RESEñA
Antes y después de Auschwitz
Pendientes en el sótano
Rachel Bernheim Friedman
Trad. Lilian Naisberg Klajn
Editorial del Nuevo Extremo
Buenos Aires, 2003
194 págs.
POR SERGIO KISIELEWSKY
En la patria donde no se dejó entrar a los judíos y se abrieron las puertas a los criminales de guerra nazi hoy podemos leer este libro. Quien lo leerá, tocará una vida. La de Rachel Bernheim Friedman, una suerte de Ana Frank que sobrevivió. Pues la mirada que rige el libro es la de una joven casi niña.
Todas las historias se parecen, pero aquí la autora elige un tono, un modo de encarar la trama que la diferencia. La casa paterna, la infancia, (Bernheim vivía junto a sus padres y sus cinco hermanos en la ciudad de Mukachevo, Checoslovaquia), la estadía en los guetos de Auschwitz-Birkenau, las huidas y la emigración a Israel están narradas al oído y a las entrañas del lector.
El punto de partida de la obra es narrar la carencia. De agua, de comida, de ambientes confortables para vivir. Y una preocupación por los detalles en la narración de la vida cotidiana. Atravesando toda la trama está la política. En especial, las diferentes opiniones entre los miembros de una comunidad. La narradora es testigo de todo lo que ocurre a su alrededor. En particular, la enfermedad de su padre luego de una operación de úlcera. Todo se desmorona el 20 de marzo de 1944 cuando los tropas de Hitler entran a Mukachevo.
“Los acontecimientos se sucedieron con gran rapidez”, dice Bernheim. Y es exactamente lo que ocurre hasta el final del libro. Lo vertiginoso no es cómo ocurrió la historia sino cómo se la cuenta en Pendientes en el sótano.
Cada capítulo es un relato en sí, y en todos ellos el recurso es reproducir la oralidad desde un texto escrito. Algo ocurre en cada página. Cada punto y aparte es sólo un respiro para volver a escuchar a los personajes: “La única manera de darnos ánimo mutuamente era con palabras”.
De pronto se suceden los trenes repletos de prisioneros, las vejaciones.
“Tengo unos cuantos recuerdos de los días perdidos”, dice la autora; pero son más que suficientes para que su libro quede como memoria en carne viva.
La traducción se ajusta al sentido del texto. Sólo se echa en falta la aclaración de algunas palabras en idisch, lo que, por momentos, quita sentido. Las pocas fotos que aparecen en la obra robustecen la atmósfera de lo que se relata. También funciona como álbum familiar, autónomo.
“Trepaba hasta lo alto de la pila, me metía en el espacio que formaban los troncos y disfrutaba de un rinconcito alejado de todos, un rincón propio, donde podía olvidarme de lo que sucedía a mi alrededor, en compañía de los personajes de Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell. La situación imposible en la que estamos viviendo, pensaba yo, ¿pasará también algún día, como el viento? Quién lo sabía. ¿Y de dónde y cuándo llegaría el tal viento?”