero dura sólo un instante, la muerte me resulta fea, no soporto la idea de que la carne apeste, que estos dedos se me pongan rígidos, azules. Y la vida me hace guiños las noches de verano”. A pesar de las embestidas del angst, Munch no deja nunca de pintar. Pinta a su madre abrumada junto a su hermana moribunda. Pinta una madonna sensual que repetirá captando el deseo como fuerza. Pinta una adolescente en “Pubertad”, trasmitiendo a la vez miedo y sexualidad. Pinta personajes melancólicos abismados en paisajes con fiordos. Pinta obreros agobiados de vuelta de la fábrica. Pinta, como llevando una crónica de sí, autorretratos que describen sus cambios físicos, el deterioro y el envejecimiento a través de los años. Intenta componer una serie de pinturas titulada: “El friso de la vida”. Y en cada uno de sus procedimientos y resultados lo que resalta es siempre una atmósfera de angustia que consterna. El dolor refiere una visión piadosa pero a la vez impotente frente al mismo. Contra lo que podría predecirse a medida que se lee su biografía y se revisan sus textos, contra los datos que sugieren un final abrupto para el atormentado artista de genio, Munch vive hasta los ochenta y uno confirmando su tardía repercusión y un año antes de su muerte, luchando con sus achaques, viaja a New York para intervenir en una gran exposición que lo homenajea.
La literatura de Munch, con sus derivas de un género a otro, sus pases de primera a tercera persona, imponen suponer que Munch, consciente de sus delirios, caídas y avatares permanentes, pensaba su vida también como una construcción a biografiar de la que se empecinaba en dejar testimonio. No sólo se juntaba con pintores sino también con escritores. Además de ser influenciado por el escritor anarquista Hans Jaegger, que proponía una ruptura con las normas morales de la burguesía, Munch tuvo dos relaciones literarias cruciales. Una con Henrik Ibsen y otra con Knut Hamsun. A Ibsen lo sorprende Munch una mañana en la sala de lectura del Hotel Grand de Oslo, donde se encontraban periódicos extranjeros. Allí el autor de Casa de muñecas pasaba sus mediodías leyendo mientras tomaba una copa. Munch vacilaba tímido en acercarse al dramaturgo, orgullo noruego. Fue Ibsen el que rompió el hielo. Ibsen se desplazó hacia Munch “como un gran navío”. “Su obra me interesa mucho”, le dijo. “Créame, le irá a usted como a mí. Cuántos más enemigos, más amigos”. La admiración recíproca se plasmará en un retrato del dramaturgo donde refleja su imponente presencia física y en la escenografía que Ibsen le encarga para Hedda Gabler y el vestuario para Peer Gynt, musicalizada por Edvard Grieg.
Oslo es llamada también Cristianía, la ciudad en la que transcurre Hambre, la novela más célebre del anarquista Knut Hamsum. La literatura de Hamsum, torrencial y vitalista, fue celebrada por Mann, Gide, Gorki, Henry Miller y Hemingway, entre otros. Y fue merecedor del Nobel en 1920. Pero su sola mención se volvería cuestionable cuando dio su apoyo al nazismo. En cambio, Munch fue, durante la invasión alemana, un artista tildado como decadente y provocador. Sus obras, por tanto, retiradas de galerías y museos.
Aunque Munch se despega de Hansum, en sus prosas se respira ese vitalismo que se asimila a las ideas anarquistas del escritor, un hombre que busca en la naturaleza una respuesta a sus propios interrogantes. Una foto, un retrato suyo, es reveladora: se exhibe desnudo pintando en una playa. Vale señalarlo: su admiración a Nietzsche siempre fue manifiesta y puede apreciarse en un retrato que le dedica Munch. No es gratuito entonces que escriba naturaleza con mayúsculas, del mismo modo que se escribe un absoluto.
Murió en soledad, apartado como había vivido, en su casa frente a un fiordo en las afueras de Oslo. Había entre sus papeles una reflexión que puede leerse como auto-epitafio: “Creo haberle hecho un favor a Noruega al meter una cuña en esa camarilla consistente en un grupo de miserables literatos, bebedores e hijos de ricos, hombres mezquinos que han aprovechado sus conocimientos jurídicos para defraudar de un modo astuto e impune a todo el que han podido, a artistas y estudiantes pobres, a sirvientas y camareros. Y todos ellos, astutos, borrachos y decrépitos, siempre apoyándose los unos y los otros, dispuestos en cualquier momento a lanzarse sobre la primera víctima que les pase por delante”.
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