Dom 22.06.2003
libros

Sidra en el Tortoni

Conversaciones, recuerdos, lecturas y otras trivialidades literarias

El filósofo rumano E. M. Cioran se preguntó, indignado, qué clase de Dios es este que nos ordena multiplicarnos al punto que ya no habrá sitio o alimento para todos. ¿Por qué, acusa Cioran, prodigar de ese modo el sufrimiento y sinsentido de vivir? ¿A quién beneficia esta madeja que más se enreda cuanto más se expande? Si la procreación es mandato de Dios, será que ese Dios no quiere ahorrarnos ningún dolor, y nos somete a los infiernos de la densidad tanto como a la fragilidad de la sobrepoblación.
Esta irritación de Cioran es tan difícil de rebatir como de aceptar. ¿Cómo negar un desenlace que se deduce necesariamente de una humanidad pródiga y fecunda, cómo no reconocer que vamos directo al colapso planetario si, aun inspirados en la paz y la convivencia humana, seguimos apilando generaciones tras generaciones? Menos agresivos y con menos hambre, también acabamos entropizados: la prolongación de ese orden deseado llevará, en última instancia, al desastre demográfico, energético o climático.
Por supuesto que defendemos la libertad, la democracia, el desarrollo y la armonía de la convivencia. Pero lo trágico y lo irónico, aquello por lo cual Cioran reniega de la mano de Dios, es que si todos terminamos defendiendo estos valores, seguiremos expandiéndonos hasta estrujar los recursos y agotar los frutos de la tierra. Como si en el género humano estuviese escrito el destino de extinguirse por exceso de supervivencia, y no como otras tantas especies, por falta de adaptación a los cambios externos. Más bien son demasiados cambios externos a los que el género humano se obliga por su propia programación genética: autores, nunca víctimas. Y todo esto, piensa Cioran, da para pensar que somos unos bonachones estúpidos, caminando como dócil rebaño rumbo a nuestra propia aniquilación final.
Pero imposible, por otro lado, aceptar el argumento de Cioran que una y otra vez condena la raza humana por ciega o estúpida. ¿Por qué comprar su pesimismo junto con su lucidez, qué falta hace aceptar la derrota sólo porque está bien narrada? No es que seamos ingenuos tampoco: la felicidad, ya lo aprendimos hace mucho, no es la eternización de una victoria sobre la desgracia, sino un cierto alivio por haber vivido todo lo vivido. No hay promesa de felicidad –no somos tan incautos, señor Cioran– sino reposos fragantes en mitad de la mente. Y estos reposos nos salvan de hundirnos en la angustia ante el desgaste final de todo lo que somos.
Nos liberan los respiros que nos damos y la pasión con que damos. Por eso podemos rebatir a Cioran, o más bien reconocerle sus verdades feroces sin cederle, por ahora, esta vibración que imprime vida a nuestros cuerpos presentes. Humanos, demasiado humanos, somos a los ojos de este filósofo que predica con el hachazo de luz que incendia todo lo que ilumina. Y no es que reneguemos de esa luz, no somos tan cínicos. Sólo que la filtramos con la frescura tierna de la mañana, con la tibieza del letargo de media tarde o con el regusto a misterio de la noche.
Y es cierto que Cioran apunta medio a medio cuando ajusta la vida humana al saldo final de la derrota: esa finitud que no tiene cómo redimirse, ese augurio de fracaso tras la sonrisa precaria de la alegría. Pero nadie obliga a agachar el moño de este instante ante la vara inflexible de la nada. Nadie cobra la muerte en vida, ni futuro alguno tiene el derecho de robarse este presente. Que seamos débiles en el largo plazo no nos hace malos en el corto plazo, pese a Cioran.
No se trata tampoco de celebrar a los rechonchos e indolentes, ni de empatizar con los complacientes o indulgentes. Nada de eso. Pero por otra parte, ¿quién nos obliga a elegir entre este extremo pusilánime, y ese otro donde el rigor sin tregua arrastra una soledad sin pausa? No señor, no porque lo diga Cioran. Dejémonos, en cambio, habitar en estos territorios intermedios del tiempo y la vigilia, equidistantes del origen y del ocaso, de las rigideces necias y de estas otras demasiadobrillantes. No pongamos en el mismo saco la blandura del alma y la falta de moral, no confundamos la suavidad del espíritu con la inconsistencia.
Generoso desconsuelo el de prolongarnos, sabiendo que al prolongarnos nos extinguimos. Pero no por eso nada vale la pena o todo da lo mismo, sino al revés: gratitud por lo más diminuto, indignación que no cede ante lo que agrede o engaña, tristeza por la recurrencia de la pérdida, esperanza absurda pero esperanza, nostalgia de un olvido de sí mismo, epifanías que trizan la sordera del tiempo. Minúscula epopeya en que conspiramos contra su mayúscula tragedia, Monsieur Cioran.

Martín Hopenhayn

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