ANTICIPO
La transfiguración
En Ricardo Piglia: un narrador de historias clandestinas, libro de industria marplatense que se distribuye en estos días, se incluyen varios textos ficcionales de Piglia, ensayos y una larga entrevista de la cual Radarlibros ofrece algunos fragmentos como anticipo exclusivo.
por Edgardo H. Berg y Nancy Fernández
En La ciudad ausente es explícito el homenaje a Macedonio Fernández; sin embargo, también es visible la recuperación de cierta concepción de la ciudad en Arlt. ¿Cruza Macedonio con Arlt como poéticas paralelas?
–Buscaba una forma que me permitiera hacer circular historias múltiples. Escribí la novela a partir de la imagen de una máquina de contar historias, escondida en algún lugar de la ciudad. Después esa máquina se convirtió en una mujer y fue, entonces, una mujer máquina, una Eva futura; y, rápidamente, el inventor de esa máquina, que podría haberse llamado de cualquier modo o podría haber sido cualquier personaje, fue Macedonio, porque me pareció que la clave de la historia era la idea de alguien que busca rescatar a su mujer de la muerte por medio de esa especie de pacto fáustico con el ingeniero Russo, que es quien construye lo que Macedonio ha concebido. No sería difícil encontrar ahí rastros de Arlt: los laboratorios imposibles, las máquinas de producir ilusión, los relatos que circulan por la ciudad. Supongo que a esta altura cualquier cosa que escriba será leída en relación a ciertas tramas en las que siempre se encontrarán rastros de Arlt.
De algún modo, Plata quemada supone un apartamiento de sus propuestas narrativas anteriores –Respiración artificial, Prisión perpetua o La ciudad ausente. Alguna vez dijo –como una suerte de humorada– que se había convertido en un escritor del neo-Boedo para apartarse de cierto estilo estandarizado y medio que veía en algunas propuestas narrativas actuales. ¿Cómo ubicaría esta propuesta de no ficción en su poética?
–Difícil contestar esa pregunta. Por un lado, imagino que mis libros avanzan todos en una misma dirección –una dirección, digamos, experimental–, y, por otro lado, aspiro a que cada novela que escribo sea distinta a la anterior y trato de no repetir lo que ya he hecho. En verdad, se trata sólo de un estado previo a la escritura, la voluntad de no seguir las formas y los tonos que ya están en otro libro. Esto obviamente no es ninguna virtud, no significa nada, sólo significa que me gustaría escribir de esa manera, con la esperanza de que siempre estoy empezando de nuevo. Si Plata quemada está más cerca de los relatos de La invasión es porque la primera versión fue escrita inmediatamente después de los cuentos, escribí un primer borrador de esa novela entre 1968 y 1971. Plata quemada es un intento de trabajar con una lengua muy baja, de llevar al lenguaje la misma violencia que tiene el argumento del libro. Ahí hay por supuesto una suerte de poética realista: lo que llamamos realismo es una forma muy artificial y muy construida de producir un efecto de realidad, a partir de la identidad entre el lenguaje y el mundo. Por otro lado, la realidad que sostiene una trama realista debe ser un mundo identificable, existente, al que la literatura vendría a representar; obviamente ése es el sentido de partir de un hecho real. Algo ha ocurrido en la realidad y hay que narrarlo. El realismo siempre imagina que parte de un hecho real y yo tomé esa consigna al pie de la letra. Lo de neo-Boedo es un chiste, por supuesto, y, a la vez, como todos los chistes, dice algo cierto. Tiene que ver con una poética política que siempre he defendido y cuando digo neo-Boedo quiero decir una tradición que se opone al esteticismo generalizado que suele circular por la literatura argentina. Por otro lado, a mi modo de ver, Plata quemada no tiene nada que ver con la no ficción salvo en su forma; esto es: dice ser una novela basada en un hecho real y usa documentos y testimonios, desde luego inventados. El momento más fantástico del libro es la presencia de una especie de radioaficionado que escucha lo que se habla en el aguantadero; y ése es un modo altamente ficcional de justificar el verosímil realista, de que se puedan citar los diálogos cruzados en un ámbito donde no hay testigos. He usado los procedimientos de la literaturadocumental, o, sería mejor decir, he fingido los procedimientos de la literatura documental para escribir una novela.
Desde Crítica y ficción, pasando por Formas breves, hasta llegar a Tres propuestas para el próximo milenio, que editó junto a León Rozitchner, habría una línea de continuidad, en el sentido de constantes que atraviesan su modo de leer la literatura y de pensar nuestra cultura y sociedad. Podría explicarnos cómo funciona esa serie de reflexiones, cómo se construye ese dispositivo.
–No sé si hay un dispositivo. En general, si se mira con atención, se verá que mi trabajo crítico (para llamarlo así) no es otra cosa que una forma de intervención en ciertos puntos precisos de un debate. Ciertas polémicas sobre Puig en el primer ensayo que escribí en 1969, ligadas a la aparición de La traición de Rita Hayworth, cierta polémica con la oposición Arlt-Borges que se había establecido en cierto momento de la crítica, cierta relectura de Sarmiento y de la tradición de la novela argentina como alternativa a una línea que leía al género de un modo muy simplificado, casi como una repetición mecánica de la historia de la novela europea, etc. Ultimamente, Macedonio Fernández como un modo de repensar ciertos usos de la ficción, cierta manera de pensar la relación entre ficción y política, entre novela y Estado y, también, como un modo de responder a ciertas lecturas estereotipadas, sobre la subordinación de la literatura a los proyectos estatales, que ha circulado con insistencia en los medios académicos. Leo la literatura como un modo de pensar lo social y no al revés. Y estas polémicas y estas intervenciones han estado, por otro lado, muy ligadas a mi experiencia con la enseñanza. He usado la experiencia de enseñar literatura como un laboratorio para discutir hipótesis y releer textos que, de otro modo, quizás no me hubiera puesto a releer. Enseño desde 1963 y esa experiencia ha sido básica en la definición de ciertos ejes y ciertas formas de lo que podemos llamar mi intervención crítica. He estado muy atento a los debates que se han generado en el ámbito de los seminarios y los cursos que funcionan como nudos de redes más amplias. En todo caso, no soy un crítico literario en sentido estricto. Escribo, de vez en cuando, sobre literatura y trato de buscar en cada caso una forma específica.
¿Qué papel juega Gombrowicz en su sistema de lectura? ¿Tendría alguna filiación con el paradójico concepto de literatura argentina y el anhelo de autenticidad que preconizaba Ezequiel Martínez Estrada?
–Bueno, Gombrowicz tiene una percepción fantástica de las falsificaciones culturales argentinas. Viene ya con una hipótesis general sobre esa cuestión de las poses, pero la Argentina le funciona como un laboratorio de experimentación. Percibe que los intelectuales argentinos viven como un drama lo que Bloch llamaba la no-simultaneidad de los procesos históricos. La Argentina no es contemporánea de la contemporaneidad europea y trata desesperadamente de llegar a tiempo, pero, dice Gombrowicz, lo que no entiende es que la clave para construir una cultura es quedarse en ese atraso, en esa asincronía, ser inactual e inferior y no tratar de fingir una madurez que no se tiene. Los intelectuales argentinos, dice Gombrowicz, y eso se repite cíclicamente, viven de avisar sobre qué es lo que está pasando en los lugares donde se supone que circula la novedad y lo actual, tratan todo el tiempo de llegar a tiempo. Mientras que Gombrowicz defiende, como sabemos, lo inferior, lo inmaduro, el atraso. Este país inferior quiere borrar su inferioridad y ser europeo, dice. Gombrowicz capta eso de inmediato, capta esa conciencia infeliz, esa conciencia desdichada, las tribulaciones del alma bella. Y me parece que Martínez Estrada es el narrador de esa conciencia desdichada, su expresión pura. Cuando cree que analiza la realidad, en verdad describe su propia situación y su propia conciencia. Pero ese análisis es antes que nada un relato; quiero decir que Martínez Estrada es antes que nada unnarrador, en el sentido más fuerte de esa expresión: el narrador como el que argumenta. Martínez Estrada es el narrador de la conciencia desdichada, narra desde esa conciencia y registra los datos, los incidentes, los detalles que se ven desde esa posición. Martínez Estrada tiene una capacidad extraordinaria para captar los relatos sociales que vienen de ahí y transmitirlos como descripciones de la realidad. Lo mejor de su libros son las fragmentos narrativos, argumenta con relatos y situaciones; y esos relatos son, en definitiva, el modo que tiene el narrador de la conciencia desdichada de ver el mundo. Tiene momentos formidables; por ejemplo, La cabeza de Goliat, que es un gran libro hecho de pequeñas historias urbanas, de microrrelatos sobre la ciudad de Buenos Aires. Sus cuentos (“Marta Riquelme” en primer lugar) son lo mejor de su obra y en esos cuentos se ve con claridad esa posición narrativa; aprendió de Kafka a mirar lo social como una alegoría y se mantuvo siempre en esa posición. Era capaz de alegorizar hasta sus propias enfermedades. Por otro lado, era un gran lector, a la vez arbitrario y sagaz. De hecho, Muerte y transfiguración de Martín Fierro es el mejor libro de crítica que se ha escrito en la Argentina. Me hace pensar en Call Me Ishmael, el libro de Olson sobre Melville, o en Love and Death in the American Novel de Leslie Fiedler, que son libros de crítica absolutamente personales y que, por eso mismo, son ejemplares, como me parece ejemplar Muerte y transfiguración de Martín Fierro.