Dom 22.06.2003
libros

LA CORRESPONDENCIA DEL COMITé SECRETO DE FREUD

El señor de los anillos

Heredero del mítico grupo vienés de los miércoles, el Comité Secreto (siete miembros distribuidos en cuatro ciudades europeas) rigió durante una década los incipientes destinos y desatinos de hombres y asociaciones inscriptos en la paradojal tarea de institucionalizar la propiedad del inconsciente.

POR JORGE PINEDO

Varias veces en su vida Sigmund Freud adujo que su invención, el psicoanálisis, no era más que una técnica asociada a una teoría y, por ende, un trabajo. Asociación libre del lado del diván y atención flotante desde el rincón de la oreja pueden resumir lo que se entiende por técnica. El deseo insatisfecho, reprimido, infantil y siempre sexual condensaría el disparador teórico, en tanto el trabajo los psicoanalistas lo remiten al que realiza el inconsciente. No obstante, ese trabajo material implica horas/hombre, es remunerado, agrupa de algún modo a quienes lo practican, se entrama con la economía, la política, la sociedad y su historia.
En la producción freudiana, aquella praxis se encuentra sistematizada y establecida en las Obras Completas de su fundador, en tanto el modo de producción que les dio cuerpo, la cocina de los hallazgos, las marchas y contramarchas conceptuales, las experiencias fructíferas no menos que las vías muertas, se hallan esparcidas por diversos lares. Tal work-in-progress puede rastrearse en el generoso epistolario mantenido por Freud con sus más inmediatos discípulos (con quienes, a la sazón, tramitaba también asuntos inherentes al trabajo propiamente dicho). Varios flancos abarcaron este aspecto: los honorarios, la cosecha de pacientes, la reproducción de la doctrina, la defensa frente a los ataques de epistemes adversas, primero. Con el crecimiento del movimiento psicoanalítico, a la producción material se sumaron las diversas publicaciones y editoriales, las instituciones locales y luego la corporación internacional que nucleó a las asociaciones regionales, la International Psycho-Analitical Association, la temible IPA.
En su tránsito de secta esotérica a ciencia que procura ser reconocida, el psicoanálisis atravesó diversos momentos. El primero sucedía los miércoles en Viena, en casa de los Freud, y sus acólitos se reconocían por un anillo cuyo sello mostraba a Edipo respondiendo el enigma de la esfinge, imagen que con posterioridad se convirtió en el logotipo de la IPA. A fin de dejar en libertad de acción a sus asistentes, esta Sociedad se disolvía cada año para renovar sus credenciales al siguiente. De ese núcleo habría de surgir, a partir de 1912, la guardia pretoriana de El Profesor: el no menos célebre Comité Secreto. Con Freud y Otto Rank en Viena, el despliegue geopolítico de la ola psicoanalítica abarcaba Berlín (con Max Eitingon, Hans Sach y Karl Abraham), Budapest (Sandor Ferenczi) y Londres (Ernest Jones). Cada uno, a su turno, presidiría la Internacional o bien conduciría editoriales y publicaciones. Las filiales que se reproducían de Lima a Nueva Delhi, de Nueva York a Tokio podrían tener su relativa independencia, mas la línea política, la pureza doctrinaria y las respuestas a los cuestionamientos eran centralizados desde las sombras medioioeuropeas.
El reciente arribo a librerías porteñas de los dos tomos con las circulares internas del Comité Secreto (Síntesis, 2002) amerita una aproximación a esa intrincada trama que gira (y sigue actualmente rotando) en torno de la práctica institucional. Destinada a organizar las propias huestes en pos de combatir el malestar, la institución (y la psicoanalítica en especial) constituye un propicio caldo donde se cuecen avatares de la economía política junto a pugnas por ideas, todo sazonado con abundantes dosis de salvajes improntas personales. Nada menos exacto, entonces, que recluir las Circulares cursadas entre 1912 y 1921 como una mera correspondencia administrativa. Suerte de relicto arqueológico de la prehistoria del psicoanálisis, comprende abusos doctrinarios (señala Jones: “La conclusión del Profesor es que Abraham y yo mostramos síntomas de una respuesta neurótica a un estímulo normal aplicado por Rank”) que disfrazan cordiales puteríos dentro de la “unidad fraternal en el amor a nuestro maestro”. Pues pertenecer al Comité Secreto implicaba, en términosde Ferenczi, “renunciar a una idea propia a favor de la central”, casi “preservando cierto dogmatismo”.
Medio de vida, al fin y al cabo, el psicoanálisis (para los analistas) resultaba atravesado por las oleadas de la Historia, guerra mundial incluida. Sus secuelas tornaban dispares las prácticas en distintas ciudades: mientras en Berlín, hacia 1920, un analista trabajaba cuarenta y dos horas semanales en su consultorio y de Londres se emitían pedidos de auxilio porque los habilitados no daban abasto, en la mismísima Viena y en Budapest se pensaba seriamente en la emigración. Apenas un año después, crack de la Bolsa mediante, el psicoanalista inglés estuvo tres meses sin trabajar, en tanto Ferenczi continuaba con cinco pacientes en su consulta. Por lo bajo, el Comité Secreto distribuía con espíritu (internamente) equitativo las demandas de análisis provenientes del exterior, las donaciones y las tareas correspondientes a los negocios editoriales. Con su cetro, Freud señalaba, defenestraba y bendecía, marcando siempre el rumbo, pasara lo que pasase, melancólico: “a todos nosotros nos van mal las cosas, pero a nuestra Causa muy bien. Sucede realmente que nuestra Causa nos consume y que al mismo tiempo nos disolvemos en ella”.
Invadidas, ayer como hoy, sus fronteras por charlatanes mesiánicos, místicos, apropiadores dogmáticos y fundamentalistas de toda laya, el psicoanálisis ostentaba en el Comité Secreto su trinchera defensiva de vanguardia. Contaba con la escritura (ese desplazamiento del “erotismo uretral”) al modo de armamento y los desafíos le disparaban renovadas posiciones. Sin ir más lejos, cuando una asociación regional consulta a la Internacional acerca de aceptar un analista homosexual entre los suyos, la polémica entre los miembros del Comité se torna virulenta, hasta que el propio Freud genera doctrina: “no queremos excluir por principio a este tipo de personas, ya que, por otra parte, tampoco aprobamos su persecución judicial. En nuestra opinión, la decisión en tales casos debería basarse en una valoración individual de las cualidades”. Así, el análisis lego de los médicos, los chismes tapialeros del enemigo junguiano, los mercachifles que ofertan psicoterapia por correspondencia, el médico que se hace pasar por analista para tener sexo con sus pacientes, resultan apenas un puñado de las montañas de avatares que esa horda fraterna de pioneros principistas se veía en la obligación de resolver con el lejano propósito de conquistar la más pagana de las eternidades.

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