RESEñA
La joroba de Onganía
THE BOMARZO AFFAIR.
OPERA, PERVERSION
Y DICTADURA
Esteban Buch
Adriana Hidalgo
Buenos Aires, 2003
238 págs.
POR ALEJANDRA LAERA
La reciente puesta en escena de la ópera Bomarzo, compuesta en 1967 por Alberto Ginastera con libreto de Manuel Mujica Lainez basado en su novela homónima de 1962, vino acompañada, antes que de la valoración artística o la crítica estética, de una suerte de “aura”: ese ambiguo modo del prestigio que otorga la prohibición. Se trata del episodio de censura que postergó su estreno en el Teatro Colón hasta comienzos de los años setenta y que provocó un debate entre los representantes de la cultura y los representantes del gobierno de Onganía a través del cual se discutieron, casi siempre sesgadamente, la función de las artes en la sociedad a la posibilidad o no de su autonomía. Como Lolita de Nabokov en el ‘59 o La hora de los hornos de Solanas y Gettino durante el onganiato (ejemplos de los alcances dispares de la censura sobre los que el propio Mujica Lainez se expidió oportunamente); como El Principito o Cambalache en los setenta (ejemplos de la caída en el absurdo de las indiscriminadas purgas de la última dictadura militar), el “caso Bomarzo” ha pasado a integrar un conjunto indiferenciado de productos culturales cuando se trata de denunciar el accionar coercitivo del poder de Estado. Sin embargo, poco se sabe de un episodio que el recuerdo personal, el boca a boca o la divulgación periodística han reducido al enfrentamiento entre cultura y poder, libertad y represión, resistencia y violencia.
Dicho a modo de anécdota: se trata de Onganía prohibiendo, a instancias de los reclamos moralizantes del catolicismo conservador, la versión musical de la historia del duque renacentista Vicino Orsini, el que nació jorobado, el que fue sodomizado por sus hermanos, el que tramó la muerte de su familia, el que se dio a una vida de lujuria, el que aspiró a la inmortalidad y construyó en Bomarzo el parque de los monstruos de piedra.
Lo que hace Esteban Buch en The Bomarzo Affair es revelar la particularidad del caso, aquello que lo diferencia, aquello que, desmontando lo previsible, no contradice la naturaleza del poder en los regímenes totalitarios sino que muestra la relación entre poder y cultura en su más compleja trama. Para ello, Buch –quien en esta misma línea de historia político-cultural de la música ha publicado un libro sobre la Novena Sinfonía de Beethoven y otro sobre el Himno Nacional Argentino– se puso a narrar una crónica pormenorizada de los hechos que rodean el acontecimiento de 1967. Al optar por la solución narrativa en vez de la explicación o el ensayo, Buch pone el trabajo de archivo, los datos y los testimonios al servicio de la recreación del mundo cultural de la Buenos Aires de fines de los sesenta. Así, la confianza en el relato se impone por sobre las soluciones academicistas y transforma una larga investigación –resultado, por otra parte, de una beca Guggenheim– en un producto que apunta a un registro de recepción más amplio. De este modo, Buch convierte a los lectores en testigos de los hechos y, ante todo, los induce a revisar las posiciones de víctimas y victimarios que un primer acercamiento tendería a asignar mecánicamente.
No hay aquí victimización de los prohibidos; por el contrario, el episodio salva a sus autores, a Ginastera y a Mujica Lainez, dos mimados del poder, de ese “ingrato papel de artistas oficiales de la dictadura, dotándolos en cambio de un aura de resistentes que, en realidad, poco habían hecho para merecer”. Es cierto: antes de la censura en el Colón, Bomarzo había sido celebrada en Washington con el auspicio del embajadorAlvaro Alsogaray y, después, la reparación del hecho estaría a cargo de otro presidente de facto con el estreno tardío del ‘72. La postulación de que la censura de la ópera fue resultado de una suerte de malentendido que traspasó las alianzas de clase para redefinirlas en otros términos, se complementa en The Bomarzo Affair con una reinterpretación de los contenidos de la historia. En una lectura que combina el nivel musical con el narrativo, y que pasa el argumento ficcional por el tamiz del psicoanálisis, Buch sostiene que la condena a los excesos del duque está contenida en su propia joroba. Lo que no supieron leer los censores, en definitiva, habría sido el sentido moral de esa joroba.
Sin embargo, todo esto no debería opacar el aspecto revulsivo de la historia novelesca del duque de Bomarzo. Debido a su joroba, o a pesar de ella, el duque probó todas las formas de la perversión y del placer con una libertad imaginativa que quizás sólo dos representantes de una alta cultura legitimada por la elite política y económica como Ginastera y Mujica Lainez estaban en condiciones de poner en juego.